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– Me parece que no hace falta que nos demos mucha prisa -comentó Jordan-. La señal no se ha movido en los últimos quince minutos.

Al igual que Weston, la pequeña ciudad de Sherborn era otro de esos barrios residenciales para gente de alto nivel adquisitivo, con mansiones frías y fincas antiguas renovadas, separadas entre sí por varios kilómetros de árboles y espesas zonas boscosas para que los propietarios vivieran en la ilusión de que gozaban de intimidad.

Old Post Road era una calle larga y empinada, flanqueada por grandes extensiones de nieve a punto de derretirse.

Darby condujo a lo largo de tres kilómetros y vio dos casas.

El buzón del número ocho seguía intacto, pero la casa que había al final del camino de entrada había sido demolida para dar paso a unos nuevos cimientos. Había una excavadora, una hormigonera y dos volquetes en una parcela de tierra delante de un par de establos, con la madera podrida y de color gris.

De pie bajo el cálido sol de primera hora de la tarde, mientras escuchaba el ruido del motor de su coche, Darby se hizo visera con las manos para protegerse los ojos y miró a lo lejos, hacia el bosque. Jordan había dicho que la señal de GPS estaba a medio kilómetro de allí, pero ¿qué dirección había seguido Fletcher?

Walter Smith era demasiado pesado para cargar con él en brazos. ¿Lo habría llevado Fletcher en coche hasta algún punto en el bosque? Ningún coche se podía conducir campo a través, no con aquel espesor de nieve, pero una camioneta tal vez sí.

Darby echó a andar a campo abierto. En la nieve había huellas de neumáticos de una pesada pieza de maquinaria que llevaban hasta una excavadora. Le habían hecho el puente a la llave de contacto.

Con el arma en la mano, Darby siguió las huellas que se internaban en el bosque, vadeando a través de la nieve húmeda que le llegaba hasta la rodilla. Las ramas de las copas de los árboles estaban desnudas, y sintió la calidez del sol en el rostro y el pelo.

Al cabo de unos quinientos metros, encontró una porción de tierra de gran tamaño excavada hacía poco tiempo. Darby miró alrededor en el bosque y no vio más huellas de neumático. Terminaban ahí. Llamó a Bill Jordan.

– Creo que he dado con el lugar en que Fletcher enterró el cuerpo -anunció. Le habló a Jordan de las huellas de excavadora y pisoteó el suelo con su bota. La tierra no estaba compacta-. Vamos a necesitar palas.

– Nos vemos dentro de veinte minutos.

Asomando entre la tierra había dos dedos de tubería de PVC blanco. Bajo los rayos del sol, Darby vio que el tubo blanco se extendía hacia abajo, adentrándose en la tierra. Se arrodilló y extrajo su linterna.

Un ojo destrozado la miró desde el otro lado.

– Ayúdeme -gimió Walter Smith-. Casi no puedo respirar.

Darby retrocedió tambaleándose y cayó hacia atrás sobre el suelo frío.

– ¡Lo siento! -La voz aterrorizada y ronca de Walter retumbó por la tubería desde el fondo de su rudimentario ataúd-. No quiero morir aquí… ¡Por favor!

Darby intentó ponerse en pie y volvió a tambalearse. Se puso a cuatro patas, con el corazón palpitándole con fuerza mientras jadeaba para recobrar el aliento.

Malcolm Fletcher había abierto un agujero en el ataúd y encajado en él un tubo de PVC que llegaba hasta la superficie para que Walter no muriese de asfixia. Podría respirar hasta que muriese de inanición o lo devorase la locura.

– ¡Ya le dije al señor Hale que lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento!

¿Sabía Hale que Walter estaba enterrado allí? ¿Habría planeado desplazarse hasta allí a arrojarle comida por la tubería para alargar su tortura?

«Tú querías que Walter sufriera -le había dicho Fletcher-. Cuando recuerdes ese momento de antes, en el cuarto de baño, desearás haber apretado el gatillo.»

Darby se imaginó a sí misma apretando el cañón del arma contra la cabeza de Walter. Aquella voz fría y extraña que le había hablado en el cuarto de baño le hablaba ahora también: «Tapa esa tubería y deja que se asfixie».

– Por favor -gritó Walter-. Por favor, no me deje aquí. Lo siento…

Darby recordó la fotografía del cuerpo de Emma Hale tendido en la orilla del Charles, enterrado bajo la nieve, descubierto por un perro. El cadáver de Judith Chen, en la mesa de autopsias, el rostro de la mujer mordisqueado por los peces… Walter Smith había matado a aquellas dos mujeres y se disponía a matar a Hannah Givens antes de suicidarse.

– Por favor, sáqueme de aquí -imploró Walter-. Tengo mucho miedo. No quiero morir aquí solo, sin María.

«Tapa la tubería y córtale el aire. Deja que sufra.»

Walter Smith merecía sufrir. Ella quería que sufriera.

«Hazlo. Nadie se enterará.»

El viento soplaba entre los árboles y sacudía las ramas. Darby avanzó por el suelo y se asomó a la tubería.

– Aguante -dijo, al tiempo que sacaba su móvil-. La ayuda está en camino.

Agradecimientos

No habría podido escribir este libro sin la ayuda inestimable de los criminólogos Susan Flaherty y Kevin Kershark; Randy Moshos, de la Oficina Forense de la ciudad de Boston, Meigan Dingle, especialista en quemados, y Keith Woodbury, quien me ayudó a orientarme en el peligroso terreno de la química. Todas estas personas respondieron pacientemente al conjunto de mis preguntas técnicas. Todos los errores son única y exclusivamente responsabilidad mía.

Una de las ventajas de ser escritor es que uno tiene la oportunidad de hablar del oficio con algunos de los mejores. Por eso me gustará dar las gracias a los siguientes escritores: John Connolly, Gregg Hurwitz, Laura Mrs. Mooney Lippman, Mike Connelly, Joe Finder, Tess Gerritsen, George Pelecanos y Jodi Picoult.

Gracias a Pam Bernstein y a la maravillosa Maggie Griffin.

Si os ha gustado el libro, podéis darle las gracias a mi editora, Mari Evans, por el duro trabajo que ha realizado, y a mi agente, Darley Anderson, y a su maravilloso equipo: Emma White, Madeleine Buston, Camilla Bolton y Zoe King.

Lo que tenéis entre las manos es una obra de ficción, lo que significa que me lo he inventado casi todo.

Chris Mooney

Chris Mooney nació y creció en Lynn, Massachussets. Intentó seguir los pasos de sus padres, contable e ingeniero eléctrico respectivamente, pero pronto reveló una cierta ineptitud para los ordenadores y la ciencia en general, y optó por pasarse al mundo de las letras.

Pese a los descorazonadores principios, teñidos por la desconfianza de profesores y agentes literarios, Chris Mooney siguió adelante. En 2001 publicó World without end, y dos años después Remembering Sarah, por la que fue nominado a varios premios, entre ellos el prestigioso Edgar, que entrega la Mystery Writers of America.

Desaparecidas introduce al personaje de Darby McCormick, protagonista también de la novela Secuestradas.

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