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Las muestras anales y vaginales de Judith Chen habían dado resultado negativo para semen. Todo el tiempo que el cuerpo había permanecido bajo el agua había borrado cualquier vestigio biológico y de ADN… si es que había algún ADN que encontrar. Era imposible determinar con certeza si el secuestrador de Chen había mantenido relaciones sexuales con ella; con los cadáveres flotantes, las evidencias más habituales, como los desgarros y las escoriaciones, desaparecían, eliminadas por la descomposición.

La inmensa mayoría de crímenes relacionados con mujeres casi siempre incluían algún componente sexual subyacente. Si ése era el caso, y desde el punto de vista estadístico, tenía que serlo, entonces, ¿por qué cosía el asesino una figura de la Virgen María en sus bolsillos?

Tal vez aquello no tuviese nada que ver con el sexo, tal vez hubiese escogido a aquellas dos universitarias para colmar alguna necesidad psicológica. Darby cogió los expedientes y se acomodó en el sillón con su copa de bourbon, las muertas colgadas en la pared a su espalda, mirándola, observando.

Judith Chen tenía diecinueve años y era la hija menor de una familia de clase media de Camp Hill, Pensilvania. Su padre era fontanero. Decidió ir a la Universidad Suffolk porque era la que le ofrecía las mejores condiciones de ayuda financiera para costearse los estudios. Boston era una ciudad muy cara, y con su escaso presupuesto como estudiante, Judith Chen y una compañera de piso compartían la mitad de un dúplex en Natick, un trayecto de cuarenta minutos de ida y cuarenta de vuelta todos los días en tren. Había solicitado un préstamo y se pagaba los gastos con el dinero que ganaba de sus dos trabajos, el primero como camarera en un restaurante de la cadena Legal Sea Foods, en el distrito teatral de Boston, y el segundo como dependienta en la tienda Abercrombie & Fitch del centro comercial Natick Mall.

Emma Hale también tenía diecinueve años, hija única de Jonathan Hale, el principal promotor inmobiliario de Boston. Emma residía en un ático multimillonario en Back Bay, con su propia plaza de aparcamiento para su BMW descapotable. Una estrella del pop de los ochenta vivía en el ático de al lado.

Jonathan Hale era un hombre poderoso, con la agenda llena de nombres importantes ansiosos por hacerle favores. Cuando se denunció la desaparición de su única hija, la teoría que se barajó en un principio fue la de un posible secuestro. La policía de Boston actuó con celeridad y se puso en contacto con el FBI.

La inspectora Chadzynski ordenó a los miembros del laboratorio de la CSU que examinasen el ático donde vivía, lo cual resultaba ridículo, puesto que Emma Hale había sido vista por última vez saliendo del piso de una amiga, Kimberly Jackson. Darby sabía cuál era la verdadera razón que se escondía detrás de la orden de la inspectora. Dada la proliferación de series de televisión de gran éxito en las que aparecían técnicos forenses como investigadores armados que corrían arriba y abajo interrogando a sospechosos, su testimonio había adquirido mucho peso ante los jurados populares. Los abogados lo llamaban el «efecto CSI». Las imágenes televisivas de investigadores forenses reales dirigiéndose al edificio serían muy bien recibidas por el público, y harían que pareciese que todo el mundo estaba cooperando, trabajando con ahínco y aunando esfuerzos para encontrar a la estudiante de Harvard desaparecida. Era una maniobra de relaciones públicas estupenda.

Darby leyó las páginas en las que se detallaba la lista completa de pertenencias de Emma: el enorme vestidor abarrotado de vestidos, zapatos y bolsos de diseño; los cuatro joyeros que contenían collares, pendientes y pulseras adquiridas en joyerías de renombre como Cartier y Shreve, Crump & Low. En uno de los joyeros sólo había relojes.

Sobre el papel, las dos mujeres parecían llevar estilos de vida completamente diferentes. Emma era rica, mientras que Judith era de clase media-baja. Tim Bryson y su equipo del CSU habían realizado un seguimiento muy exhaustivo de los movimientos y actividades de ambas mujeres para ver si se solapaban en algún punto: un bar, una organización benéfica, un gimnasio o un club de baile. Bryson había examinado los ordenadores de cada una de ellas para averiguar si participaban en algún chat similar o si formaban parte de la misma red social, como Facebook. No hallaron ninguna conexión.

Ambas mujeres compartían la pérdida de un miembro de su familia. La madre de Emma había muerto de melanoma, el mismo cáncer de piel que había acabado con la vida de la madre de Darby. Emma tenía ocho años cuando su madre murió. La hermana mayor de Judith había muerto atropellada por un conductor borracho. Ninguna de las dos mujeres acudía a ningún psiquiatra local ni a un terapeuta del campus.

Ambas mujeres eran estudiantes de primer curso. Bryson había investigado la posible conexión comprobando si las dos habían solicitado el ingreso en la misma universidad. Emma Hale envió su solicitud a Harvard, Yale y Stanford, y la aceptaron en las tres, pero Judith Chen no había solicitado entrar en ninguno de esos centros.

Por el momento, lo único que ambas tenían en común era que habían desaparecido cuando regresaban a casa. No había testigos de ninguno de los dos secuestros. ¿Conocían a su secuestrador o acaso, por algún motivo, aceptaron que un desconocido las llevase a casa? ¿Subieron a su vehículo a la fuerza?

Habían interrogado a los miembros de la familia y amigos. Darby leyó todas las entrevistas con suma atención. Cuando terminó, volvió a leerlas, con la esperanza de encontrar algún elemento común, pero no halló ninguno.

Darby dejó los expedientes en el suelo y fue a la cocina a llenarse de nuevo la copa. Volvió al estudio y centró su atención en las mujeres cuyas fotografías colgaban en la pared.

Dirigió la mirada automáticamente a las fotografías de la escena del crimen. Había descubierto que las instantáneas de los muertos eran mucho más fáciles de abordar; todo era en blanco y negro. Las de los vivos contenían demasiadas tonalidades de gris.

Al asesino le traía sin cuidado el aspecto que tuviesen una vez muertas; lo que le había atraído de aquellas dos universitarias era algo de la forma en que vivían.

Las diferencias físicas entre ambas mujeres resultaban asombrosas.

Emma Hale era casi perfecta, parecía una modelo, con un rostro de belleza deslumbrante y un cuerpo esculpido por una dieta estricta y sesiones de ejercicio físico supervisadas por un entrenador personal en el exclusivo LA Fitness Club de la planta baja del hotel Ritz Gariton de Tremont. Se había operado la nariz un mes después de cumplir los dieciséis años, y el cirujano de Manhattan que le había hecho la rinoplastia también le había operado los pechos cuando Emma cumplió los dieciocho.

Judith Chen era delgada y apenas tenía pecho. No acudía a ningún gimnasio. Sus amigos y familiares la describían como a una chica reservada y taciturna, que se tomaba muy en serio los estudios. Se había graduado entre las primeras de su clase en el instituto. Había enviado solicitudes y había sido aceptada en algunos de los mejores centros universitarios de Massachusetts: Boston College, Boston University y Tufts. Sin embargo, esas universidades no podían ofrecerle el mismo tipo de ayuda económica que Suffolk.

Según los informes, Emma Hale era el polo opuesto: extrovertida, popular y muy sociable. No le hacía falta absolutamente nada, y su papaíto se lo pagaba absolutamente todo: el ático, la ropa y las joyas, el BMW descapotable…

Darby sintió la punzada del resentimiento social, no porque Emma Hale hubiese nacido en el seno de una familia rica, sino porque no tenía que trabajar para vivir. Darby no tenía simpatía ni paciencia con las típicas chicas guapas, siempre de fiesta, que se pasaban la vida yendo de compras y de vacaciones en Europa y en el Caribe; los veranos los pasaban en Nantucket y las noches del fin de semana bebiendo en los clubes; largos días recuperándose de la resaca en los veleros de sus amigos, con todos los gastos a cargo de su papaíto rico.