YU: Bueno, ésa es la versión de Jazmín.
WENG: No tiene sentido inventarse cosas así. Nunca le pregunté nada acerca de su pasado.
YU: ¿Hizo ella algún comentario sobre su mala suerte?
WENG: Parecía haber vivido siempre a su sombra. Incluso llegó a creer que había nacido bajo el influjo de una estrella funesta. Solicitó otros empleos, pero no tuvo éxito hasta que vino a este hotel de mala muerte, donde aceptó un trabajo sin ningún porvenir.
YU: ¿Cómo es que le contó todo esto?
WENG: Tenía cierto complejo de inferioridad. Cuando empezamos a salir y yo le hablaba acerca de nuestro futuro, casi no se creía que su vida pudiera cambiar. De no haber sido por el incidente en el ascensor, nunca habría aceptado salir conmigo. Era un poco supersticiosa, y creyó que ese incidente era una señal. Después de haber tenido tan mala suerte en su corta vida, es fácil de entender.
YU: Una pregunta más. ¿Cuándo planeaba casarse con ella?
WENG: No habíamos fijado la fecha exacta, pero acordamos que sería lo antes posible, después de mi divorcio…
Chen avanzó la cinta hacia el final, pero Yu no había incluido ningún comentario, como hiciera en otras ocasiones. Ni tampoco en el informe escrito.
Chen se levantó para prepararse una taza de café. Aquella mañana hacía mucho frío. Al otro lado de la ventana, una hoja amarilla se desprendió finalmente de la rama, temblando, como en un relato que había leído mucho tiempo atrás.
Volvió a la cama, tras depositar la taza de café sobre la mesilla de noche, y se puso a tamborilear con los dedos en el reproductor.
Chen podía imaginarse a Yu tamborileando a su vez en el tablero de go y debatiéndose para decidir cuál sería su primera jugada, que no acababa de entrever, aún no.
Chen recordó de repente la afirmación de Weng sobre la maldición de Jazmín.
Si bien Tian merecía el castigo, la mayoría de gente como Tian no fue castigada después de la Revolución Cultural, y el retrato del presidente Mao continuó colgado en la puerta de Tiananmen. Como reza un proverbio chino, matar a un mono equivale a asustar a las gallinas, y Tian resultó ser el mono. Ésa fue quizá su mala suerte.
¿Y qué sucedió con Jazmín? El incidente de la bicicleta podría haber sido un accidente. Las cartas anónimas, sin embargo, fueron demasiado lejos. Sólo tenía diecisiete o dieciocho años. ¿Cómo podían haberla odiado tanto?
Sonó el móvil, interrumpiendo los sombríos pensamientos de aquella mañana no menos sombría.
– Quedemos para comer en el Mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua -propuso Nube Blanca, cuya voz sonaba muy cercana-. Sé que te gustan los bollitos de sopa que sirven allí.
Puede que tomarse un respiro fuera una buena idea. Hablar con ella podría inspirarlo, para su trabajo de literatura y para el caso.
– Allí hay varias boutiques que venden vestidos mandarines -siguió diciendo Nube Blanca antes de que Chen respondiera-. De muchos tipos. No son de buena calidad, pero están de moda, y algunos están de moda por cuestiones nostálgicas.
Este detalle acabó de convencerlo.
– Quedemos en el restaurante Bollo de Sopa de Nanxiang.
Iba a encontrarse con ella para que lo ayudara con la investigación, se dijo. Nube Blanca podría hacer las veces de asesora de moda en un estudio de campo, aunque ello le hacía sentirse un poco incómodo.
¿Se debía su incomodidad al concepto de mujer fatal que había estado estudiando para su trabajo de literatura? Parecía existir un extraño paralelismo con el relato que acababa de leer. Según un crítico, en «La historia de Yingying», Yingying era en realidad una mujer de reputación dudosa, como una chica K en la sociedad actual.
Chen comenzó a arreglarse para salir a comer.
Al cabo de unos veinte minutos ya se encontraba bajo el conocido arco de entrada del Mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua.
Para la mayoría de habitantes de Shanghai el templo no era una atracción en sí mismo sino, simplemente, el nombre del cercano mercado de productos locales, compuesto en su origen por puestos instalados durante las festividades del templo. Para Chen, el atractivo del lugar se debía a esos puestos de comida, donde se vendían platos baratos aunque únicos en cuanto a sabores, como la sopa de sangre de pollo y de pato, los bollos de sopa servidos en pequeñas vaporeras, los pastelillos de rábanos rallados, las bolas de masa con gambas y carne, la sopa de fideos con ternera, el tofu frito con fideos finos… Esos platos que tanto le habían gustado en los tiempos en que la sociedad aún era igualitaria, cuando todo el mundo ganaba poco y disfrutaba de comidas sencillas.
Las cosas también estaban cambiando aquí. Un nuevo rascacielos se elevaba por detrás del Jardín Yu, que originalmente fue el jardín del alcalde de Shanghai en la antigua dinastía Qing. El edificio estaba construido al estilo tradicional del sur, con grutas y pabellones antiguos. Durante la infancia de Chen sus padres solían llevarlo a ese jardín porque no podían pagar el viaje a Suzhou y Hangzhou.
Dejando atrás el jardín, Chen se dirigió a buen paso hasta el Puente de las Nueve Curvas. Supuestamente, estas nueve curvas impedían que los espíritus malignos pudieran encontrar su camino. Una pareja de ancianos lanzaba migas desde el puente a las carpas doradas, invisibles en el estanque. Los ancianos lo saludaron con la cabeza. Hacía demasiado frío para que los peces salieran a la superficie, pero los ancianos permanecían allí de pie, esperando. La última curva del puente lo condujo al restaurante Bollo de Sopa de Nanxiang.
La primera planta del restaurante no parecía haber cambiado demasiado: una larga hilera de clientes esperaban su turno para entrar. Durante la espera, observaban a través de la gran ventana de la cocina una escena que siempre resultaba entretenida. Los ayudantes de cocina extraían la carne de cangrejo con habilidad y la colocaban sobre una larga mesa de madera para mezclarla con carne picada de cerdo. Chen subió por las serpenteantes escaleras hasta la segunda planta, que estaba muy llena pese a que allí todo costaba el doble. Así que subió otro tramo de escaleras hasta la tercera planta, que cobraba el triple por los mismos bollos de sopa. Las mesas y las sillas eran de caoba de imitación y no demasiado cómodas, pero al menos no había demasiada gente. Chen se sentó a una mesa con vistas al lago.
Mientras se acercaba un camarero para servirle una taza de té, Chen vio a Nube Blanca subiendo por las escaleras. La joven, alta y esbelta, llevaba un abrigo blanco de piel sintética y zapatos de tacón. Al ayudarla a sacarse el abrigo, Chen vio que se había puesto un vestido mandarín rosa modificado que dejaba la espalda al descubierto. El vestido le quedaba muy bien y acentuaba sus curvas. De nuevo recordó la famosa frase de Confucio: «Una mujer se embellece para el hombre que sabe apreciarla».
– Apareces flotando como una nube matutina -comentó Chen antes de pedir cuatro vaporeras con bollos de sopa rellenos de carne picada de cangrejo y de cerdo. El camarero le tomó nota mientras miraba de reojo a Nube Blanca.
– Hoy tienes bastante apetito -dijo ella, colocando sobre la mesa un bolso de seda rosa que hacía juego con el color de su vestido.
– «Una beldad tan deliciosa que la gente quiere devorarla» -respondió Chen, citando a Confucio.
– Estás muy romántico.
Nube Blanca abrió un paquetito con una bola de algodón empapada en alcohol que llevaba en el bolso. Primero limpió los palillos del inspector, y después los suyos. El Nanxiang era uno de los pocos restaurantes de Shanghai que aún se resistían a usar palillos desechables.