«No dejes que se te lleven, Walter. Los médicos te inyectarán esas horribles sustancias químicas y ya no podrás oírme, y se te llevarán y ya no podrás verme…»
El hombre del arma habló a través de un walkie-talkie sujeto a su chaqueta.
– Brian, soy Paul, necesito refuerzos. -Acto seguido, se dirigió de nuevo a Walter-: Túmbate boca abajo y pon las manos detrás de la cabeza.
Walter sintió cómo el amor de su madre se le escapaba del cuerpo. El hombre del arma se lo llevaría a la habitación de un hospital y los médicos le meterían toda esa medicación por las venas y nunca volvería a ver a María, y sin su Santa Madre estaría perdido en el limbo para toda la eternidad… se moriría sin ella.
Walter apagó la linterna y la lanzó al aire al tiempo que se ponía a rodar hacia el banco.
Se oyó un disparo, el fogonazo de la boca del arma destelló como un relámpago en la capilla y Walter se puso de pie.
– ¡Brian, ven enseguida! ¡Va a escapar!
Walter conocía hasta el último rincón de la capilla como la palma de su mano. Sujeto al respaldo del banco, vio el haz de luz de la linterna del hombre recorriendo la estancia. Había otro hombre que gritaba, otra linterna cuya luz se entrecruzaba en la oscuridad con la anterior. Walter corrió hasta el centro del pasillo, en dirección a la parte posterior de la capilla, y oyó otro disparo, y esta vez el destello iluminó la puerta que daba a la sala con la escalera; Walter echó a correr hacia ella y cerró la puerta con fuerza.
Un disparo astilló la puerta. Walter trepó la escalera con las piernas temblorosas, como de goma. Llegó a lo alto y se puso de pie justo cuando otro disparo destrozaba la madera. Walter asió la escalera y tiró de ella hacia arriba. Bajo sus pies, la puerta se abrió con violencia y golpeó contra la pared. Walter arrojó la escalera al pasillo. El hombre del gorro de punto entró en la habitación, vio el agujero del techo y disparó. Luego empezó a trepar por la montaña de escombros y Walter agarró un ladrillo y lo lanzó por el agujero; el hombre profirió un alarido y Walter tiró otro ladrillo, y luego otro. Un arma volvió a emitir un disparo, pero Walter ya se había ido, corriendo a través de la oscuridad.
Capítulo 78
– Walter Smith no está aquí -señaló Darby.
El doctor Tobias miró por encima de sus lentes bifocales.
– ¿Cómo dice?
– La historia de la medicación suministrada a Walter Smith aparece en la base de datos de la farmacia del hospital, pero su nombre no figura en la base de datos de sus pacientes.
El director del hospital emitió un gruñido mientras se levantaba de la silla. Darby le dio las hojas en las que aparecía la medicación de Walter Smith.
A principios de año, un médico, el doctor Christopher Zackary, había renovado la prescripción de Walter Smith para Lycoprime. Walter Smith llevaba un año y medio usando el producto. Había usado el corrector Derma de forma regular desde principios de los ochenta. Las anotaciones médicas sobre el Derma terminaban en 1997, la fecha en que el producto ya no requería receta.
Tobias examinó las páginas y luego las dejó a un lado y se puso a teclear algo en el ordenador.
– Smith, Walter.
La búsqueda no arrojó ningún resultado.
– Eso es imposible -señaló Tobias-. Si está en la base de datos de la farmacia, la historia clínica de ese paciente debería aparecer en el sistema.
– Me gustaría ver su historia en papel.
– Seguramente el doctor Zackary se habrá ido ya a casa. Iré a ver si encuentro a alguien que me pueda abrir su despacho.
Darby se recostó en su asiento y se desperezó mientras examinaba el techo. Eran más de las diez de la noche.
¿Por qué habría desaparecido el historial de Walter Smith? ¿Se trataba de un fallo administrativo o era un problema informático? Un hospital de aquellas dimensiones debía de hacer copias de seguridad sistemáticas, semanal o incluso diariamente, de la totalidad del sistema.
Sonó su teléfono.
– Tenías razón -le anunció Bill Jordan-. Regresó a la capilla.
Darby se levantó y estuvo a punto de derribar la silla al suelo.
– ¿Lo habéis detenido?
– Todavía no. Oye, no tengo mucho tiempo, así que te haré un resumen de lo ocurrido. Quinn, uno de los hombres asignados al interior del Sinclair, dijo que alguien entró en la capilla hace una media hora. El tipo al que vio tenía toda la cara destrozada, como si se hubiera quemado, y decidió huir. Abrieron fuego y él logró llegar a una sala que hay al fondo, detrás de los bancos. Hay un agujero en el techo.
Darby conocía la sala, la había visto después de meterse en el conducto de ventilación.
– Quinn y su compañero, Brian Pierra, juran que vieron una escalera -continuó Jordan-. Y en un abrir y cerrar de ojos, parece ser que la escalera desapareció, que el tipo tiró de ella hacia arriba. Quinn disparó su arma y recibió un ladrillazo en la cabeza.
– ¿Podéis cubrir todas las salidas?
– Estamos cubriendo todas las salidas que conocemos. La policía de Danvers ha venido, y están muy cabreados. Uno de los vigilantes de seguridad de Reed oyó los disparos, le entró el pánico y llamó a la policía local. Ahora tengo que colgar.
– Salgo de camino.
– No, quiero que te quedes justo donde estás. Esto es un maldito zoo, y tengo que organizar esta pesadilla y aplacar a los de Danvers. Te llamaré en cuanto hayamos cazado a ese tipo, te lo prometo. Buen trabajo, Darby. Tenías razón.
Y acto seguido, Jordan colgó el teléfono.
Darby sintió ganas de correr hacia el coche, pisar a fondo el acelerador en la Ruta Uno… y luego ¿qué? Los hombres de Jordan tenían experiencia en las fuerzas especiales. Si iba hasta Danvers, ¿qué iba a hacer ella allí? No podía hacer nada.
Se paseó arriba y abajo por la moqueta barata, rodeada de papeles y de un calor sofocante. Quería estar allí cuando sacasen a ese individuo del hospital, quería ver la cara del hombre que había disparado a Emma Hale y Judith Chen… pero ¿y Hannah Givens? ¿Seguía la universitaria con vida o estaba su cuerpo en el fondo del río?
Darby estaba mirando por la ventana del despacho cuando regresó el doctor Tobias y le entregó tres gruesas carpetas. Luego consultó su reloj y se excusó para ir a tomarse un café.
Darby se apoyó en una mesa y leyó la historia del paciente.
Walter Smith había ingresado en Shriners a primera hora de la mañana del 5 de agosto de 1980 con quemaduras de tercer grado en el noventa por ciento de su cuerpo. Su madre, que había muerto en el incendio, había rociado su cama con gasolina y le había prendido fuego porque era «el hijo del diablo». Walter Smith tenía once años de edad.
Habían sometido a Walter a un examen psiquiátrico y lo habían diagnosticado como un esquizofrénico paranoide. Huérfano y sin acceso a un seguro médico, a Walter le fue denegado el ingreso en el hospital McClean, famoso por su tratamiento de las enfermedades mentales. El Instituto Sinclair de Salud Mental, una institución psiquiátrica de renombre y de gestión estatal, ofreció al chico tratamiento gratuito.
Darby examinó de nuevo el expediente de la farmacia del hospitaclass="underline" Walter Smith había cambiado de domicilio más de doce veces a lo largo de los veinte años anteriores. Su dirección más reciente estaba en Rowley… a dos ciudades de distancia de Danvers, donde se encontraba el Sinclair.
Llamó a Neil Joseph y le hizo un rápido resumen del expediente de Walter Smith.
– El nombre no aparece en ninguno de nuestros casos locales -dijo Neil-. ¿Tienes algún otro nombre?
– No.
Darby le explicó lo ocurrido en el Sinclair. A continuación llamó a Coop y le dio la misma información. Él seguía revisando las historias de distintos pacientes.
– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó su compañero.