Jack sonrió al ver a su amigo.
– ¿No vais a…?
– No les hables -interrumpió Sam-. A ninguno de los tres. Están castigados. Toma tu tabla. Lo ideal sería que fuera unos treinta centímetros más larga que tú, pero ésta es la más grande que he podido conseguir. Te quedará un poco corta, pero es bastante ancha, está recién lavada y es suave, lo cual hace que con ella sea más fácil aprender.
– De acuerdo.
Jack cargó la tabla hasta la orilla.
– ¿Qué tal tu rodilla?
– Bastante bien.
– Sé que puedes nadar, pero si tienes algún problema, estaré allí.
Él sonrió.
– Me gusta cómo suena eso.
La forma en que la miraba era mortal para las neuronas de Sam. Encima, aquella mañana estaba muy atractivo. No se había afeitado, y la sombra de su mandíbula la hacía desear restregarse contra él como un gato.
– ¿Ves la correa? Tienes que tenerla atada al tobillo para no asesinar a nadie sin querer. No es fácil ver a tiempo las tablas perdidas.
– No perder la tabla -repitió él, asintiendo.
Ella se moría por dejar las tablas a un lado y besarlo.
– Y el agua puede parecer muy tranquila, pero hay corrientes peligrosas bajo la superficie, así que ten cuidado. Si quedas atrapado en una, nada en paralelo a la orilla hasta que consigas salir.
– Entendido. ¿Algo más?
– No hagas ninguna estupidez.
– Eso también lo he entendido.
Sam lo miró quitarse la sudadera y desnudar aquel torso magnífico. El bañador le quedaba ligeramente grande y le colgaba por la cadera.
– Vamos.
Ella tomó su tabla y, cuando empezó a entrar en el agua, recordó que aún tenía puesta la sudadera. Se la quitó y se la arrojó a Lorissa.
– Antes de empezar a remar, mira siempre a los otros surfistas para ver por dónde conviene entrar en el agua.
– Sí, profe.
Sam pensó que le estaba tomando el pelo, pero cuando lo miró a los ojos lo único que vio fue una sonrisa y una expresión de verdadera felicidad por estar con ella. A su pesar, Sam también sonrió.
– Para remar, túmbate boca abajo en la tabla, con la proa justo encima de la superficie. Usa los brazos como remos por los lados, así -se acostó en su tabla y empezó a remar-. ¿Ves?
– Ya lo creo que veo.
Él le estaba mirando el trasero.
– ¡Jack! -Lo reprendió ella, entre risas-. Hablo en serio.
– Y yo. Mira.
Jack se puso en posición y manejó su tabla con mucha facilidad.
Remaron juntos. A mitad de camino, a ella se le ocurrió pensar en lo mucho que se estaba divirtiendo y lo pronto que se acabaría todo. Tenía que pasar, porque siempre se terminaba; por lo general, por su propia decisión.
– Sam, ¿sigues conmigo? -preguntó él, tocándole un brazo-. Si no quieres hacer esto…
– No.
Ella se sentó en la tabla y se frotó la sien. Jack también se sentó, mientras ella trataba de pensar, aunque no se le ocurría nada, salvo que aquello estaba bien y que quería estar ahí. Con él.
– Quiero hacer esto -afirmó-. Pero también quiero hacer esto.
Acto seguido, se acercó a él y lo besó.
Él reaccionó inmediatamente: la tomó de la cara y gimió complacido.
– Bueno -dijo, sonriendo después de besarla-, es una buena forma de empezar el día.
Sam no podía estar más de acuerdo con él, pero habían ido a hacer surf. Le mostró cómo estudiar las olas antes de decidir hasta dónde remar, cómo esquivar a otro surfista o a un nadador, y cómo ponerse en posición de cara a la playa.
– Cuando se esté acercando una buena ola y no haya otros surfistas, empieza a remar. Cuando te alcance, te levantará y te empujará hacia delante, así que muévete si es la ola que quieres. Sujétate de las asas y salta para ponerte en pie en el centro de la tabla, con las piernas separadas unos sesenta centímetros -le mostró cómo hacerlo-. Asegúrate de que la proa esté por encima del agua; no demasiado, porque la ola te tiraría, pero lo suficiente para que no se hunda. ¿Entendido?
– Eh…
– Así, mira.
Sam se volvió a recostar, esperó a que llegara una ola y le enseñó cómo remontarla. Después volvió remando adonde estaba Jack.
– ¿Preparado para intentarlo?
– ¿Me resultará tan fácil como a ti?
– No.
Él rió.
– En ese caso, estoy tan preparado como puedo llegar a estarlo.
– De acuerdo. Cuando te dé la orden, rema -esperó hasta el segundo exacto-. ¡Ahora! ¡Rema!
Animosamente, Jack fue por la ola y plantó su cuerpo atlético sobre la tabla. Movió las manos en el aire para buscar el equilibrio que parecía no poder encontrar y cayó de cabeza en la ola.
Sam hizo una mueca de dolor, pero él volvió a la superficie en perfecto estado. Cuando regresó con ella, le ofreció una sonrisa modesta.
– Es más difícil de lo que parece.
– ¿Quieres que lo dejemos? -preguntó ella.
– No.
Sam volvió a decirle cuándo remar, y él sacó de nuevo aquellos apetecibles músculos para ponerse en posición en la tabla y extendió los brazos para encontrar el punto de equilibrio, aunque tardó tanto en conseguirlo que la segunda cresta lo derribó.
Después de salir a la superficie, se echó el pelo hacia atrás y rió.
– Sí. Desde luego, es más difícil de lo que parece.
Sam lo tomó de la mano y lo atrajo hacia sí. Cuando lo tuvo cerca, cedió a la tentación de tocarle el pecho y los hombros mojados.
– ¿Qué haces? -preguntó él, con la voz algo ronca.
– Me aseguro de que estás bien.
A él se le encendió la mirada.
– Si digo que no, ¿me seguirás tocando?
Ella soltó una carcajada y lo soltó, pero Jack le atrapó una mano y volvió a llevarla hacia sí.
– Tengo una idea -murmuró-. Monta una ola y después deja que te toque para comprobar que estás bien.
Jack le recorrió el cuerpo con la mirada y, sin previo aviso, la sacó de la tabla, se la sentó en el regazo y la besó.
Sabía tan bien y era tan grande y cálido, que se acurrucó contra él y disfrutó de sus caricias. Pero cuando Jack le puso una mano en el trasero y comenzó a acariciarla cerca de los senos, soltó una carcajada y dijo:
– ¡Para!
– ¿Estás segura?
Era obvio que no estaba segura en absoluto. Temblaba de deseo por él; Jack podía verlo, podía sentirlo.
Sam oyó los gritos de los otros surfistas desde la orilla y supo que se burlarían de ellos.
– Jack…
Él sonrió antes de apartarla de su regazo.
– Deja de distraerme. Aquí viene una buena.
Y se marchó, dejándole el cuerpo ardiendo por su contacto. Jack necesitó dos horas más para conseguirlo, y ella tuvo que ayudarlo. No se rindió en ningún momento, ni siquiera cuando Red y dos de sus compinches se unieron a ellos y les ofrecieron ayuda entre bromas e insinuaciones. Pero finalmente logró remontar una ola sin caerse de la tabla ni acabar con la cara en la arena. Agotado, se desplomó en la playa.
Sam dejó a Red y a los otros en el agua, fue con él y le dio una palmada en el trasero.
– No ha estado mal.
La respuesta de Jack fue poco más que un gruñido.
– Entonces… nos vemos el fin de semana que viene.
Él abrió un ojo.
– ¿Qué?
– Para la clase de baloncesto, ¿recuerdas?
– ¿Por qué tenemos que esperar una semana?
– Porque hemos empezado a practicar los fines de semana, y he pensado que para qué estropear un buen plan.
– Necesito un motivo mejor.
La verdadera razón era que ella necesitaba que pasaran siete días entre cada uno de sus encuentros, porque eran demasiado fuertes.
– Porque ahora mismo no estás en condiciones de enseñarme nada -contestó, en un arranque de lucidez.
– Ah, sí. Cierto.
– De verdad, no lo has hecho tan mal.
– Supongo que si aún te oigo, significa que estoy vivo.