– Thelma, ¿qué te parece si vamos a…?
– Hola -dijo Jack, agachándose para mirar a la pequeña a los ojos-. ¿Sabes quién soy?
– Sí. Vuelas y haces canastas.
Jack soltó una carcajada, igual que los que estaban a su alrededor.
– Lo hacía antes. Y ahora voy a hacer volar a la preciosa dama que te tiene en brazos. Directa al agua, igual que yo. ¿Quieres verlo?
Thelma aplaudió encantada.
A Sam se le aceleró el corazón.
– Bueno, no creo que Thelma quiera bajar…
La niña estiró los brazos hacia Jack, que, mojado y todo, la alzó y sonrió enternecido.
– Esta es mi chica. ¿Me quieres ayudar?
Thelma asintió, y todos miraron a Sam con expectación.
– No creo haber accedido a sentarme ahí -dijo ella, mirando de reojo el agua helada-. Estoy segura de que sólo dije que iba a ayudar.
– Sí, y esto va a ser de gran ayuda -replicó Jack-. Verte en biquini y mojada me ayudará enormemente. Salvo que tengas miedo, claro. Estoy seguro de que los chicos entenderán que no quieras…
– Está bien.
Sam se bajó la cremallera del vestido, se lo quitó y se lo lanzó a Jack, que lo atrapó con una sonrisa, encantado de verla con aquel biquini blanco. Se recogió el pelo con una coleta y, antes de darse la vuelta, miró a Jack una vez más.
Al ver la pasión y el hambre con que la miraba, el corazón le dio un vuelco.
– No te preocupes -le dijo él-. El agua sólo está un poco fría.
– Gracias.
Sam fue hacia el depósito, subió las escaleras mientras todos la aplaudían y se sentó en aquel pequeño asiento mojado a esperar a que la derribaran.
Vio que Jack le acariciaba la cabeza a Thelma antes de tomar una pelota, que decía algo a la gente y que todos se reían. Puso los ojos en blanco. Ella había conseguido que lo derribaran, y él tenía que hacer lo mismo con ella. Era una cosa de hombres, una estúpida afirmación de la masculinidad. Por ello, Sam no entendía por qué sentía cosquillas en el estómago, por qué se le tensaban los muslos, por qué se le estaba calentando el cuerpo.
Era increíble, pero aquel juego tonto la estaba excitando y, mientras él la amenazaba con la pelota, decidió que necesitaba ir a un psicólogo.
Gracias a su impecable puntería, Jack la tiró en el primer intento. Sam cayó dando un chillido, haciéndolo sonreír de oreja a oreja. Cuando tocó fondo se impulsó hacia arriba y salió a la superficie. Se sacudió el agua de la cara y, sin mirarlo, volvió a sentarse.
Pero él sí la miró. Y la miró. Las piernas largas y torneadas, la piel húmeda, el pelo…
Thelma rió y dio unas palmadas.
– ¡Más!
Jack soltó una carcajada.
– Lo que tú quieras, preciosa.
Al final del día, Sam tenía una agradable sensación de agotamiento. Con el pelo mojado, se sentó en el coche de Jack y echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Estás cansada? -preguntó él, desplomándose en su asiento-. Porque yo estoy hecho polvo. Quién habría pensado que tirarte al agua me iba a cansar tanto.
– Ya te lo había advertido. El deporte es peligroso para los jubilados.
Él le lanzó una mirada cargada de intención.
– ¿Me estás pidiendo que te demuestre que aún no estoy para el geriátrico? Porque suena a eso, y, créeme, este cuerpo está en perfectas condiciones, como puedes comprobar cuando quieras.
Ella rió.
– ¿Esos comentarios te funcionan con las mujeres?
– Sí -reconoció él, algo avergonzado.
Sam sacudió lentamente la cabeza.
– Es una afirmación que deja muy mal parado a mi sexo.
Jack puso el motor en marcha, y salieron del aparcamiento.
– Creo que Heather ha conseguido recaudar un montón de dinero.
– Entretener a los niños es mucho más cansado de lo que creía.
– Lo has hecho muy bien -afirmó él, volviéndose a mirarla un momento-. Gracias por…
Sam soltó una carcajada y negó con la cabeza.
– No lo hagas.
– ¿Qué?
– No me des las gracias.
– Bueno, pero ¿por qué no?
Ella se encogió de hombros.
– Porque también has hecho un gran trabajo, y no te voy a dar las gracias. Todos deberían hacer algo así por su comunidad, y me avergüenza decir que no lo hago; no realmente. Pero me gusta cómo me siento ahora, así que voy a tratar de cambiar eso.
Él la miró, pero no dijo nada hasta llegar al Wild Cherries. Entonces apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad, se giró en el asiento para poder mirar a Sam de frente y la tomó de la mano.
– Eres una mujer increíble, Samantha O’Ryan. ¿No te lo habían dicho nunca?
Ella supo que su sonrisa era más soñadora de lo que habría querido.
– Para. No me conoces lo suficiente como para decir eso. No sabes la verdad.
– ¿Y cuál es la verdad?
– Que soy una mandona, que no tengo pelos en la lengua y que no suelo respetar las reglas. Entre otras cosas.
– ¿Y cuál es el problema?
Jack levantó una mano, le arregló el pelo y le pasó un dedo por el cuello.
– ¿Eso no te asusta?
– ¿Que seas mandona, no tengas pelos en la lengua y no respetes las reglas? -preguntó, mirándola a los ojos y riendo-. Si fueras mi asesora financiera, tal vez. En ti no me asusta.
Jack bajó la cabeza y le besó la base del cuello. Ella cerró los ojos y se dijo que el motivo por el que no le tenía miedo a él era que lo que había entre ellos no iba a ninguna parte. A ninguna parte, excepto probablemente al dormitorio, algo que ya sabían los dos.
Sam se lo repitió para asegurarse de no olvidarlo. Aquello no iba a ninguna parte. Ninguno de los dos quería comprometerse afectivamente.
No obstante, por más que se lo repetía una y otra vez, no le sonaba bien, lo cual la dejaba ante un problema mayor: la posibilidad de que aquello fuera más que una aventura de verano.
No. Era algo temporal, divertido y desinhibido, pero nada más. Y, de momento, mientras Jack le besaba el cuello y le bajaba la mano por la cadera, para ella estaba bien. De hecho, estaba muy bien.
Aun así, sospechaba que pronto iba a necesitar otra charla que le levantara la moral.
– ¿Jack?
Él le dio un mordisco y un beso en el hombro.
– ¿Quieres entrar?
– ¿A tomar otra taza de chocolate? -preguntó él, levantando la cabeza para mirarla.
– No exactamente. No sólo trabajo aquí. Vivo en el piso de arriba del café.
– ¿En serio?
– Sí. No me gusta que la gente lo sepa, porque…
– Porque podría aparecer cuando tú no quieres.
– Sí. Perdón por no habértelo dicho.
– Lo entiendo. De verdad.
Sam imaginó que lo hacía, porque compartía su criterio.
– Tengo unas lociones de hierbas arriba, preparadas por una amiga que sabe lo que hace. Podría ponerte un poco en la rodilla, para aliviarte el dolor.
Él parpadeó una vez, lento como un búho.
– Bueno, salvo que tengas otra cosa que… -añadió ella.
Sam se sintió tonta y se volvió para abrir la puerta, pero él la detuvo y la giró para que lo mirara.
– Me encantaría entrar.
Capítulo 8
Mientras caminaban hacia el Wild Cherries, podían oír el suave silbido de la brisa marina del atardecer, el sonido de las olas rompiendo contra la playa y el tráfico de la carretera.
Jack siguió a Sam por las escaleras de la parte trasera del café hasta su piso, y la miró mientras sacaba las llaves del bolso y abría la puerta. Ella se apartó a un lado para que pudiera pasar, y en el fondo de sus ojos verdes, Jack vio buen humor, inteligencia y hambre. De él.
Y se habría atrevido a atacar de no haber visto que había algo más. Cariño.
No el cariño de «me encanta tu cuerpo» ni el de «hazme gozar esta noche» sino algo mucho más profundo. Jack respiró hondo, preguntándose cómo reaccionar.