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»Allí, su belleza no le servía de nada. Trabajaba tres turnos, arrastrando sus pies cansados alrededor de las lanzaderas, de aquí para allá, como una mosca que vuela en círculos. Al volver a casa se sacaba los zapatos y se tocaba las plantas de los pies, llenas de callos. Mientras contemplaba por la ventana los pelados brotes de sauce, sacudidos por el viento otoñal, la muchacha pensaba siempre en lo mismo: una obrera textil envejece rápidamente. "Pronto, el esplendor primaveral desaparece / de la flor. Es imposible detener / la fría lluvia y el viento sibilante."

»Pero aquélla fue también la época en que la situación empezó a cambiar: Deng Xiaping había emprendido la reforma de China. Qiao comenzó a albergar sueños inimaginables para sus padres. Al hojear las revistas de moda, no podía evitar sentirse excluida. Según las descripciones de las casamenteras del barrio, ella embellecía la ropa que llevaba puesta, y no a la inversa.

»Así que tomó una decisión: aprovecharía su juventud al máximo. Ideó un plan rebuscado, basado en las convenciones del cortejo en Shanghai. Los jóvenes solían salir a cenar en sus pri- meras citas. El gasto variaba según el dinero de que dispusiera él, o el glamur que exhibiera ella. Como dice el refrán, la sonrisa de una beldad vale mil piezas de oro, sobre todo en el inicio de una posible relación amorosa. El hombre sería tan generoso con su dinero como un cocinero de Sichuan con la pimienta negra. Cuando la relación se volviera más estable, una muchacha de Shanghai instaría a su amante a ahorrar pensando en su futuro común. A veces puede que salieran a cenar a un restaurante bueno pero barato, como el que servía bollos rellenos de sopa al estilo de Nanxiang en el mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua. Allí harían cola durante dos horas sin quejarse, esperando a que llegara su turno para saborear los tan celebrados bollos. Una muchacha obrera sólo podía disfrutar de la vida durante un periodo muy breve, se dijo la protagonista de nuestra historia.

»A su madre le preocupaba que no diera muestras de querer sentar la cabeza. "Aún no estoy lista", le dijo a su madre, "para hacinarme con mi familia en una habitación de nueve metros cuadrados, con un bebé que llora, un wok que humea, pañales que gotean y paredes que se desconchan como sueños irrecuperables. No, no me apetece en absoluto. Acabaré casándome como todo el mundo, pero primero déjame disfrutar un poco de la vida."

»Y disfrutó acudiendo a esas citas en restaurantes, donde exigía a sus acompañantes que le pagaran platos y vinos caros. La cuenta cortaba como un cuchillo afilado, pero si el hombre se estremecía al verla, era su problema. Sus relaciones con ellos solían ser breves y agradables. Bueno, siempre eran breves, aunque no tan agradables cuando él ya no podía permitirse su compañía. La muchacha solía pedir ternera con salsa de ostras en el restaurante Xingya, pato asado de Pekín en el Pabellón Yanyun, carne de cangrejo al horno con queso en la Casa Roja, manzana dulce hilada en el hotel Kaifu, cohombro de mar con ovarios de gamba en la Casa Vieja de Shanghai, etcétera.

»Su quinto pretendiente, al parecer un tipo adinerado de Hong Kong, pudo permitirse llevarla a un restaurante tras otro. Al cabo de dos meses, sin embargo, él también dejó de aparecer frente al hotel Cathay. Ella quedó un poco decepcionada, pero a la semana siguiente conoció a su sexto pretendiente en el restaurante Cazuela Caliente y Picante, donde pudo saborear lonchas de cordero, ternera, anguila, gamba y todo tipo de exquisiteces imaginables mezcladas en una cazuela de humeante caldo de pollo. "El brote de bambú de primavera tiene una forma preciosa", dijo, tomando uno con sus palillos. "Igual que tus dedos", le respondió el hombre neciamente, cogiéndole la otra mano. Ella no la apartó. Después de todo, el tipo se había gastado un dineral en las comidas. Al mes siguiente, conoció a su séptima pareja en el Pabellón Yangzhou, donde ambos se comportaron como dos tortolitos frente a una tortuga al vapor con azúcar glas y jamón, una celebrada especialidad que supuestamente aumentaba la energía sexual. Ella sonrió, poniendo un trozo de carne de tortuga en el plato de él y metiéndose otro en la boca.

»No tardó en surgir problemas en el círculo en el que se había movido. Todos esos hombres que le habían presentado sus vecinos o sus colegas procedían de la misma clase social. Ninguno podía colmar sus expectativas. Uno de ellos vendió su sangre, según se dijo, antes de quedar con ella por última vez en el restaurante Tierra Roja.

»"No es culpa mía", se defendió ella. "No tienen por qué pegárseme de esta forma. ¿Por qué son tan caros esos restaurantes? Por su calidad. ¿Por qué me eligen a mí? Por mi belleza. No salgo a comer únicamente por el sabor de la comida. En una fábrica, frente a una máquina, soy como un tornillo, siempre fijo allí, sin lustre, sin vida. En un restaurante de lujo soy un ser humano, una auténtica mujer a la que sirven y miman."

»Puesto que empezaron a aparecer hoteles y restaurantes lujosos como brotes de bambú después de la lluvia primaveral, y puesto que las chicas jóvenes y guapas pululaban por esos locales como hierbas silvestres (chicas de triple alterne), ella no tardó en tomar otra decisión. Era atractiva, sabía mucho de gastronomía y, como acompañante para comidas, su compañía en la mesa resultaba deseable. Además, podría conocer, en una de esas cenas de "bolsillos llenos", a su futuro marido "tortuga de oro", en lugar de esperar a que las casamenteras le presentaran a otros hombres incapaces de pagar la cuenta.

»Resultó ser una profesión muy lucrativa. Pedir vino Huadiao de diez años o las especialidades secretas del chef, como tigre que lucha contra dragones (con carne de gato y de serpiente en la cazuela, ya sabe) o abulón con aleta de tiburón, le reportaba una comisión considerable. Si el cliente deseaba algún servicio adicional, se podía discutir. No tardó en "ir a la deriva con las olas y las corrientes".

»Una noche, después de una cena ligera con un cliente japonés, nuestra protagonista lo acompañó a un hotel de cinco estrellas, donde disfrutó por primera vez de sushi y de sake tras llamar al servicio de habitaciones. Para complacerlo, se puso un kimono japonés y se arrodilló sobre un almohadón blando hasta quedarse tan rígida como una flor de loto de plástico cortado. Después de tres tazas de sake, sin embargo, comenzó a creer que florecía como una fragante flor nocturna, henchida por el orgullo de saber que la comida había costado miles de yuanes. Más tarde, el hombre le pidió que se duchara, que se tendiera sobre la alfombra y que se untarawasabi en los dedos de los pies. El japonés se los metió uno a uno en la boca, los chupó como un niño de pecho y afirmó que eran más deliciosos que el sushi de salmón. Entonces comenzó a untar la mostaza verde por el cuerpo de la muchacha, mientras ella se reía y soltaba gritos ahogados por las cosquillas. Él juró por el nombre de su madre que el "banquete del cuerpo femenino" estaba basado en una antigua tradición gastronómica japonesa. Borracha, se perdió los detalles del "festín sensual". A la mañana siguiente, cuando él le ofreció dinero, ella lo rechazó. Su abuelo había muerto en la guerra contra los japoneses, recordó de pronto. En vez de aceptar el dinero, cogió vales de restaurante del hotel por el mismo importe.

»Al salir del hotel de cinco estrellas, sintiéndose aún como si caminara sobre las nubes y la lluvia de la noche anterior, la metieron por la fuerza en el interior de un coche de policía. Por aquel entonces era ilegal acostarse con un extranjero. La soltaron tres días después porque no tenía antecedentes, y porque no le encontraron yuanes japoneses encima. Con todo, este incidente supuso una inmensa humillación, así como un claro "error político", aunque ella intentó mantener su dignidad mientras mostraba la carta del servicio de habitaciones y los vales del restaurante a sus compañeras.