Sonó otro golpe a la puerta.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
– Tiene prisa -concluyó Lorissa, en voz baja.
– Más le vale ser atractivo -declaró Sam, antes de abrir la puerta.
Y de toparse cara a cara con el hombre con el que saldría aquella noche. O, mejor dicho, con el amplio pecho del hombre con el que saldría.
– Creo que ese aspecto lo tiene cubierto -le susurró Lorissa al oído.
Mientras levantaba la cabeza para mirarlo a la cara, Sam pensó que era una suerte que fuera bastante alta, porque él debía de medir casi dos metros.
– Bueno -dijo él, con evidente alivio mientras le recorría el cuerpo con la mirada-. Estás lista.
El hombre le tendió el brazo, pero ella no lo tomó.
– No salgo con desconocidos -declaró. Él pareció sorprendido, como si lo impresionara que no supiera quién era.
– Jack Knight.
Sam tenía que reconocer que no era un mal nombre. De hecho, le sonaba vagamente.
– Sam O’Ryan.
– Sí, lo sé. Encantado de conocerte.
Jack llevaba un esmoquin negro y, para alivio de Sam, no era feo ni gordo. En realidad, Lorissa lo había definido bien. Era atractivo. Era moreno y de ojos oscuros; tenía una boca grande y sensual que, aunque en aquel momento no sonreía, parecía tener posibilidades; y una mandíbula pronunciada, con la barba ligeramente crecida. Todo encima de un cuerpo largo, delgado y fuerte. Sam no podía negar que el conjunto resultaba muy agradable.
No era que se dejara llevar por las apariencias, pero de camino al baño había visto el Escalade negro aparcado en la puerta. No cabía duda de que era rico, y, como le había dicho a Lorissa, los ricos no solían dar mucho de sí, por lo que no tenía grandes esperanzas.
Sin embargo, se había comprometido a salir con él aquella noche. Miró de reojo a Lorissa por última vez, puso la mano en el brazo de Jack y dejó que la escoltara fuera del café.
– Tal vez deberíamos haber quedado en un lugar más seguro que éste -dijo Jack, mientras salían del local.
El aire exterior no estaba más fresco que el del cuarto de baño, pero Sam no dijo nada al respecto, porque la había descolocado con el comentario sobre la seguridad. Se volvió a mirar el cartel del Wild Cherries, que ella misma había pintado cinco años atrás, cuando le había comprado el local a Red.
– Es perfectamente seguro -contestó.
– Ahora, puede ser, pero no quiero dejarte en un cuchitril apartado de todo cuando esté oscuro. Fuera no hay luces.
– Mira -le advirtió ella-. Este cuchitril es mío, y resulta que le tengo mucho aprecio, tenga luces o no.
Como no abría de noche, Sam jamás había sentido la necesidad de poner iluminación exterior.
Él la miró mientras abría el seguro del coche con el mando a distancia, pero ella le esquivó la mirada hasta que abrió la puerta y se volvió, bloqueándole el paso con sus largos brazos y sus anchos hombros.
Sin amedrentarse, Sam levantó la cabeza y arqueó una ceja, hasta que se dio cuenta de que no estaba tratando de intimidarla. No con aquellos ojos llenos de arrepentimiento.
– No quería decir…
– Olvídalo.
Sam no estaba dispuesta a bajar la guardia sólo por una mirada tierna; y menos cuando, por lo que sabía, aquel hombre podía estar lleno de artimañas encantadoras.
– No, en serio -insistió él, mirándola a los ojos-. Es obvio que te he dado una pésima primera impresión.
Ella no pudo evitar sonreír.
– ¿Y eso te importa?
– En realidad, no había planeado que me importara. Pero…
– ¿Pero?
Él le examinó las facciones detenidamente.
– He descubierto que sí me importa -reconoció, con una sonrisa sincera que le hizo sentir cosquillas en el estómago-. Quiero disfrutar de esta velada contigo.
– ¿Por qué? ¿Por qué soy relativamente atractiva?
– Yo diría que eres muy atractiva. Pero no; no quiero disfrutar de esta velada sólo porque hayas resultado ser una grata sorpresa, sino porque podríamos pasarlo muy bien.
– ¿Estás seguro de que dos personas que no querían hacer esto podrían disfrutarlo?
Jack agrandó la sonrisa, y a Sam se le aceleró el corazón.
– Sí, algo así.
– Deja de hacer eso -dijo ella, señalándole la boca.
– Que deje de hacer, ¿qué?
– Sonreír.
– ¿Por qué? ¿Tengo algo en los dientes?
Él no sólo sabía que no tenía nada, sino que era absolutamente consciente de lo guapo que era.
– Voy a ser sincera contigo -anunció Sam.
– Adelante.
– Tengo una larga y horrible historia con las citas a ciegas, y pensaba incluirte en el apartado de las peores, pero no puedo hacerlo cuando sonríes.
La sonrisa de Jack se hizo aún mayor.
– ¿En serio? A mí me pasa lo mismo -afirmó-. Tengo una idea. ¿Por qué no empezamos de nuevo? -Extendió la mano-. Hola, me llamo Jack Knight.
– No me comprometo a empezar de nuevo. Aún podrías convertirte en una cita a ciegas desastrosa.
– Sí -dijo él, frotándose la barbilla-. Puede que tengas razón.
Ella entró en el Escalade.
– Suelo tenerla.
Jack soltó una carcajada que la hizo estremecer.
– Algo me dice que esto va a ser mucho más interesante de lo que había imaginado.
– ¿Eso es bueno o es malo?
Él rodeó el coche, se puso al volante y la miró mientras encendía el motor.
– Aún no lo tengo claro.
– En ese caso, también lo dejaremos en el aire.
Acto seguido, Sam se puso el cinturón de seguridad y se preparó para la noche que le esperaba, pero con una leve sonrisa de anticipación en la cara.
Capítulo 2
En otros tiempos, los periodistas lo llamaban «Jack el Escandaloso».
No había pedido semejante apodo; había sido juzgado y condenado por la prensa amarilla, sin derecho a defenderse.
Aquella noche se había puesto el esmoquin con un único objetivo: pasar la noche con la menor cantidad de complicaciones y tan deprisa como fuera posible. Sin escándalos. Sin sorpresas. Sin nada. Sólo llegar, donar más dinero a la fundación con la que su querida hermana ayudaba a los niños pobres y marcharse alegremente.
Tenía que ser fácil, sobre todo teniendo en cuenta que el año anterior se había convertido en el maestro de la velocidad y la sencillez, al menos en lo relativo a las apariciones públicas. El truco era estar visible, pero no accesible. Simpático y profesional, pero no particularmente amable. Aunque era una habilidad que había adquirido a base de esfuerzo, era una regla que imaginaba que, de una forma u otra, todos los famosos acababan por aprender.
Lo único que tenía que hacer era llegar al club de campo con una acompañante para que, por lo menos durante una noche, su hermana dejara de molestarlo. Tal vez hasta se produciría un milagro y la prensa dejaría de perseguirlo, aunque Jack tenía serias dudas al respecto.
Aunque nunca había estado fuera del candelero, había conseguido que se olvidaran de lo de «Jack el Escandaloso». Había llegado a pensar que, al haberse retirado de la vida pública, la gente habría dejado de interesarse por él, pero la semana anterior había ido a un partido de los Dodgers con unos amigos y al ir al baño, un periodista lo había cegado con el flash de la cámara justo cuando estaba orinando, y encima le había pedido que le firmara un autógrafo. Jack había mirado el bolígrafo que le ofrecía y había tenido ganas de preguntarle si quería que se lo firmara antes o después de que terminara.
Cinco días después, todos los periódicos sensacionalistas decían que se había convertido en grosero y que se negaba a firmar autógrafos.
Era el problema de ser una estrella del baloncesto conocida por sus impresionantes saltos y su puntería infalible. No tenía intimidad en ninguna parte. Había pasado un año desde que la lesión de la rodilla lo había dejado fuera de la NBA y había provocado la rescisión de su contrato con los San Diego Eals. Un año.