Jack casi no podía mover los músculos. Sam lo recorrió con la mirada, angustiada por lo mucho que deseaba tumbarse encima de él. Normalmente tenía mucho más control sobre su deseo.
– ¿Qué tal la rodilla?
– Sí digo que fatal, ¿me llevarás a tu casa y me harás sentir mejor?
Lorissa, que se había acercado con Cole, movió la cabeza con disgusto.
– Y yo que tenía tantas esperanzas puestas en ti…
– Un desastre, ¿eh?
– Ni que lo digas.
– Sí, puede que tengas razón -reconoció Jack, poniéndose en pie y tomando a Sam de la mano ¿Y qué te parece esto? Te invito a desayunar.
– Mucho mejor -dijo Cole. Rió al ver la mirada desconfiada de Lorissa.
– Pero es la hora de la comida -puntualizó Sam.
– De acuerdo. ¿Puedo invitarte a comer? -preguntó.
– Tengo que trabajar.
– Yo te cubro -ofreció Lorissa.
Pero Sam negó con la cabeza.
– Prefiero trabajar.
– Está bien -dijo Jack, parpadeando con inocencia-. En ese caso, ¿puedes ponerme un poco de loción en la rodilla antes de que me vaya?
Sam no se lo podía negar, y él lo sabía. Antes de que pudiera pensárselo mejor, Jack la siguió a su piso y al pequeño cuarto de baño, donde guardaba el ungüento.
Cuando Sam se dio la vuelta para darle el frasco, él la tomó de las caderas y la apoyó contra el tocador.
– Jack…
– Sam -murmuró él, rozándole las mejillas con la boca-, no puedo dejar de pensar en ti, en tu sabor. Déjame probarte otra vez.
Jack sólo llevaba puesto el bañador; tenía el pecho desnudo y mojado; sus hombros parecían increíblemente anchos, e inclinaba la cabeza mientras le mordisqueaba las comisuras de los labios. La estaba acariciando con delicadeza, con la misma concentración absoluta que había dedicado a intentar aprender surf.
Ella le pasó las manos por la espalda, cubierta de arena, y le dio lo que quería: otro beso. Con un gemido gutural, él le devoró la boca y dejó la loción en el lavabo para poder sujetarle el trasero con las dos manos, mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas y lo abrazaba por el cuello.
– Mmm… -gimió Jack al atraerla contra su erección.
El deseo de entregarse y de dejar que le hiciera el amor en ese preciso momento era tan fuerte, que Sam estuvo a punto de quitarse el biquini y ponerse de rodillas. Sin embargo, se apartó.
– Tengo cosas que hacer -dijo.
Necesitaba poner tiempo y distancia entre ellos para poder volver a respirar con normalidad. Iría a preparar emparedados en el café para despejar su mente y tal vez se tomaría un trozo de tarta de chocolate. Estiró la mano hacia atrás, tomó el frasco de loción y se lo dio.
– Nos vemos el sábado.
– Cobarde -bromeó él.
Aun así, Jack la soltó y la siguió hasta la puerta, por lo que Sam supo que era tan cobarde como ella.
Durante la semana siguiente, Sam se mantuvo ocupada. Tenía el café, que afortunadamente estaba a pleno rendimiento con la actividad del final del verano. También tenía a sus amigos, el surf y otro montón de cosas en su vida, además de su obsesión por hacer brownies comestibles.
Pero estar en el agua sólo le recordaba al hombre con el que soñaba todas las noches. Y no la ayudaba que Lorissa se divirtiera preguntando por él, ni que Jack la llamara todas las tardes para pasarse horas hablando por teléfono.
Para cuando llegó el sábado y se estaba vistiendo para reunirse con él, apenas podía mantenerse en pie. Se iba a acostar con él, aunque no precisamente para dormir. Bien al contrario, se metería en la cama con él para moverse mucho; una clase de ejercicio que le fascinaba.
Y después, terminaría con él y podría seguir con su vida. Así había sido siempre, y así sería aquella vez. Lo besaría con ternura y se iría. Y nunca lo volvería a ver.
Desde luego, sería algo mutuo. Sam no tenía grandes ilusiones sobre sí misma. No se consideraba gran cosa; de hecho, sabía que podía ser bastante difícil, que era una solitaria natural y que no estaba hecha para las relaciones.
Con todo aquello en la cabeza, condujo hasta la casa de Jack. Ella había propuesto que se reunieran en un colegio o en un gimnasio, pero él se había reído y había dicho que quería intimidad.
Intimidad. A ella le sonaba bien.
No le sorprendió que viviera en la zona más elegante de Malibú, y cuando llegó a la entrada se quedó mirando la casa de playa más grande que había visto en su vida. No tenía idea de por qué no se le había ocurrido que Jack Knight sería millonario. Probablemente tenía más dinero del que ella podía soñar y más formas de gastarlo de las que podía contar. Con cierta incomodidad, llamó al portero electrónico y esperó.
– Hola -dijo él, por el altavoz-. Estás muy apetecible.
Ella miró lo que había tomado por un espejo y se dio cuenta de que era una cámara. Rió, porque, a falta de ropa apropiada para jugar al baloncesto, se había puesto unos pantalones cortos de neopreno y dos camisetas de tirantes, una encima de la otra, además de una sudadera para protegerse del frío de las primeras horas de la mañana. No se podía decir que estuviera exactamente elegante. Había encontrado unos calcetines en el último momento, y los había metido en las zapatillas que tenía colgadas del cuello.
– ¿Necesito una clave para entrar o qué?
– No, sólo una sonrisa.
Oírlo la hizo sonreír.
La puerta se abrió para dejarla entrar. Sam condujo hasta la casa, detrás de la cual estaba su adorado océano. Aparcó justo frente a las escaleras y echó un vistazo. La finca, hectáreas y hectáreas de césped y jardines naturales, la dejó sin habla.
No podía imaginar cómo sería tener tanto terreno, con una playa privada, libre de bañistas y de suciedad. Era el paraíso en la tierra.
– Esto es demasiado para mí -murmuró mientras apagaba el motor, preguntándose si Jack tendría criados y cocineros.
Se recordó que había ido porque tenían una conexión sexual. Una atracción que le calentaba la sangre y que le imploraba que pasara a la acción.
Que pasara a la acción con él. Además, había gastado mucho dinero en aquellas clases de baloncesto, y la tacaña que había en ella no lo iba a desperdiciar. Pero por mucho que su mente insistiera en que era una mala idea, su cuerpo esperaba que aprender a jugar al baloncesto significara tener las manos de Jack encima todo el tiempo.
Capítulo 10
Jack bajó corriendo para recibirla.
– Oh, oh -dijo, tomándole la mano para hacerla salir del coche-. Tienes una cara…
– ¿Qué cara?
– Como si estuvieras pensando en escapar. Pero ya es tarde. Ya te tengo.
Sin soltarle la mano, Jack le quitó las zapatillas del cuello, se las puso debajo del brazo y empezaron a subir las escaleras.
– Este lugar es enorme.
– Sí; me gusta tener mucho espacio.
– Tiene el tamaño de un pueblo pequeño.
– Casi -convino él, poniéndole una mano en la espalda, porque se moría por tocarla-. ¿Lista para un poco de trabajo duro?
– ¿Trabajo? ¿Eso es el baloncesto para ti?
– Lo era. Hoy serás tú la que trabaje y yo el que se divierta.
Ella miró el vestíbulo, que se elevaba hasta la segunda planta y tenía unos enormes ventanales que lo hacían muy luminoso.
– ¿Qué haces aquí? ¿Jugar al baloncesto?
– No, rompería los cristales y mi decorador me mataría.
Sam se quedó mirándolo, y él soltó una carcajada.
– Estoy bromeando. Bueno, casi. Heather me decoró la casa, y ahora que lo pienso, probablemente me mataría si rompiera algo. Así que hazme un favor y no toques nada.
Aquello la hizo sonreír, y a él también.
– Mucho mejor -murmuró Jack, atrayéndola a su abrazo-. No puedes jugar al baloncesto si no sonríes. Esa es la primera regla.
– ¿Y cuál es la segunda?
– Si te dijera que te tienes que quitar la ropa, ¿me creerías?