El pasillo se terminó. Hale se dirigió a la izquierda y entró en una habitación fría e iluminada por los rayos de la luna.
Walter Smith, el asesino de Emma, estaba atado a una silla encima de una gigantesca lona de plástico, cuyas esquinas habían sido inmovilizadas con unas piedras. Una venda le tapaba los ojos. Mascullaba algo bajo la mordaza que tenía en la boca.
La cara del hombre era horrible, plagada de cicatrices. Parecía un monstruo.
«Es un monstruo, papá. Me secuestró, abusó de mí, me disparó en la nuca y me arrojó al río Charles. Mató a Judith Chen e iba a matar también a esa mujer, Hannah Givens. Es un monstruo.»
Encima de la lona había un martillo, un revólver y un cuchillo de caza. El arma, según había dicho Fletcher, era la misma que aquel monstruo había utilizado para matar a Emma y a la otra estudiante universitaria, Judith Chen.
Hale recogió el revólver. Parecía asombrosamente ligero en sus manos.
Llevaba semanas ensayando en su cabeza aquel momento, imaginándose distintas situaciones para ver cuál resultaba más reconfortante. Disparar a aquella cosa en la nuca era demasiado compasivo. Hale quería que viese el arma, quería ver la expresión de terror y desesperación en los ojos de la cosa y bebérsela toda hasta sentir que el dolor se mitigaba. Entonces pronunciaría el nombre de Emma y le dispararía a la cosa en la cara.
O tal vez prolongaría la agonía un poco más.
Hale avanzó por la lona. La cosa no movió la cabeza en dirección al ruido, sino que siguió murmurando bajo la mordaza. Hale le quitó la venda.
Había algo raro en la expresión de aquel engendro. Tenía los ojos abiertos como platos y no pestañeaba, sino que su mirada estaba fija en algún punto a lo lejos. Hale se volvió y miró hacia el rincón de la sala, pero allí no había nada.
La cosa no se movió, no se levantó, no alzó la vista, sino que siguió mascullando bajo la mordaza. Hale se la desató.
– Dios te salve María, llena eres de gracia, estoy contigo. Bendito soy y bendita tú eres, entre todas las madres, y bendito es el fruto de tu vientre, Walter…
Era una oración, una versión sacrílega del Ave María.
– Santa María, Madre de Dios, y Walter, rogad por los pecadores, ahora y en la hora de su muerte, amén. Dios te salve María, llena eres de gracia, estoy contigo…
Hale apretó el arma contra la cabeza del monstruo. Este ni siquiera se inmutó, no gritó ni lloró. No mostró ninguna reacción. Tenía todos los músculos del cuerpo rígidos, paralizados, pero seguía rezando.
– Mírame -le ordenó Hale.
El engendro no se movió.
Con la mano que le quedaba libre, Hale buscó bajo su sudadera y apretó con fuerza el relicario de Emma en su puño. El odio que había acumulado durante todo el año anterior le quemaba en el pecho, al igual que todo el amor que sentía por su hija. Su amor por Emma no desaparecería jamás. Su pérdida no desaparecería jamás. Su odio por aquel hombre… aquel monstruo, aquella cosa… Tenía que sufrir. Se merecía sufrir.
«Mátalo.»
El corazón de Hale latía tan deprisa que empezó a marearse.
«Esa cosa me mató, papá. Me metió una bala en la cabeza y arrojó mi cadáver al río. Tú viste la foto. Viste lo que me hizo.»
Hale se quedó mirando el arma. Tenía los guantes cubiertos de sangre.
Sobresaltado, tiró el arma al suelo y, en lugar de recogerla, echó a andar tambaleándose por el pasillo.
Malcolm Fletcher le daba la espalda; estaba mirando por una de las ventanas rotas.
– ¿Qué le pasa? -le preguntó Hale.
– Está en estado catatónico. No me mira, sólo hace que rezar y rezar.
– Walter está esperando a que su madre, María, acuda junto a él. Por cierto, me ha dicho que fue María quien escogió para él a Emma y a las demás chicas.
– ¿Por qué?
– La Santa Madre le prometió amor.
Hale volvió a mirar hacia el pasillo.
– ¿Cuándo saldrá de ese estado?
– Es imposible de determinar -contestó Fletcher-. Walter podría quedarse catatónico para siempre a menos que se le administre la medicación adecuada. Y aun así, no hay garantías.
– ¿Por qué no me lo dijo antes?
– ¿Habría importado?
Hale se miró los guantes. No había rastros de sangre.
– No puedo hacerlo.
– ¿Quiere decir que no puede matarlo usted mismo o que no quiere que muera?
– Que yo no puedo matarlo.
– ¿Necesita tiempo para pensárselo? -quiso saber Fletcher-. Tenemos toda la noche.
– No. La decisión ya está tomada.
– ¿Qué quiere que haga?
– Me contó lo que le hizo a Sam Dingle. Dijo que tenía pensado lo mismo para Walter.
– Sí.
– ¿Ha hecho todos los preparativos necesarios?
– Sí.
– Entonces, encárguese de él -le pidió Hale, y arrojó los guantes al suelo.
A las cuatro de la mañana, Darby se sentó en la cama deshecha donde habían dormido Hannah Givens, Judith Chen y Emma Hale, y consultó la hora. Bill Jordan seguía sin devolverle la llamada. Intentó ponerse en contacto con Neil Joseph, pero no obtuvo respuesta. ¿Seguiría buscando a Jordan en el laberinto de habitaciones en ruinas, donde no llegaba la señal de ningún móvil?
Un agente había encontrado un cuaderno de espiral metido bajo el cojín del asiento del sillón de cuero. Darby leyó el diario de Emma Hale mientras los investigadores de la escena del crimen procesaban la habitación en busca de posibles pruebas.
En una de las habitaciones de la planta superior había montones de barras para pesas y un banco de ejercicios. Walter Smith había pegado varias fotografías de Hannah Givens en un espejo de cuerpo entero.
En la esquina había una mesa con un ordenador y con una impresora multifunción que hacía las veces de fax y de escáner. Darby hizo una copia del diario. Colocó las hojas dobladas en el interior del bolsillo de su chaqueta y cogió las llaves del coche.
Capítulo 85
Jonathan Hale se despertó con el calor del sol en la cara. La brisa que se colaba por la ventana del hotel era fresca y agradable. Se preguntó si la primavera llegaría antes ese año.
Inspiró hondo y recordó su sueño, en el que Emma permanecía en la escalera de entrada del rancho donde él se había criado. La puerta principal estaba abierta. Oyó la voz de su esposa muerta mientras subía los peldaños del porche. Había otras voces que le susurraban en la oscuridad, voces que no reconocía. Emma estaba de pie a su lado. Cuando vio su cara, se dio cuenta de que no tenía porqué estar asustado. Ella lo tomó de la mano y el miedo se disipó. Recordó sentirse satisfecho, en paz.
La sensación seguía acompañándolo mientras rodaba sobre la cama y miraba el reloj: las siete y cuarto de la mañana. Pese a haber dormido sólo unas pocas horas, se sentía extraordinariamente descansado. Hale llamó a su chófer y, cuando salió del hotel, la limusina lo estaba esperando. Se tomó un café y, durante el trayecto de vuelta a casa, leyó los periódicos y escuchó las noticias.
El cristal de separación entre el pasajero y el conductor de la limusina estaba subido. Hale extrajo el teléfono que le había dado Malcolm Fletcher. Sólo había un número al que llamar. Hale no dijo nada, se limitó a escuchar.
Tony llevó sus maletas al interior de la casa. Era domingo. Hale consultó la hora. Si se daba prisa, llegaría a tiempo a la misa de mediodía. Condujo él solo hacia la iglesia.
Duchado, afeitado y vestido con un traje, Jonathan Hale se sentó en un banco rodeado de sus vecinos y los hijos de éstos, algunos ya mayores, otros todavía adolescentes. El padre Avery dio un sermón sobre la importancia de ayudar a los más desfavorecidos. Dios había bendecido a todos los allí presentes con la buena fortuna, dijo. Hale escuchó, con la atención fija en la cruz que colgaba de la pared, detrás del altar.