Una parte de él quería salir corriendo de allí. Otra, quedarse y hacer lo que nunca había hecho: aceptarlo, arriesgarse, alimentarlo.
Evidentemente, estaba perdiendo la cabeza. Por su propio bien, ninguna mujer había llegado a conocerlo realmente, y ninguna iba a hacerlo. Ni siquiera Sam, que vivía frente a la carretera más transitada de la ciudad, encima de un café de mala muerte, y que no parecía interesada por su fama y su dinero; una mujer que, una semana atrás, lo único que sabía de él era que se llamaba Jack.
Pero ya sabía quién era, y si algo había aprendido con los años de acoso del público, de la prensa y de todos los que estaban a su alrededor, era que había muy pocas personas no se dejaran afectar por su fama.
No. Como le había dicho durante aquel baño de medianoche, no quería una relación, por muy tentadora que fuera. Y aun que Sam era divertida, estimulante, atractiva y maravillosa, nada alteraba su decisión.
– Deja de pensar tanto, Jack -dijo ella-. No es complicado. Lo único que quiero es ayudarte a aliviar el dolor.
Otro elemento de confusión, porque él no le había dicho que le dolía la rodilla. De hecho, no habían hablado del tema, ni de su trabajo anterior. Ella había bromeado con lo de la jubilación, pero había sido todo.
Jack estaba acostumbrado a salir con mujeres que esperaban que fuera la estrella que la prensa había hecho de él. Lo cierto era que aquéllas que querían su fama querían las ventajas que conllevaba y esperaban que él se las proporcionara.
Desde el primer momento se había dado cuenta de que Sam era distinta. Ella seguía sin tener idea de lo atractivo que había sido para él que no lo hubiera reconocido, pero acababa de mencionar su rodilla, lo que significaba que tenía algo más que un conocimiento superficial de su historia.
– No vas a encajar muy bien aquí -advirtió Sam-, es un piso muy pequeño.
Acto seguido, lo tomó de la mano y lo llevó a la cocina, que aunque era pequeña como un armario, era cálida y acogedora. El suelo no estaba lustrado, pero estaba limpio. Las sillas no hacían juego con la mesa, pero quedaban bien. Las alacenas no tenían puertas, y se podía ver que su interior estaba minuciosamente ordenado.
– ¿Cuánto hace que vives aquí? -preguntó Jack.
– Desde que empecé a trabajar todo el día para Red.
– ¿Tu tío?
– Sí. Y cuando se jubiló hace unos años, me pareció lógico comprar el edificio. Desde luego, estoy hipotecada hasta las orejas y cuando esté muerta y enterrada seguiré pagando letras -confesó, entre risas-. A veces, el presupuesto me obliga a comer lo que sobra en el café, pero es el precio de tener un espacio propio.
Él había comprado una casa de varios millones de dólares en las colinas sin pensárselo dos veces. Tenía tanto dinero que rara vez miraba el precio de las cosas y nunca, nunca, comía sobras para vigilar su presupuesto. En realidad, no tenía presupuesto.
Sam miró las sillas y después la enorme figura de Jack y, con una sonrisa, sacudió la cabeza. Lo hizo pasar de la cocina al salón, que también era pequeño, cálido y acogedor. Había dos ventanas con vistas al mar, más suelos de madera y un sofá sorprendentemente largo que parecía tan cómodo que Jack estuvo a punto de suspirar.
El piso no debía de tener más de sesenta metros cuadrados, no mucho más que su vestíbulo, y aun así, Jack nunca se había sentido tan en casa como en aquel momento.
– Siéntate -dijo ella-. Ahora vuelvo.
Él se estremeció ante la promesa, pero cuando Sam regresó, no se había quitado la ropa, no llevaba un preservativo entre los dientes ni lo estaba mirando con pasión; las tres fantasías que se le habían pasado por la cabeza mientras la esperaba.
Sólo había ido a buscar un frasco verde.
– El ungüento -anunció, sentándose en la mesita, entre las piernas separadas de Jack.
Una posición erótica que lo hizo seguir fantaseando.
Ella lo miró a los ojos.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
Jack no podía decirle que lo que pasaba era que estaba muy excitado y que ella no parecía ser consciente de lo que le estaba haciendo.
– ¿Cómo sabías que me dolía la rodilla? ¿O cuál me dolía?
– Porque te has pasado todo el rato evitando apoyarte en la pierna derecha.
Sam le subió la pernera del pantalón, destapó la botella, se puso loción en las manos y las frotó, mirándole la rodilla y la cicatriz de quince centímetros que tenía junto a la rótula.
– Huele fatal -dijo Jack, frunciendo la nariz.
– Pero te sentará muy bien.
Sam le puso las manos en la rodilla, y él dejó escapar un grito ahogado.
– ¿Está frío? -preguntó ella-. Perdón.
– No, es…
Se sentía de maravilla. Aunque no sabía si era porque el ungüento lo estaba aliviando o porque las caricias de Sam eran tan placenteras que hacían que el resto de su cuerpo quisiera llorar y fingir que también estaba dolorido.
– ¿Cuándo te operaron?
– ¿La última vez? Hace casi ocho meses. Está bien. Está curada.
– Y aun así dejaste el baloncesto.
Él la miró a los ojos.
– Curada para caminar es una cosa, pero para jugar en la NBA es otra.
– Eso debió de destrozarte.
En todo el tiempo que había pasado, nadie lo había dicho de una manera tan explícita como ella, ni siquiera su familia. Lo habían evitado por cariño, pero le dolía de todas formas.
– Sí -reconoció, conmovido-. Durante un tiempo lo pasé muy mal.
– ¿Y ahora qué haces? Con el tiempo libre, quiero decir.
– Dejar que el público me tire al agua en las ferias.
– Imagino que no estás obligado a dejar el baloncesto definitivamente. No sé, podrías entrenar, ser comentarista en los partidos, arbitrar…
– Ya lo hago. Dirijo la liga del centro recreativo. No es un trabajo muy exigente, pero el cambio de ritmo está bien. Ahora veo la televisión hasta la hora que quiero sin preocuparme por los toques de queda; como lo que quiero; hago ejercicio por diversión y no por necesidad; y ya no tengo que consultar a un comité cada una de mis decisiones, desde qué zapatos usar hasta cuántas horas dormir, pasando por todo tipo de tonterías.
– Eso debe de ser una liberación.
– Sí. Como no tener que ser un ejemplo, cuando nunca pretendí serlo. Como entrar en una cancha y saber que no hay presiones, sólo diversión.
– ¿Y de verdad no lo echas de menos?
Sam tenía el corazón en los ojos. Para él.
Jack le miró las manos en su rodilla, y le puso las suyas en los muslos. Algo fácil de hacer dado que estaba sentada entre sus piernas.
– Se me ocurren cosas más interesantes que hablar de esto. Darte un masaje, por ejemplo.
Ella rió.
– No me puedo creer las frases que sueltas. ¿De verdad esperas que me seduzcan?
– ¿Estás diciendo que no quieres que te devuelva el favor? -replicó él, echándose hacia adelante para darle un mordisco en el hombro-. Mira que tengo unas manos geniales, Sam.
A ella se le escapó un gemido cuando Jack empezó a besarle el cuello.
– ¿Estás tratando de evitar que hablemos?
Él la tomó de la cintura y la levantó de la mesa para sentarla sobre su regazo.
– ¿Por qué iba a hacer algo así?
Sam soltó otro gemido cuando él le mordió el lóbulo.
– No sé.
– No tengo nada en contra de hablar -murmuró Jack, acariciándole suavemente la espalda-. Puedes hablar todo lo que quieras, mientras yo te beso entera, de pies a cabeza.
Con una carcajada, Sam se apartó un poco.
– Tu rodilla debe de estar mucho mejor.
Él estiró la pierna.
– La verdad es que sí.
Ella sonrió con ternura.
– Bien -dijo, levantándose y dándole el frasco-. Puedes llevártelo. Frótatelo un par de veces al día…