– El tráfico es horroroso. He pensado que me invitarías a comer las sobras de tu cena de ayer.
– Está bien.
Red se apartó y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. En cuanto Sam llegó al último escalón, la tomó de los hombros y la atrajo hacia sí para darle un abrazo. Ella se quedó inmóvil.
– ¿Las sobras de la cena? -murmuró Red, entre carcajadas-. ¿Alguna vez te he dado de comer sobras?
– No, porque afortunadamente eres tan buen cocinero que rara vez sobra algo.
– Entonces supongo que tienes suerte, porque acabo de preparar la comida.
– ¿En serio? -preguntó Sam, fingiendo sorpresa.
El gesto lo hizo reír, porque los dos sabían que la esperaba y que, como siempre, había hecho algo de comer.
– Ven -dijo él, llevándola a la cocina, donde algo olía deliciosamente-. Y ponme al día.
Ella le contó las novedades, aunque sin mencionar nada de su cita con Jack, tal vez por el mismo motivo por el que no se lo había contado a Lorissa: porque no sabía qué decir.
Hacía un año que Jack estaba concentrado en llamar poco la atención y en divertirse. Y no lo había hecho mal. Había salido con amigos, había dado largos paseos en bicicleta todas las mañanas y había dedicado gran parte de su tiempo a los chicos a los que ayudaba Heather. Y últimamente había estado organizando y entrenando equipos de baloncesto.
Se sentía satisfecho con ello, o tan satisfecho como podía estar, hasta el día de su cita a ciegas con Sam. Aunque no tenía sentido, no podía dejar de pensar en ella. En ella escapando de los periodistas con él; en ella convirtiendo la subasta de caridad en algo divertido; en sus besos, que lo habían excitado tanto; y en los gemidos que dejaba escapar cuando la tocaba.
Por no mencionar lo de nadar semidesnudos a la luz de la luna en la primera cita.
Aquél había sido un agradable comienzo. Jack sentía que, en comparación, su vida había sido aburrida. Tal vez estuviera preparado para pasar a la siguiente etapa de su retiro, que, aunque no sabía en qué consistía, esperaba que incluyera a Sam.
Había llamado al Wild Cherries, pero no le había contestado nadie. Después había ido hasta el local, y estaba cerrado.
Al parecer, hasta las chicas de playa se tomaban días libres. Lo cual era una pena, porque aún faltaba mucho para su próxima cita.
Lo que Jack necesitaba era distraerse, y por suerte, los lunes por la noche jugaba al póquer con los amigos. Era su oportunidad de estar con ellos y de olvidarse de que todos eran deportistas, políticos o actores famosos. Todas las semanas se divertían jugando a las cartas y burlándose de lo que había dicho la prensa.
Aquella semana, Jack era el anfitrión. Cole fue el primero en llegar. Como siempre, llevaba un traje caro y vistoso, que lucía con una naturalidad impresionante. Jack sólo se vestía así cuando era necesario. Se habían hecho amigos en la universidad y, aunque sus vidas habían tomado rumbos distintos, seguían estando muy unidos. Sobre todo porque Cole nunca lo había tratado como una celebridad y jamás hablaba de baloncesto. Dos características difíciles de encontrar en el mundo de Jack.
Cole le arrojó un montón de revistas al pecho y fue a servirse un vaso de vodka.
– Esta noche vas a sufrir, colega -dijo.
Jack miró las revistas y vio que aparecía en todas. En People, US Weekly y un par más lo mostraban con Sam a cuestas por los jardines del club de campo. En otra revista salían sentados a la mesa, ajenos a la multitud que los rodeaba, compartiendo la comida y con las cabezas lo bastante cerca para besarse. Jack se sorprendió al ver la expresión de placer que tenía.
De su gesto en la siguiente foto, donde se lo veía sacando a Sam del club, sólo podía decir que se apreciaba una férrea determinación y un puro e indiscutible deseo.
– Oh, no.
– Oh, sí -replicó Cole, dejando el vaso en la encimera y sonriendo-. Esa chica es algo especial, ¿verdad? Puedes darme las gracias cuando quieras. ¿Vas a volver a verla?
– Cállate, Cole.
Su amigo dejó lo que estaba haciendo y miró a Jack detenidamente.
– Así que las fotos dicen la verdad.
– ¿La verdad?
– Que te gusta.
– No sé lo que me pasa.
– ¿No? Pues más vale que lo sepas antes de que lleguen los otros, o te harán pedazos.
Lo hicieron pedazos de todas maneras hasta que perdió la dignidad. Tanto, que hasta estuvo a punto de perder hasta la camisa.
El martes, Jack arbitró tres partidos de baloncesto y después volvió a llamar a Sam, lo que demostraba, una vez más, hasta qué punto había perdido el norte. Mientras estaba sentado esperando a que alguien contestara al teléfono, trató de hacer una lista mental de las cosas que le molestaban de ella, su estrategia habitual para no tener una segunda cita.
Pero la lista resultó ser muy corta, por no decir inexistente.
– ¿Diga? -contestó ella, con la respiración entrecortada.
– Sam, soy Jack.
Ella se quedó en silencio.
– Jack Knight -puntualizó él, sintiéndose estúpido.
– Sé quién eres, Jack. El primer hombre con el que he salido a nadar a medianoche.
A él se le dibujó una sonrisa. Le gustaba ser el primero; le gustaba mucho.
– ¿Cómo estás?
Jack descubrió que no era sólo una forma de entablar una conversación, sino que realmente quería saber cómo estaba.
– Si quieres que te diga la verdad, estoy en plena preparación de brownies y tengo la impresión de que esta vez me van a salir bien.
– ¿Por qué? ¿Sueles tener problemas con los brownies?
Ella suspiró.
– Hago los mejores emparedados del mundo, te lo aseguro. Mis galletas también son fantásticas. Pero soy un verdadero desastre con los brownies. Sin embargo, estoy convencida de que hoy voy a poder superarlo.
– ¿Quieres un catador?
– ¿Te refieres a…?
– Por unos brownies soy capaz de ir a China. Iré al café y los probaré.
– ¡No! Quiero decir, no estoy segura de que sea una buena idea. Nunca he conseguido que me salgan bien.
– Si están malos, te prometo que no diré nada.
– Mira, yo… -balbuceó ella-. No. No, gracias. Lo siento…
A él se le desdibujó la sonrisa. Lo había malinterpretado todo.
– No, está bien. Lo entiendo.
– Es que la otra noche fue tan… tan…
– «Tan» es una buena manera de definirlo.
– Supongo que estaba esperando verte el sábado y darme cuenta de que no eras tan divertido como pensaba.
De repente. Jack se sintió increíblemente bien.
– Suerte con los brownies, Sam.
– Los brownies…
Se oyó un ruido extraño, y Jack se dio cuenta de que Sam se había apartado del teléfono. Cuando volvió, estaba molesta.
– Tengo que llamar para que me arreglen ese horno. El maldito termostato está roto, y se ha quemado todo.
– ¿Así que ahora la culpa es del horno?
– ¿Qué? ¿Quieres que diga que se me ha quemado porque me has distraído? Llevas varios días distrayéndome. Aléjate, Jack. Y mantente fuera de mi cabeza hasta el sábado. Por favor.
– Lo haré, si tú lo haces.
– ¿Tienes el mismo problema?
Ella sonaba más preocupada que divertida, y Jack pasó de sentirse complacido a sentir otras emociones que no quería examinar.
– Nos vemos el sábado -dijo, antes de cortar la comunicación.
Jack se mantuvo ocupado organizando una liga infantil de baloncesto en el centro recreativo, pero sólo aguantó dos días hasta que volvió a llamar al Wild Cherries. La habría llamado a su casa, pero no le había dado el número. Le gustaba que no se lo hubiera dado; aquello quería decir que había sido sincera con lo de su fobia al compromiso, lo cual siempre era un rasgo muy atractivo en una mujer.
Y aun así, el corazón le latía a toda velocidad ante la idea de volver a oír la voz de Sam.