– Lo decía en serio.
Sam rió. Había docenas de juegos en los que se podía perder tanto dinero como se quisiera, y más. Había puestos de artesanía, y una amplia variedad de ofertas gastronómicas. Camino de su puesto, Jack había tenido que detenerse a firmar autógrafos y, aunque lo hacía de buen grado, eludía las preguntas personales, tan reservado como siempre.
La música llenaba el aire, y Sam se descubrió sonriendo con anticipación y entusiasmo cuando vio el sitio que les había tocado. Era un enorme depósito de agua con un asiento encima, que parecía un trampolín, y encima estaba el lugar al que había que lanzar las pelotas. Cuando una diera en el blanco, el asiento se caería.
– Mira el lado positivo, Jack. Hay que tirar desde muy lejos, y el blanco es muy pequeño. Ningún niño le va a dar. Nos pasaremos el día secos.
– ¿Sí? ¿Por qué no vas y lo compruebas? De hecho, yo seré el primero en lanzar, sólo para asegurarnos.
– Oh, no -contestó ella, entre risas-. Deberías ir tú primero.
– ¿Y eso por qué?
Sam se moría por ver si estaba tan guapo mojado a plena luz del día como lo estaba a la luz de la luna.
– Para comprobar que es seguro -dijo, en un arrebato de brillantez.
Él rió con complicidad, y cuando sonó su móvil, contestó.
– ¿Ahora qué pasa, Heather? ¿No nos hemos visto hace tres minutos en la entrada? -preguntó, con fastidio-. ¿Que estás a punto de abrir y necesitas que me coloque en ese asiento? Genial, gracias. Sí, sí, yo también te quiero, pero no dormiría con los dos ojos cerrados si estuvieras conmigo.
Jack cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo y miró el enorme barreño con terror.
Sam no pudo contener la risa.
– Creía que no le tenías miedo al agua.
Él se quitó los zapatos y los pantalones, debajo de los cuales llevaba un bañador azul.
– No le tengo miedo a nada -dijo, quitándose la camiseta.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tragarse la lengua. Como había comprobado la semana anterior, el hombre no había perdido ni uno solo de sus músculos desde que había dejado de jugar. Sam había estado leyendo mucho sobre su trayectoria profesional. Había sido uno de los mejores jugadores de baloncesto del país, hasta que las múltiples lesiones en la rodilla y las operaciones subsiguientes lo habían apartado de la cancha. Jack aseguraba no tenerle miedo a nada, pero ella sabía que no era cierto, porque se lo había dicho.
– Salvo al compromiso -le recordó-. Te da miedo el compromiso afectivo.
Él le tiró la camiseta a la cara. Cuando Sam se la quitó, después de embriagarse con su delicioso perfume, Jack arqueó una ceja.
– Dijo la sartén al cazo.
Ella levantó la cabeza.
– De acuerdo -dijo Jack-. A ninguno de los dos nos gusta reconocer que tenemos miedo. Somos grandes, fuertes y con una superficie impenetrable -caminó hacia la escalera que conducía al asiento colgante-. Pero apuesto tu bonito trasero a que mi superficie impenetrable se congelará si alguien consigue dar en el blanco.
Sam contuvo la risa al ver la cara que ponía mientras se sentaba; parecía que prefería que lo torturasen a tener que estar allí.
– No te preocupes. Estoy segura de que el agua no está tan fría.
– Me aseguraré de que lo compruebes.
Jack miró a la multitud que se abalanzaba desde la puerta principal. En menos de un minuto, había una larga fila de niños ansiosos por tirar a Jack el Escandaloso al agua.
En secreto, Sam esperaba que alguno lo consiguiera. Deseaba ver aquel cuerpo perfecto mojado y reluciente.
La primera en intentarlo fue una niña de unos siete años. Sam le cambió los billetes por dos pelotas pequeñas.
– Tíralo -dijo-. Está deseando darse un chapuzón.
La niña falló el primer lanzamiento, se mordió el labio inferior y miró a Sam con los ojos llenos de determinación.
– Lo quiero hundir.
Ella la hizo cruzar la línea y la acercó un metro y medio a Jack.
– Inténtalo de nuevo.
– ¡Eh! -protestó él.
Sam lo miró y sonrió divertida.
La pequeña volvió a fallar, y a Sam le pareció oír que Jack suspiraba aliviado.
El siguiente de la fila era un adolescente que parecía tener un buen brazo. Sam le dio las dos pelotas y lo animó a derribar a Jack.
– Lo haré -prometió el chico.
La primera pelota dio en el borde del blanco, pero no con la fuerza suficiente para soltar el asiento.
– Vamos, puedes hacerlo -lo alentó Sam, evitando mirar a Jack mientras el chico se preparaba para su segundo tiro.
– ¿Sam? -la llamó Jack.
El adolescente se detuvo.
– Por cada chico al que animes a hundirme -continuó Jack-, compraré una pelota cuando tú estés aquí. Y créeme, no voy a fallar ni una sola vez.
Todos los de la cola rieron.
– Eso podría costarte mucho dinero -replicó ella-. Y además, no me gustaría que te hicieras daño en el hombro con el esfuerzo. De hecho, voy a hacer un cartel de advertencia, porque ahora que lo pienso, los jubilados no deberían jugar en esta atracción. Es muy peligroso para su salud.
Más risas.
A Jack se le dibujó una sonrisa perversa.
– No te preocupes por mi salud, cariño. Puede que esté jubilado, pero sigo estando en plena forma.
Las hormonas de Sam se descontrolaron totalmente.
El adolescente lanzó su segunda pelota y dio de lleno en el blanco.
Los niños saltaron de alegría al ver caer a Jack, y cuando volvió a la superficie, se echó el pelo hacia atrás y miró a Sam directamente. Siguió haciéndolo mientras se empujaba hacia arriba para volver al asiento. Mojado y reluciente, con el aspecto del dios pagano del pecado y mirándola con ojos brillantes, Jack sonrió con malicia.
Sam tragó saliva e hizo pasar al siguiente.
Una joven que lo miraba con tanto deseo como ella le dio los billetes, se humedeció los labios y se aseguró de estar tan cerca de la línea como pudiera.
– No me voy a mover de aquí hasta que lo tire -le dijo a Sam-. No me importa cuánto dinero me cueste.
Le costó cinco dólares. Y esta vez, cuando Jack volvió al asiento, miró a Sam y murmuró:
– Dos.
Ella parpadeó.
– Has conseguido que me tiren dos personas -le aclaró él-. No creas que he olvidado mi promesa.
– Es mi trabajo.
No obstante, Sam procuró no animar a la siguiente joven de la cola y respiró aliviada cuando falló. Pero entonces apareció la niña más adorable del mundo. No tendría más de cuatro años, y tenía el pelo negro y largo, y los ojos más oscuros que Sam había visto en toda su vida. Iba de la mano de una mujer que llevaba una acreditación de voluntaria de la fundación de Heather.
– Es una de nuestros niños -dijo la mujer-. Thelma vive en un hogar cercano al centro recreativo, y parte del dinero que ganemos se dedicará a comprarle juguetes.
Sam miró a la niña a los ojos y sintió que se le partía el corazón.
– En ese caso, cariño, invito yo.
– ¿Me das una pelota?
– Te daré todas las que necesites para tirar a Jack al agua.
Sam se sacó veinte dólares del bolsillo para sumarios a la recolección del día. Después alzó a Thelma, se la apoyó en la cadera, tomó la canasta con las pelotas y cruzó la línea de lanzamiento.
– Húndelo -dijo.
Thelma rió divertida y lanzó la primera pelota, que fue a parar a menos de un metro.
Sam se acercó más al blanco y miró a Jack a los ojos.
Él arqueó una ceja.
– ¿Tres Sam?
Ella levantó la cabeza y animó a la niña a tirar otra pelota. Thelma falló, y Sam siguió avanzando hacia el depósito de agua.
La multitud reía a carcajadas. Jack parecía inquieto y resignado a la vez.
El tercer tiro fue precioso. Thelma dio en el blanco, y Jack se dio otro chapuzón. Pero en lugar de volver al asiento salió del barreño y, sin siquiera tomar una toalla, fue directo hacia Sam, que estaba a punto de dejar a la niña en el suelo. Al verlo acercarse, sintió que no le convenía soltarla.