– ¿Tiene antecedentes?
– Posesión de drogas -informó Coop-. Ese chico es un camello, y también consume. Los otros cinco pacientes están limpios. Ninguno tiene antecedentes.
– ¿Quién es el siguiente en tu lista?
– Estaba pensando en ponerme con la unidad de quemados del Mass General.
El Massachusetts General Hospital era el segundo proveedor de Lycoprime de Nueva Inglaterra.
– Adelante -dijo Darby-. Dependiendo de la hora a la que acabe aquí, me reuniré contigo en el Mass General o iremos juntos al Beth Israel.
Una hora más tarde, su teléfono volvió a sonar.
– Creo que puedes borrar a Frank Hayden de tu lista -le dijo Neil Joseph-. Acabo de hablar por teléfono con la madre del tipo. Hayden vive en Montana desde el año pasado. Trabaja de mecánico de automóviles.
– Espera un momento. -Darby rebuscó entre sus papeles y encontró el historial de la farmacia de Hayden-. Rellenó su solicitud para la receta de Lycoprime hace dos meses.
– Sí, ya lo sé. La madre dice que ella misma va al hospital, la recoge y se la manda por correo. Ahí abajo, en Montana, no puede conseguir la crema.
– ¿Y la Derma?
– La madre no la ha mencionado. He ordenado a algunos hombres que sigan investigando a Hayden sólo para asegurarnos. ¿Tienes más nombres?
– Todavía no.
El zumbido de la impresora inundaba la habitación. Eran más de las ocho y las ventanas estaban oscuras.
Darby cogió la pila de papeles recién impresos y empezó a leer. «Por favor, Dios, dame algo.»
Capítulo 77
Walter aparcó su coche en el aparcamiento trasero del motel Sleepy Time de la Ruta Uno. Nunca entraba con el coche en el recinto del hospitaclass="underline" las furgonetas de los vigilantes de seguridad patrullaban la zona día y noche. El trecho que debía recorrer andando a través del bosque que había detrás del motel era largo y arduo, sobre todo si había nevado, pero siempre hacía el trayecto a pie porque no quería que nada pusiese en peligro a su Santa Madre.
El túnel de acceso se encontraba en el lado sur del recinto del Sinclair, un antiguo conducto de agua construido a principios del siglo xx. Walter lo alcanzó al cabo de una larga subida por una empinada cuesta cubierta de nieve.
Cuando en 1983 cerraron oficialmente el hospital, el personal de seguridad a cargo de la vigilancia de la propiedad instaló una reja metálica con un candado en la abertura del túnel. Walter volvió con un par de tenazas y su propio candado, de la misma marca, modelo y tamaño. Los de seguridad no llegaron a advertir el cambio porque nunca se internaban por ese camino.
Walter se limpió la nieve de las botas. Encendió la linterna y abrió la reja.
Durante su estancia en el Sinclair, había llegado a familiarizarse muy bien con la distribución del hospital. En el ayuntamiento de Danvers guardaban una copia de los planos arquitectónicos originales en un archivo. Por sólo veinte dólares le imprimieron las distintas páginas a color donde aparecía detallada cada planta.
El problema era la cantidad de escombros y zonas en ruinas. Buena parte de los pasillos del sótano se habían derrumbado. Walter había tardado varias semanas en trazar sobre el mapa la mejor ruta para llegar a la capilla.
A medida que avanzaba por el túnel, su cabeza retrocedió en el tiempo hasta la época que había permanecido ingresado en el Sinclair, las noches que había pasado solo en su habitación, meciéndose hacia delante y hacia atrás en su cama, sudando, mientras la medicación le quemaba en las venas. Cuando miraba sus dibujos de la Santa Madre sujetándole la mano, a veces el dolor se hacía más soportable. A veces la enfermera Jenny lo llevaba a la capilla.
Fue durante su primera visita a la capilla cuando María se le apareció por primera vez.
El hijo muerto de María, el salvador, Nuestro Señor Jesucristo, estaba tendido sobre su regazo. La expresión de tristeza de la Virgen traspasó el corazón de Walter, que sintió el peso de su insoportable pérdida.
Tras arrodillarse, Walter cerró los ojos y le rezó a su madre.
«Ya sé que me he portado mal. Tú fuiste buena conmigo y sé que lo hiciste lo mejor que pudiste. Te perdono. Te quiero, mamá.»
Una nueva voz le habló:
«Tu madre está a salvo. Está aquí conmigo, en el cielo.»
Walter abrió los ojos. María, la Santa Madre de Dios, lo miraba fijamente.
«Sé cuánto quieres a tu madre, Walter. Ella desea cuidar de ti. Ven aquí.»
La Santa Madre se levantó. Jesús rodó por su regazo y cayó al suelo, y María se quedó allí de pie, con sus vaporosas túnicas blancas y azules, los brazos abiertos, lista para acogerlo, para atraerlo hacia el mundo secreto que contenía el corazón pintado de rojo que relucía en el centro de su pecho.
«No hay razón para que tengas miedo. Te quiero muchísimo. Ven aquí y deja que te abrace.»
Walter obedeció a la Santa Madre. Se levantó del banco, se acercó a María y ella lo estrechó entre sus brazos.
«Eres un muchacho muy valiente. Me siento muy orgullosa de ti.»
Rodeado por el amor de María, Walter se echó a llorar.
«Nunca estarás solo -le dijo María, y le besó la coronilla-. Siempre estaré contigo. Te quiero muchísimo.»
Walter regresaba a la capilla a visitar a María con frecuencia. Cuando estaban solos, ella se le aparecía. La insoportable soledad, el dolor, el miedo, la sensación de aislamiento y de pérdida: todo eso desaparecía cada vez que María lo estrechaba entre sus brazos.
Con el paso del tiempo, María llegó a compartir con él todos sus secretos. Mantuvieron muchas conversaciones maravillosas. Cuando el hospital cerró sus puertas, Walter encontró la manera de regresar junto a su Santa Madre.
Walter avanzó por los pasillos abandonados de paredes descascarilladas. No le gustaba la oscuridad, pero no tenía miedo. María estaba cerca; todavía no oía su voz, pero ya notaba cómo el amor de su Madre se despertaba dentro de su corazón.
Metió la linterna en el bolsillo trasero de su pantalón y trepó por la escalera oxidada atornillada a la pared. Cuando llegó a lo alto, corrió por los pasillos helados. Ya casi le afloraban las lágrimas cuando se deslizó a través de la última puerta hacia el último pasadizo.
Mientras el amor de María crecía en su interior, Walter cogió la escalera de madera y avanzó con cuidado por encima de los escombros hasta llegar a un agujero en el suelo. Deslizó la escalera a través del agujero y cuando plantó los pies en el suelo de gravilla, empujó la puerta y entró en la capilla. Encendió su linterna.
Su Santa Madre estaba al final del pasillo. Su expresión de eterna congoja se desvaneció al verlo y se transformó en una sonrisa.
«Walter… Has venido.»
Una dulce sensación de alivio le recorrió todo el cuerpo. Las piernas le temblaban y se agarró al borde de un banco para no caerse.
«Me alegro mucho de que hayas venido. Te echaba de menos.»
– Yo también te echaba de menos.
Los ojos le escocían, humedecidos por las lágrimas.
«Ven y háblame de Hannah.»
Walter avanzó tambaleándose por el pasillo. Ya no podía soportar el amor de su Santa Madre por más tiempo; era demasiado fuerte, demasiado poderoso. Se hincó de rodillas en el suelo, llorando. Cerró los ojos.
– Dios te salve, María, llena eres de gracia, estoy contigo…
María lanzó un grito. Walter pestañeó y, a través de sus lágrimas, vio una linterna enfocada directamente hacia él. Walter levantó las manos.
– Túmbate boca abajo en el suelo y pon las manos detrás de la cabeza.
La voz provenía del hombre que sostenía la linterna y avanzaba con rapidez por el pasillo, un hombre bajo y ancho que llevaba un gorro de punto. Empuñaba un arma.
Walter miró por encima del hombro de aquel tipo, a María, que, con el semblante enfurecido, se había puesto en pie.