Malcolm Fletcher cogió la estatuilla de la Virgen María que había sacado de la caja de cartón de la capilla del Sinclair y jugueteó con ella entre los dedos mientras alargaba la mano hacia el teléfono.
– ¿Ha cambiado de idea sobre lo de conocer personalmente a Walter, señor Hale?
– No.
– Asegúrese de que su teléfono móvil tiene suficiente batería -le aconsejó Fletcher, sin apartar la vista de la pantalla del ordenador-. Esta noche mismo dispondré de la dirección de Walter, mañana como muy tarde.
Capítulo 76
El director médico del Centro de Quemados Shriners, el doctor Tobias, estaba sentado frente a su mesa, abarrotada de papeles, y observaba a Darby por encima de sus lentes bifocales. No había leído la orden judicial, sino que se la había pasado directamente al asesor legal del hospital, quien se había tomado todo el tiempo del mundo para revisarla. «Joder, date prisa, por Dios…», había exclamado Darby para sus adentros. Al final, el abogado dio a Tobias su visto bueno.
Tobias, un hombre con sobrepeso y patizambo, la acompañó por los pasillos blancos y relucientes. Al otro lado de las puertas, se oía el pitido regular de las máquinas y murmullos de conversaciones. En algunas de las puertas se veían unas pequeñas ventanas. La mayoría de los pacientes tenían la cara y los brazos tapados con gruesos vendajes. Era imposible saber si se trataba de hombres o mujeres. Muchos de los pacientes que habían sufrido quemaduras eran niños.
Algunos deambulaban por los pasillos, y Darby apartó la mirada de sus extremidades y sus rostros deformados.
La farmacia del hospital contaba con un sistema informático que permitía búsquedas a partir del nombre del paciente o de un tipo concreto de medicación. Darby buscó el nombre de «Samuel Dingle», pero en la base de datos no aparecía ningún paciente llamado así.
La lista de pacientes masculinos que usaban Lycoprime ascendía a un total de ciento cuarenta y seis.
El hombre que había secuestrado a Hannah Givens sería joven, blanco y seguramente rondaría la treintena. Físicamente, tendría que parecer joven, porque una universitaria sería reacia a subirse al coche de un hombre mayor, pero se sentiría más inclinada a hacerlo si creyese que el conductor también era un universitario, posiblemente alguien que afirmase ir a la misma universidad que ella. Darby creía que el asesino era de por allí. No podía vivir demasiado lejos del Sinclair. Se dijo que debía prestar especial atención a aquellos con un historial delictivo a sus espaldas.
Para eso tendría que recurrir a Neil Joseph, que estaba sentado en su despacho, esperando que lo llamara. A Neil no le costaría nada encontrar los antecedentes penales de una persona, siempre y cuando no se tratase de un acto de delincuencia juvenil, porque esa clase de expedientes estaban vedados y no se podía acceder a ellos sin una orden judicial. Darby esperaba que no fuese ése el caso.
– ¿Podría ordenar la lista de los pacientes que usan Lycoprime en función de la edad? -le pidió a Tobias-. Me gustaría revisar los más jóvenes primero.
– No puedo imprimir una lista definitiva ordenada por edades, tendrá que examinar cada historial para averiguar esa información. Sin embargo, sí podemos imprimir una lista con todos los pacientes masculinos que usan Lycoprime.
– ¿Y de los pacientes que usan Lycoprime combinado con Derma?
– El problema es que la lista no sería del todo precisa. Dejamos de vender Derma… yo diría que hace unos cuatro años. Ya no lo recetamos nosotros.
– Si un paciente utiliza Derma, ¿constaría eso en su historia?
– En las historias antiguas, sí -confirmó Tobias-. Recomendamos Derma a todos nuestros pacientes, es un producto excelente. Les damos muestras para que vean qué color se ajusta mejor a su tono de piel, y luego pueden encargar la tonalidad concreta a través de la página web del fabricante.
«Lo que significa que no hay forma de averiguar a través de los registros de la farmacia del hospital cuáles han sido los pedidos recientes de Derma», pensó Darby.
– Ya veo que tiene mucha prisa por ponerse manos a la obra -comentó Tobias-, de modo que para ahorrar tiempo, le recomendaría a Craig… es el caballero que tiene a su izquierda, Craig Henderson, nuestro farmacéutico. Puedo decirle a Craig que envíe las historias de los pacientes que usan Lycoprime a la impresora de mi oficina. Empezarán alfabéticamente por el apellido del paciente. Puede usar el ordenador de mi oficina para acceder a la historia que le interese. No puede acceder a la base de datos de los pacientes a través del ordenador de la farmacia del hospital. Las historias médicas de los pacientes están en un sistema independiente.
La impresora láser de Tobias era desesperadamente lenta. Todas las historias de la farmacia contenían el nombre del paciente, la fecha de nacimiento, la dirección y la información relativa al seguro médico. Figuraba la historia completa de la medicación recetada al paciente.
Tardó una hora en imprimir la lista de los pacientes que usaban Lycoprime de la A a la H. Las edades oscilaban entre los cinco y los cincuenta años.
El doctor Tobias la ayudó a clasificar a los pacientes en dos columnas distintas: una para los pacientes de hasta quince años y otra para los mayores de dieciséis.
La mayor parte de las historias correspondían a pacientes jóvenes, niños o adolescentes varones que se habían quemado durante un incendio en su casa provocado por uno de sus progenitores, cuando éste se había quedado dormido con un cigarrillo encendido. Algunos se habían quemado accidentalmente con agua hirviendo en el fogón de la cocina. Un niño de diez años había decidido, por alguna funesta razón, encender unos petardos cerca de un bidón de gasolina en el garaje de sus padres. El incendio había sido tan grave que no podía respirar sin la ayuda de un pulmón artificial. Al final, el niño había muerto.
Luego estaban las otras historias, las de los padres que habían metido a sus bebés llorones o a sus niños traviesos en una bañera llena de agua hirviendo; padres que, en un arrebato de ira o de furia desencadenada por el alcohol, empujaban a su hijo a una chimenea o a una cocina de leña. Dios, allí había una historia de un padre que, para enseñarle a su hijo de once años una lección sobre los peligros del fuego, había encendido una cerilla y la había acercado a la mano de su hijo. La cerilla prendió fuego al pijama de poliéster del niño y la prenda se adhirió a su piel, provocándole quemaduras que le habían dejado cicatrices permanentes por todo el cuerpo.
Un paciente parecía prometedor: un varón blanco de veintinueve años llamado Frank Hayden. En 1996, a los diecisiete años, Hayden estaba robando la batería de un coche viejo cuando ésta estalló. El ácido de la batería le quemó la cara. En su historia médica constaban las docenas de operaciones quirúrgicas de reconstrucción a las que Hayden se había sometido durante los diez años anteriores.
Hayden también tenía antecedentes delictivos: había sido detenido en 2003 por intento de violación. Había cumplido dos años en Walpole. Tras su puesta en libertad, había vuelto a vivir con su madre en Dorchester.
Mientras Darby examinaba el historial de otro paciente, Coop la llamó. Se encontraba en la consulta del dermatólogo de Cambridge que era el tercer proveedor principal de Lycoprime.
– No hay nada sobre Sam Dingle, pero sí he encontrado a seis pacientes varones que usan Lycoprime -explicó-. El mayor tiene veintiocho años. Hace diez, el padre de ese chico había contraído una deuda inmensa y contrató unas pólizas de seguro para su familia. El muy imbécil prendió fuego a la casa; intentó que parecieran víctimas de un incendio provocado. La casa entera ardió en llamas y cuando llegaron los bomberos, sólo lograron salvar a ese chico. Sus padres y sus otros cuatro hermanos murieron. -Tras lanzar un suspiro, añadió-: Creo que necesito buscarme otra profesión.