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– No.

– Creía que todas las mujeres veíais a Oprah. Es como una ley o algo así. -Woodbury sonrió al recostarse en su asiento, al tiempo que entrelazaba las manos por detrás de la cabeza-. Muy bien, supongamos que quisieses utilizar el LYCD porque crees que eso ayudará a que tu cutis parezca más joven. Tendrías que ir a la consulta de un dermatólogo o a una clínica especializada en quemados. Dudo que te lo vendiesen si utilizases ese argumento. ¿Encontraste algún indicio de un trauma facial reciente en alguna de las víctimas?

– Dado el avanzado estado de descomposición, era imposible determinarlo.

– Si Chen y Hale no tenían cicatrices faciales, si no habían sufrido alguna clase de quemadura facial, entonces no habría ninguna razón para que llevasen el producto en su bolso o su mochila cuando fueron secuestradas. El otro problema es el Derma. El tono no coincide con el color de piel de Judith Chen ni de Emma Hale. Eso nos deja sólo dos posibilidades: la primera es que esos productos pertenezcan a alguna otra víctima, y la segunda es que el asesino utilice ambos productos. Si el asesino de Chen llevaba Derma y LYCD, es posible que transfiriese accidentalmente los productos al hombro de la sudadera de la chica cuando recogió su cuerpo.

– ¿Cómo podría averiguar quién vende esa crema de LYCD?

– Ahí es donde estamos de suerte -señaló Woodbury-. Sólo hay una empresa que fabrique un producto con LYCD: Alcoa, con sede en Los Ángeles. El producto se llama Lycoprime. No se puede comprar en ninguna perfumería ni de forma ilegal en internet. Tienes que encontrar un dermatólogo o una unidad de quemados de un hospital que venda el producto. El Lycoprime es relativamente nuevo. Alcoa empezó a fabricarlo hace menos de dos años.

– Hablamos entonces de una distribución muy limitada.

– Me he tomado la libertad de hablar con uno de sus representantes de ventas esta tarde. Eli, ése es el nombre del tipo con el que he hablado, Eli Rothstein; me ha enviado por fax una lista de los médicos y clínicas que venden el producto en Nueva Inglaterra. Supuse que querrías empezar por ahí.

– Suposición correcta.

Woodbury le entregó una hoja de papel.

La lista de médicos de Nueva Inglaterra era asombrosamente reducida. El Centro de Quemados Shriners era uno de los clientes principales, al igual que las unidades de quemados de los dos hospitales más importantes de Boston, el Beth Israel y el Mass General. Un puñado de dermatólogos locales también distribuía el producto. Había menos de una docena de dermatólogos en Rhode Island y New Hampshire que usaban Lycoprime.

Ni los hospitales ni las consultas médicas de Boston entregarían el historial médico de un paciente sin una orden judicial. Neil Joseph podía obtener la orden, pero llevaría un tiempo. Darby consultó su reloj. Eran casi las cuatro de la tarde. Si Chadzynski pedía una orden judicial, todo el mundo removería cielo y tierra para conseguirla sin tardanza.

Darby se levantó.

– Un trabajo magnífico, Keith. Muchas gracias.

– Siento haber tardado tanto. -Woodbury adoptó una expresión seria-. Hannah Givens… ¿Crees que aún está viva?

– Eso espero.

Darby rezó una rápida oración mientras se disponía a descolgar el teléfono de Woodbury para llamar al número de Chadzynski.

Capítulo 74

Walter pasó el resto del día trabajando en las páginas web de sus clientes. No podía dejar de pensar en Hannah, encerrada allí abajo, sola y a oscuras.

Por fin le había dirigido la palabra, pero entonces había sonado el timbre de la puerta y a él le había entrado el pánico, y ahora todo se había ido al garete. Ahora Hannah creería que era un monstruo. Necesitaba encontrar la manera de arreglar aquel descalabro y empezar de cero.

Walter bajó a la cocina a buscar la guía telefónica. La floristería más cercana estaba en la ciudad vecina, Newburyport. Llamó al número que aparecía en el listín, y el hombre que contestó le dijo que era demasiado tarde para efectuar una entrega a domicilio, pero que la tienda estaba abierta hasta las cinco. Le dio las gracias y colgó.

A Walter no le gustaba salir de casa. Gracias al prodigio de internet, no era necesario. Le llevaban a casa todos sus pedidos de ropa, medicamentos, películas, libros y hasta la comida. Las únicas veces que salía de casa era para ir a ver a María.

María sabía que se sentía muy solo. Ella le decía que fuese valiente. Walter había rezado meses y meses para tener fortaleza de espíritu. Y entonces, un buen día, María le había dicho que fuese en coche a Harvard Square. No le explicó por qué. Sólo le dijo que era una sorpresa.

Walter estaba sentado al volante y a través de los cristales tintados veía pasar a los estudiantes universitarios. Era primavera y hacía calor y mucho sol. Deseó con toda su alma poder estar él también ahí fuera, mezclarse con la multitud, pero si salía del coche, la gente le vería la cara bajo la luz inclemente. Se pararían y se lo quedarían mirando. Algunos hasta se reirían de él.

La terrible soledad que Walter había experimentado durante toda su vida le removió las entrañas, se desperezó y luego desapareció, reemplazada por el inmenso amor de María. Su Santa Madre le dijo que era hermoso y lo hizo mirar a la izquierda.

Una mujer muy sexy, con el pelo largo y rubio, cruzaba la calle en dirección a él. Llevaba tacones, falda corta y una camisa ajustada. Tenía una tez perfecta. Los hombres la miraban, volvían la cabeza para seguirla con la vista, y ella lo sabía. Era la mujer más guapa que Walter había visto en su vida.

«Ése es mi regalo para ti», le había dicho María. Imbuido del espíritu de la Santa Madre, Walter arrancó el coche y siguió a la mujer a la que llegaría a conocer como Emma Hale. María le dijo que Emma era una mujer muy especial, que, con el tiempo, llegaría a amarlo. María le indicó lo que tenía que hacer.

Lo había intentado todo para conseguir que Emma lo amase, y cuando eso no funcionó, María le dijo que volviese a Boston y le presentó a Judith Chen.

Ahora Walter tenía a Hannah y ésta se negaba a hablarle. Debía arreglar las cosas de algún modo. Cogió las llaves del coche y salió a la calle.

El hombre de aspecto fornido que estaba detrás del mostrador y la chica que preparaba los arreglos florales se lo quedaron mirando cuando apareció por la puerta, y lo siguieron con la mirada mientras se dirigía a la cámara de refrigeración y examinaba las rosas. Walter sentía sus ojos clavados como hierros candentes en su nuca.

Decidió decantarse por un ramo muy vistoso de flores de distintas variedades. Se oyó el sonido de una campanilla cuando la puerta se abrió a su espalda. Con las flores en la mano, Walter se volvió y vio a un niño de unos cinco años parado en el pasillo.

– ¿Es usted un monstruo bueno? -le preguntó.

La cara del niño se transformó en una gigantesca llama borrosa de color blanco, como una estrella que lo observara desde el espacio exterior.

Walter se metió la mano en el bolsillo y apretó con fuerza la estatuilla. Su Santa Madre derramó sobre él todo su amor.

– A mí no me dan miedo los monstruos -continuó el niño-. Todas las noches, mi padre me lee un cuento sobre los monstruos que viven dentro de mi armario. No dan miedo. Sólo tienes que ser amable con ellos.

La madre del niño se disculpó y se llevó a su hijo. El hombre del mostrador sonrió levemente al tiempo que envolvía las flores. Walter pensó en Hannah mientras esperaba, recordó su piel, tan cálida y suave, apretándose contra su cuerpo cubierto de cicatrices.

Cuando llegó a casa, Walter bajó al sótano inmediatamente. Lo primero que hizo fue conectar la electricidad de la habitación de Hannah. A continuación, depositó las flores en la bandeja deslizante que empleaba para pasarle la comida, las empujó hacia dentro y miró por la mirilla. Hannah estaba tumbada en la cama, de espaldas a la puerta.