– Camarada subinspector Yu, nuestro hotel no es de lujo. Y los clientes que se alojan aquí no son «bolsillos llenos». Vienen en busca de un sitio céntrico a un precio razonable, no buscan… compañía.
– Tenemos que hacer todo tipo de preguntas, camarada jefe de recepción -replicó Yu-. Aquí tiene mi tarjeta. Si se le ocurre alguna cosa más, póngase en contacto conmigo, por favor.
La visita al hotel apenas le proporcionó información nueva. En todo caso, sólo confirmó su impresión de que una chica como Jazmín nunca habría provocado a un asesino lascivo que casualmente se cruzara en su camino, ni en el mugriento callejón ni en el hotel destartalado.
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Peiqin también había estado pensando en el caso del vestido mandarín.
No sólo porque presentaba muchos aspectos desconcertantes, sino porque era el primer caso de Yu como jefe en funciones de la brigada.
Como ya hiciera en otras ocasiones, Peiqin trazó una línea mental entre lo que podía y lo que no podía hacer. No disponía de los recursos con que contaba la policía, ni del tiempo o la energía necesarios, por lo que eligió el vestido mandarín rojo como punto de partida.
Al trabajar de contable, Peiqin no tenía que acudir a su despacho del restaurante de nueve a cinco cada día. Así que, de camino allí, se detuvo en una boutique que confeccionaba prendas a medida. No se especializaba en vestidos mandarines, pero Peiqin conocía a un viejo sastre que trabajaba allí. Tras explicarle la razón de su visita le mostró una fotografía ampliada del vestido.
– A juzgar por las mangas largas y las aberturas en la parte baja, está bastante pasado de moda. Puede que sea un estilo de principios de los sesenta -explicó el sastre, un hombre de cejas y cabello cano, mientras se colocaba bien las gafas sobre el caballete de su nariz aguileña-. Dudo que los fabriquen hoy en día. Fíjese en el esmero con que está confeccionado, incluso tiene botones forrados en forma de peces invertidos. Probablemente tardaron un día entero en hacerlos.
– ¿Cree que lo confeccionaron en los sesenta?
– No puedo asegurarlo viendo sólo la fotografía. En total, sólo habré cosido una media docena. No soy un experto, pero si un cliente me proporcionara la tela y el diseño, creo que podría confeccionarlo.
– Una pregunta más: ¿conoce alguna otra tienda que pudiera haberlo confeccionado?
– Muchas. Además, hay sastres privados que trabajan en casa del cliente. Algunos no quieren ir a las tiendas, ya sabe.
Así que había otro problema. Muchos sastres privados trabajaban de esta forma, yendo de una familia de clientes a otra. La policía sería incapaz de investigar todas las posibilidades.
Tras abandonar la tienda, Peiqin decidió ir a la Biblioteca de Shanghai. Si quería aportar algún dato nuevo a la investigación tendría que hacerlo desde una perspectiva distinta a la de la policía.
En la biblioteca, Peiqin estuvo alrededor de una hora buscando en el catálogo y pidió un montón de libros y de revistas.
Pasaban ya de las diez cuando subió hasta su despacho en el restaurante Cuatro Mares, cargada con una bolsa de plástico llena de libros. El director Hua Shan no se encontraba en el restaurante aquella mañana. Se había ausentado dos días para montar su propia empresa, aunque seguía conservando su empleo en el Cuatro Mares.
Pese a su buena ubicación, el restaurante, de gestión estatal, atravesaba momentos difíciles. Entre el socialismo y el capitalismo, como rezaba el nuevo dicho, sólo había una diferencia conceptuaclass="underline" la que distingue a los que trabajan por cuenta propia de aquellos que trabajan para el Estado. El restaurante acumulaba pérdidas desde hacía varios meses, razón por la que se hablaba de introducir un nuevo modelo de gestión: teóricamente, el Estado continuaría gestionando el restaurante, pero, a todos los efectos, el nuevo director sería responsable de sus pérdidas o de sus ganancias.
En medio del estrépito de cucharones y woks, Peiqin tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la lectura en el minúsculo despacho ubicado sobre la cocina del restaurante.
Lo que le había dicho a Yu era cierto: sabía muy poco acerca del vestido. En su época de estudiante, sólo lo había visto en e1 cine. Y luego en una fotografía de la época de la Revolución Culturaclass="underline" Wang Guangmei, la «ex primera dama» de China, fue obligada a mostrarse en público vestida con un qipao escarlata desgarrado y un collar de pelotas de pimpón, a modo de perlas enormes; tanto el vestido como las supuestas joyas evidenciaban su estilo de vida burgués y decadente.
Tras recorrer con la mirada los libros esparcidos sobre el escritorio, Peiqin no supo por dónde empezar. Hojeó un libro tras otro hasta que una imagen en blanco y negro le llamó la atención: se trataba de una fotografía de Ailing, una novelista de Shanghai redescubierta en los noventa, que llevaba un vistoso vestido mandarín en los años treinta. En un programa televisivo reciente, recordó Peiqin, una muchacha paseaba con expresión pensativa por la calle Huanghe, imbuida de la nostalgia imperante, y señalaba un edificio que estaba a sus espaldas. «Puede que Ailing saliera a la calle desde ese encantador edificio, siempre radiante, enfundada en un vestido mandarín que ella misma debía de haber diseñado. ¡Qué ciudad tan romántica!»
Ailing, quien se consideraba comentarista de modas, había dibujado toda una serie de esbozos de prendas al estilo de Shanghai, cuya reimpresión se incluyó al final del libro. Pero a Peiqin le interesó más la historia personal de Ailing, que empezó a publicar cuando era muy joven y se hizo famosa por sus historias sobre Shanghai. Vivió un matrimonio infeliz con un mujeriego de mucho talento, que más tarde ganaría una pequeña fortuna escribiendo sobre su desventurada relación. Después de 1949 Ailing partió hacia Estados Unidos, donde se casó con un maduro escritor estadounidense venido a menos. Como reza un poema de la dinastía Tang: «Todo se vuelve triste cuando una pareja es pobre». Su biógrafo tachó este matrimonio de «autodeconstructivo». Después de la muerte de su segundo marido, Ailing se encerró en su piso de San Francisco, donde murió sola. Nadie se percató de lo sucedido hasta varios días después de sumuerte.
Peiqin leyó la trágica historia, esperando poder comprender desde una perspectiva histórica la popularidad del vestido mandarín No obstante, después de dos horas de lectura continuaba sabiendo muy poco sobre el tema. En todo caso, su investigación no hizo sino confirmar su anterior impresión de que era un vestido para mujeres ricas o cultas. Un vestido apropiado para alguien como Ailing, pero no para una mujer trabajadora como Peiqin. Mientras tamborileaba sobre el libro, observó distraídamente que tenía un minúsculo agujero en su calcetín de lana negra…
Le intrigaba el análisis que hacía el biógrafo sobre la tendencia «autodeconstructiva» de Ailing. Chen también estaba metido en un proyecto deconstructivo, por así llamarlo, según tenía entendido Peiqin. Se preguntó qué significaría ese término.
Alguien llamó a la puerta. Peiqin levantó la vista y vio al chef Pan de pie en la entrada, llevando una cazuela de barro en las manos.
– Una cazuela especial para ti -dijo el chef.
– Gracias.
Peiqin no tuvo tiempo de apartar los libros, en los que podía verse toda una serie de fotos de vestidos mandarines.
– ¿Qué estás leyendo, Peiqin?
– Estoy pensando en hacerme un vestido, así que me he puesto a comparar diseños.
– Eres una mujer realmente capaz, Peiqin -declaró Pan, depositando la cazuela sobre el escritorio-. Hace tiempo que te quiero comentar algo. Llevamos casi medio año perdiendo dinero. El sistema socialista se ha ido al traste, y ahora la gente empieza a hablar del nuevo modelo de gestión.
Peiqin levantó la tapa de la cazuela y sonrió.
– ¡Caramba, qué maravilla! -exclamó-. La comida, quiero decir.