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Sam se interrumpió cuando Jack la atrajo de nuevo hacia sí y la besó. Abrumada, se quedó inmóvil unos segundos.

Al parecer, él se lo tomó como un desafío, porque la soltó enseguida, como si supiera instintivamente que era capaz de resistirse a su pasión desenfrenada, pero no a su lento y seductor deseo.

Le deslizó una mano por la nuca y con el otro brazo le rodeó las caderas, mientras jugaba tierna y delicadamente con su boca. Le besó una comisura, luego la otra, y después le lamió los labios muy despacio hasta con seguir que los separara.

Y sólo entonces entrelazó su lengua con la de Sam en una danza acompasada que la hacía mover las caderas y revelar lo que su mente no quería admitir, pero su cuerpo no tenía intención de negar.

– Aún tienes el biquini mojado -dijo Jack, acariciándole el trasero.

Ella cerró los ojos y tembló de anticipación.

– ¿Tienes frío? -preguntó él, abrazándola más.

– No.

Jack la miró a los ojos y le deslizó una mano por el estómago, rozándole el borde de los senos, tensos por la excitación.

– ¿Seguro?

Ella asintió, reconociendo en silencio que no era el frío lo que le endurecía los pezones.

A él se le dibujó una sonrisa.

– Me has invitado a tu casa sólo para ponerme loción en la rodilla, ¿verdad? -dijo-. No para una sesión de sexo salvaje y desinhibido…

– Así es -contestó Sam, riendo y tocándole la frente con la suya-. Pero he pensado mucho en el sexo salvaje y desinhibido. ¿Eso cuenta?

– Ya lo creo que sí. Supongo que esta noche me toca otra ducha fría.

El comentario mereció una sonora carcajada de Sam.

– ¿Otra?

– Me pasé media hora debajo del chorro de agua fría después del nadar contigo a la luz de la luna.

– ¿El mar no estaba lo bastante frío para ti?

– No contigo dentro.

Jack la vio sonreír y gruñó.

– Oh, no, estoy perdido -suspiró-. Te he dado mucho más poder sobre mí.

– Tengo la sensación de que nunca dejas que nadie tenga poder sobre ti.

– Reconozco que no lo hago muy a me nudo. Esa loción es muy buena. ¿Qué otras cosas mágicas tienes?

– Sólo ésa. Es mi única trampa.

Él ladeó la cabeza y la miró con detenimiento, con una sonrisa en los labios.

– Lo dudo. Eres una mujer interesante, Sam. Me gusta eso. Me gustas.

– No soy tan interesante.

– Tienes un café en el que se sirven emparedados de jamón, algas marinas, alcachofas y mozzarella, pero eres incapaz de hacer unos brownies decentes. Tienes un talento natural para tratar con los niños, pero la idea de formar una familia con un hombre te provoca urticaria.

– No eres la persona más indicada para decir eso.

– Pero estamos hablando de ti -le recordó él, tocándole una mejilla-. Te pones nerviosa cuando estás sentada sobre un barreño enorme lleno de agua, pero te encanta hacer surf en el mar -rió y sacudió la cabeza-. Eres una suma de contradicciones, pero eres la suma de contradicciones más sensual que he visto en mi vida.

– Tú no eres muy distinto.

Sam dejó de hablar al sentir la mano de Jack subiéndole por las pantorrillas. Respirar se volvió un desafío.

– ¿En serio? -murmuró él.

Los dedos de Jack le acariciaban las corvas de una manera que la hacían desear separar las piernas para invitarlo a seguir. Aunque, por pura determinación, las mantuvo juntas.

– Sí.

– ¿Cómo es eso? No sé cocinar, y no se puede decir que se me den muy bien los niños.

Aquello la hizo reír.

– Claro que se te dan bien. Los niños te adoran. Te consideran un ejemplo.

– No soy un ejemplo para nadie.

– Aun así, los niños te adoran -afirmó Sam, esforzándose para que las caricias de Jack no la distrajeran-. Sé que tuviste problemas con la prensa, que te acusaban de ser difícil y de comportarte como un divo. Estoy segura de que eso duele -lo miró a los ojos y le puso una mano en el pecho-. Pero la verdad es que eres demasiado reservado para que las cosas que dicen de ti sean ciertas.

– No he sido ningún santo, Sam.

– Mejor, porque yo tampoco lo he sido. Los santos son aburridos. En cualquier caso, lo pasado, pasado está.

– Afortunadamente, sí.

Él le deslizó la mano por la pierna y empezó a trazarle círculos con el pulgar en la cara interna del muslo. Sam sintió que le hervía la sangre y puso una mano sobre su vestido para detenerlo, porque no lo podía soportar.

– Y puedo decirte todo esto -declaró- porque, como he dicho, somos muy parecidos.

– Yo prefiero las diferencias.

Jack estiró un dedo debajo de la mano de Sam, rozándole apenas, sólo apenas, la parte inferior del biquini. Ella se estremeció, pero a pesar de lo que le rogaban sus hormonas, aún no estaba preparada para desinhibirse con él.

– ¿No tienes la impresión de que tu vida se ha vuelto muy rutinaria? -preguntó, mirándolo a los ojos-. ¿Como estancada?

Él se puso tenso.

– Puede ser.

– Yo me lo he planteado, sobre todo desde que te conocí. ¿Puede la gente dejar atrás su vida? Porque me preocupa sentir que tengo que hacerlo.

– Tal vez sólo dejamos atrás algunas cosas -dijo él, con seriedad-. Para dar lugar a otras.

– Eso es muy intuitivo para un hombre al que no le gusta pensar en el futuro.

– Creía que eso no era ningún problema para ti.

– No lo es. En realidad, es uno de los motivos por los que me resultas tan atractivo -reconoció-. Porque vives el momento, relajado y sin preocupaciones.

Jack la miró detenidamente.

– Y eso te encanta, ¿verdad?

– Sí. Sin presiones, sin preocupaciones.

– Sin presiones, sin preocupaciones -repitió él, con una sonrisa-. Entonces, ¿por qué no estamos haciendo el amor y abandonándonos al momento?

– Porque hasta las mujeres con fobia al compromiso tienen sus límites -contestó Sam, poniéndose en pie-. Y uno de mis límites es saber dónde me estoy metiendo antes de irme a la cama con alguien.

– Lo que ves es lo que hay -afirmó Jack, pero también se levantó del sofá.

Ella fue hasta la puerta y la abrió. Deseaba con todas sus fuerzas que no volviera a tocarla, porque si lo hacía, cedería más de prisa que una maleta barata.

Jack se acercó a la puerta con un suspiro. Había anochecido. Miró a Sam y sonrió.

– El tiempo pasa volando contigo.

Ella echó un vistazo y se sorprendió al ver el cielo negro.

– Aún te debo unas clases de baloncesto -dijo él-. Y a cambio, quiero pedirte un favor.

– Te recuerdo que he pagado por esas clases.

– Tranquila; esto te va a divertir. Quiero que me enseñes a hacer surf.

Ella se quedó boquiabierta y después soltó una carcajada.

– ¿Tan raro te parece? -preguntó Jack.

– No, pero, ¿por qué quieres aprender ahora a hacer surf?

– Porque tú haces surf.

Sam creyó que se iba a derretir.

– Hago surf desde que empecé a caminar, Jack.

– Entonces, enséñame.

– Estás loco.

Él sonrió.

– Pero a ti te gustan los locos.

– Sí.

– Entonces, enséñame.

– De acuerdo. Tú me enseñarás a jugar al baloncesto, y yo te enseñaré a hacer surf -extendió una mano para sellar el trato-. De hecho, seré la primera en empezar. Nos reuniremos aquí el fin de semana que viene. El sábado a las cinco y media de la mañana.

– ¿De la mañana?

– De la mañana.

Jack la miró a los ojos y sonrió mientras la atraía hacia sus brazos para darle un beso que la dejaría aturdida.

– Que sea a las seis y media -murmuró contra la boca de Sam.

– A las seis o no hay trato. La mañana es la mejor hora para hacer surf.

Él le ofreció otra de sus sonrisas sensuales y suspiró.

– De acuerdo, a las seis.

Su aceptación fue seguida de otro beso apasionado que la dejó temblando.