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Se movió a derecha e izquierda, tratando de abrirse camino. El estuvo a punto de quitarle el balón dos veces. Sin duda, era un profesional, pero ella tenía algo que a él le faltaba y estaba dispuesta a aprovecharlo. Aunque se suponía que la feminista que había en ella jamás habría considerado la posibilidad de usar los senos para ganar un partido de baloncesto, Sam quería vencer a cualquier precio.

Dio un paso atrás, sonrió de manera insinuante, se agachó y se bajó los tirantes del lado izquierdo. Cuando Jack fue por ella, se enderezó. Como no llevaba sujetador, lo único que le sostenía los senos eran los tirantes del brazo derecho.

Jack no se perdió el espectáculo. De hecho, estuvo a punto de tropezar. Ella aprovechó la ventaja, lanzó el balón y anotó otro tanto.

– Falta.

– Más quisieras -replicó ella, arrojándole la pelota al pecho-. Dos a uno. Sacas tú.

Él se quedó mirándola con los ojos tan encendidos de pasión que la hacían desear arrojarse sobre él. Había empezado a sudar y parecía una tentadora y pecaminosa amenaza.

– De modo que así es como quieres jugar -dijo.

Sam se limitó a arquear una ceja.

– De acuerdo. Pero deberías saber que podría mirarte todo el día, y lo haré, y aun así perderías.

Con aquella declaración, Jack la adelantó fácilmente, trotó por la cancha con absoluta confianza e hizo su tiro.

– Dos a dos.

Ella sonrió.

– No cantes victoria.

– ¿No?

– Oh, no.

Los senos se le movían con cada movimiento. Sin dejar de sonreír y botar el balón, Sam se detuvo y lo miró con detenimiento. Estaba segura de que se estaba debatiendo entre jugar el partido y abalanzarse sobre ella. Quería ganar, desesperadamente, pero también quería arrojar la pelota a un lado y atraparla a ella. Aquel conflicto de intereses la divertía y alimentaba su propio deseo.

Cuando Jack notó el brillo en sus ojos, gruñó:

– Me estás matando.

– Eso pretendo.

Sam lo esquivó, lanzó el balón y falló. Oyó que Jack corría detrás de ella y volvió a atrapar la pelota, poniéndola a salvo. Esperaba que se la quitara, pero en cambio él la tomó de la cintura y la levantó para acercarla a la canasta. Esta vez, acertó.

– ¡Personal! -gritó ella, riendo.

Sin embargo, la risa desapareció una vez más cuando Sam vio la mirada intensa, seria y casi aterrada en los ojos de Jack. Le puso una mano en el pecho y sintió cómo le latía el corazón.

– ¿Qué hay, Jack? ¿Qué pasa?

– No lo sé. Creo que eres tú.

Ella dejó que le acercara la boca y se entregó al beso durante un largo y ardiente momento. Luego se apartó y se lamió los labios.

– Tres a dos. Me toca.

Sam tomó el balón y, aprovechando la energía del beso que acababan de compartir, atravesó la cancha y lanzó antes de que Jack pudiera parpadear.

– Cuatro a dos -dijo, con una sonrisa-. Uno más y te gano.

No obstante, había despertado al monstruo, tanto con sus provocaciones como con el beso, y durante los siguientes minutos él jugó como la antigua estrella de la NBA que era, elevando su marcador hasta ponerse nueve a cuatro.

Era muy bueno, pero Sam tenía planes para Jack, que incluían ganar el partido para poder reclamar su premio: él. Toda la noche.

– Me muero de calor.

Con aquel comentario, Sam se quitó una camiseta. Mientras él la miraba boquiabierto, lanzó a canasta. Y falló.

Jack apareció por detrás y se aseguró de pegarse a su espalda para torturarla mientras le quitaba la pelota. Con un alarido, ella se separó y lo rodeó corriendo, olvidándose de botar el balón.

– Pasos -gritó él.

Pero Sam no se detuvo hasta lanzar, aunque sólo para volver a errar.

– Eso es lo que consigues por hacer trampas.

Ella hizo un nuevo intento y encestó. Con un grito, empezó a dar vueltas y a bailar para celebrar su victoria.

– He ganado.

– Eres una tramposa…

Sam bailó hacia atrás, alejándose de él, y recogió su camiseta.

– Te espero esta noche, Jack.

– Ni siquiera has tratado de… -empezó a decir él, hasta que cayó en la cuenta de lo que había dicho Sam-. ¿Qué?

– He dicho que te espero esta noche. He ganado, no de la manera más justa ni más limpia, pero no me importa. Esta noche no haré trampas.

– ¿Esta noche?

– Sí -contestó ella, sonriendo orgullosa de su atrevimiento-. Quiero mi premio. Y mi premio eres tú, Jack.

– ¿Yo?

Sam soltó una carcajada al verlo tan aturdido. Obviamente, no esperaba perder.

– Así es. Tú. Esta noche, nuestra primera noche. Haremos que cuente, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

Por si también era su última noche juntos. Pero en vez de contestar, Sam sonrió, lo saludó y salió de allí.

Atónito, Jack sólo pudo mirarla partir. Nunca lo habían dejado así. Nadie. De hecho, era la primera mujer que no quería absolutamente nada de éclass="underline" ni una promesa ni un diamante; nada.

Nada, excepto su cuerpo, y tal vez sólo por aquella noche.

Y lo más increíble era que para él no era suficiente.

Jack se pasó toda la tarde inquieto. No podía negar que estaba nervioso, porque sentía la presión de conseguir que aquella noche fuera tan memorable que ella no pudiera resistirse a repetir. Y volver a repetir. Porque sabía que él no podría alejarse de ella. Se había alejado de docenas de mujeres y jamás había vuelto a pensar en ellas.

Sin embargo, aquel día no dejaba de pensar en Sam y en los futuros posibles. Estaba decidido a hacerla cambiar de opinión, a conseguir que lo deseara tanto como él a ella. No sabía cómo; sólo sabía que tenía que encontrar la manera.

De convencerla para que siguieran juntos o de ser capaz de despedirse de ella.

Probablemente, los que lo conocían se quedarían impresionados, pero lo cierto era que por primera vez en su vida adulta se sentía ligado a una mujer. A la mujer más maravillosa que conocía.

Al anochecer fue a casa de Sam, con una botella de vino y un estúpido cosquilleo en el corazón. Cuando aparcó, el café estaba cerrado y con todas las luces apagadas. Se alegró de ver que Sam había cerrado.

Abrió la puerta del coche y sintió un extraño olor, en el mismo momento en que vio salir una columna de humo del escaparate.

Se acercó, olfateando, y pensó que si Sam había cerrado el café, no debería de haber nada encendido. Entonces vio un destello naranja y una llama y, con un nudo en el estómago, empezó a correr.

Capítulo 11

Sam frunció la nariz ante el inconfundible olor a brownies quemados. No podía ser; apenas habían pasado diez minutos desde que los había metido en el horno. Volvió a oler, y esta vez no le quedaron dudas.

– ¡Diablos!

Había planeado la noche hasta el último detalle. Primero prepararía unos brownies deliciosos, luego se arreglaría para estar irresistible y por último, lo principal, recibiría a aquel monumento de hombre. Lo seduciría, y ya vería qué pasaba después.

Era un plan perfecto.

Hasta aquel momento. No había usado el horno de arriba porque, además de tener roto el temporizador, no cocinaba de manera uniforme. El olor a quemado le había llegado cuando acababa de salir de la ducha y se estaba poniendo su conjunto de ropa interior favorito. Con un gruñido, tomó su viejo albornoz y empezó a bajar las escaleras.

Pero cuando llegó a la cocina del café se paró en seco, dejó caer el albornoz y miró el horno horrorizada.

No había quemado los brownies; sino el horno. Las llamas salían por debajo, envolviendo la cocina y alcanzando los armarios de los lados.

– Maldición, maldición.

Sam fue a la encimera, tomó el teléfono, marcó el número de los bomberos y se giró para buscar el extintor que guardaba en un armario. No se podía creer el calor que hacía, y al mirar atrás estuvo a punto de gritarle al telefonista que la atendió, porque el fuego estaba allí, justo delante de ella.