Выбрать главу

La metió en el maletero, le secó la nieve de la cara y le puso una almohada debajo de la cabeza. De la nariz de Hannah brotaba un reguero de sangre que fluía a un ritmo lento y regular. Confiaba en no habérsela roto.

Se sacó del bolsillo la bolsa que contenía las diminutas píldoras sedantes que encargaba en México por internet y le introdujo tres en la garganta. Hannah emitió un gemido y se las tragó. Bien. Le colocó los brazos a la espalda y le esposó las muñecas. A continuación le ató los tobillos.

Walter se quedó mirando a Hannah. Tenía un rostro cálido y amable; era su rostro lo que le había atraído. La había visto esperando el autobús y María le había hablado, le había dicho que Hannah Givens era LA ELEGIDA, y María tenía razón, siempre tenía razón.

Walter empujó a Hannah hasta colocarla de costado para que la sangre no se le acumulara en la garganta y le provocara arcadas. Tendría que parar el coche en algún momento para ver cómo estaba.

Walter arropó a Hannah con una manta hasta la barbilla, la besó en la frente, cerró el maletero y volvió a sentarse al volante.

La nieve caía copiosamente y Walter conducía despacio, con mucho cuidado, sujetando el volante con fuerza con ambas manos. Esa noche habría muchos polis en la carretera.

Mientras conducía, miraba sin parar la figura del salpicadero. Oía la voz de María con toda claridad en su cabeza. Su Santa Madre le decía que no se preocupase.

Capítulo 6

El cadáver que yacía en la mesa de autopsias ya ni siquiera parecía el cadáver de una mujer; de hecho, ya ni siquiera parecía una figura humana, sino que recordaba más bien a una criatura salida de una película de terror en blanco y negro, un engendro horrendo y monstruoso que acabase de escapar de la tumba escarbando la tierra con las uñas. Tenía los dientes al descubierto y los labios, el tejido facial circundante y las cuencas vacías de los ojos, carcomidos por las mordeduras de los peces. El resto del cuerpo estaba cubierto por una sábana azul. Una tarjeta blanca con un número de expediente estaba colocada debajo de la barbilla.

El rostro era irreconocible. Darby se preguntó si la mujer sería realmente Judith Chen.

Un hombre corpulento de Identificación, la sección del laboratorio que se encargaba de forma exclusiva de fotografiar la escena del crimen, tomó primeros planos de la cara destrozada. Coop permanecía detrás de él, observando. La pequeña sala de baldosas blancas apestaba a desinfectante mezclado con el intenso olor metálico del puerto de Boston.

Darby ya había tomado sus propias fotografías y, mientras esperaba, repasó la escasa información que tenía sobre el caso, la mayor parte procedente de los periódicos.

Dos meses y medio atrás, un miércoles por la noche, durante la primera semana de diciembre, Judith Chen, estudiante de primer curso de la Universidad Suffolk de Boston, estaba estudiando para un examen parcial de Química en la biblioteca del campus. Cuando faltaban cinco minutos para las diez de la noche, Judith, vestida con pantalones de deporte de nailon rosa, una sudadera rosa y zapatillas Nike, decidió que ya era hora de irse a casa. En algún lugar entre la biblioteca y el apartamento de alquiler donde vivía, en Natick, la estudiante de Química de diecinueve años desapareció.

Ahora estaban a mediados de febrero, y el cadáver tendido en aquella mesa llevaba la misma ropa.

El hombre de Identificación le hizo una seña con la cabeza y Darby, ataviada con un mono quirúrgico, se puso una mascarilla y un protector facial y se aproximó al cuerpo.

Los pantalones de deporte y la sudadera de color rosa de la mujer estaban mojados, cubiertos de barro y de ramitas. Los pies, aún con las zapatillas de deporte, colgaban encima de una pila y chorreaban agua. Darby se alegró al comprobar que Bryson había atado bolsas de papel alrededor de las manos de la mujer.

El bolsillo derecho de los pantalones estaba cosido con el mismo hilo negro utilizado en el bolsillo del vestido de Emma Hale. Darby retiró la pretina y, a través del forro transparente del bolsillo, vio la misma estatuilla de diez centímetros de la Virgen María que había tenido en las manos en el laboratorio.

En la nuca de la mujer había un agujero irregular: la marca del orificio de entrada de una bala. No había orificio de salida, y Darby recordó que la bala del calibre 22 hallada en el cráneo de Emma Hale tampoco había producido ningún orificio de salida.

Coop retiró las bolsas de papel y examinó las manos de la mujer: los dedos estaban crispados en forma de garras, y la piel, blanca y arrugada, con las marcas de humedad conocidas como «manos de lavandera», había empezado a desprenderse del cuerpo. Las uñas estaban pintadas de color rosa brillante.

– Están muy arrugadas -señaló Coop.

– ¿Qué método deberíamos emplear? ¿Reconstrucción tisular? ¿Inyección de agua bajo la piel?

– Puesto que el cuerpo muestra ya indicios de separación de la epidermis, lo mejor sería usar la técnica del guante. Como tú tienes las manos prácticamente del mismo tamaño, podemos registrar la huella aquí mismo.

Darby recogió muestras de partículas y de las uñas. Cuando hubo terminado, Coop retiró la piel de la mano derecha y transfirió el «guante de piel» a una placa con alcohol.

Darby no vio indicios de que hubiesen lastrado el cuerpo, aunque lo cierto es que no importaba, porque los gases de la putrefacción habrían acabado por hacer emerger el cuerpo a la superficie de todos modos, aunque estuviese lastrado. ¿Lo sabría el asesino?

Darby encendió la Luma-Lite portátil y pasó la fuente de luz alternativa por encima de la ropa. Halló varios cabellos. Después de recogerlos, ajustó la longitud de onda y detectó una serie de manchas fluorescentes: sangre o semen. Señaló las áreas y luego recortó la ropa.

Las manchas empapadas de sangre de la parte posterior de la sudadera seguían el mismo patrón que había visto en el vestido y la chaqueta de Emma Hale. Al igual que aquélla, esta mujer había permanecido tendida sobre su sangre durante un período de tiempo antes de ser arrojada al río.

Darby desató los cordones de las zapatillas de deporte y las retiró con sumo cuidado. Sobre la pila cayeron agua del río, arena y distintas partículas. Cortó los calcetines. Llevaba las uñas de los pies pintadas del mismo rosa brillante que las de las manos. Guardó cada prenda de ropa en su propia bolsa y luego examinó con una lupa de mano la figura de la Virgen María. Era del mismo tamaño y color, con las palabras «Nuestra Señora de las Angustias» estampadas en la base inferior.

Una vez empaquetadas y selladas las pruebas, Darby concentró su atención en el cuerpo.

Las venas eran de color violeta oscuro y contrastaban con la piel, de un blanco inmaculado. La investigadora examinó las escoriaciones faciales y descubrió que era imposible determinar si eran ante o post mortem.

Cuando un cuerpo se hundía en el agua, tropezaba con el lecho marino o del río; la cabeza se golpeaba contra las rocas, y los peces y los crustáceos corroían las partes blandas de la cara. Cuando el cuerpo afloraba al fin a la superficie, solía estar destrozado, y el rostro, como en este caso, quedaba prácticamente irreconocible.

Encima del pecho derecho había un tatuaje en forma de luna: el color se debía a las bacterias cromogénicas: el Bacillus prodigiousus y el Bacillus violaceum. Invadían la dermis y producían dibujos y formas semejantes a los tatuajes.

Había un trozo de envoltorio de una barra de Snickers adherido a la parte interna del muslo. Darby lo metió dentro de una bolsa y luego realizó sendos frotis vaginales y anales para buscar posibles restos de ADN. Pasó un peine con lana por el vello púbico de la mujer y luego lo metió dentro de una bolsa de pruebas.

Darby había terminado de tomar sus notas cuando Coop le hizo una seña. Con sumo cuidado, la investigadora forense se colocó la piel suelta de la mujer sobre la mano enguantada. A continuación, hizo presión en cada una de las yemas de los dedos contra la almohadilla de tinta y luego transfirió las huellas a la ficha.