– Nostálgico, quizá -respondió Chen, sumergiendo las rodajas de jengibre en platillos con vinagre. Uno de los platillos, mellado como en los viejos tiempos, le recordó aquella tarde que pasó con su primo Peishan.
A principios de la década de los setenta, Peishan fue uno de los primeros jóvenes con estudios que «viajaron al campo para ser reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja». Antes de irse de Shanghai Peishan trajo a Chen a este restaurante, al que, como otros restaurantes de la época, en principio sólo acudía gente trabajadora «de acuerdo con la gloriosa tradición del Partido de vivir de forma simple y de trabajar sin descanso». El disfrute culinario estaba considerado una extravagancia burguesa decadente: la gente debía comer platos sencillos para contribuir a la revolución. Varios restaurantes de lujo tuvieron que cerrar. El Bollo de Sopa de Nanxiang sobrevivió como afortunada excepción gracias a sus precios increíblemente bajos: una vaporera de bambú sólo costaba veinticuatro céntimos, cantidad que cualquier obrero podía permitirse. Aquella tarde, Peishan y Chen esperaron pacientemente casi tres horas a que llegara su turno. Estaban tan hambrientos que no dudaron en pedir una gran cantidad de comida: cuatro vaporeras de bambú para cada uno, después de la larga espera y del comentario sentimental de Peishan: «¿Cuándo, cuándo podré volver a Shanghai? ¿Cuándo volveré a probar los deliciosos bollos rellenos de sopa?».
El primo Peishan no volvió. Mientras estaba en el campo, muy lejos de Shanghai, sufrió una crisis nerviosa y se tiró a un pozo sin agua. Tal vez murió de hambre en su interior.
Han pasado veinte años como en un sueño.
¡Qué sorpresa que aún esté aquí hoy!
Chen decidió no contarle a Nube Blanca este episodio de la Revolución Cultural, que él había recordado con nostalgia teñida de amargura. Nube Blanca pertenecía a otra generación y probablemente no lo entendería.
Pero los bollos de sopa aparecieron y sabían igual que antes: recién hechos, muy calientes en las vaporeras de bambú dorado, con su intensa combinación de sabores de tierra y de río, el óvalo de cangrejo escarlata tan apetecible a la luz de la tarde. El bollo se abrió cuando Chen lo rozó con los labios, y de su interior salió la sopa borboteante, con el delicioso sabor que tanto recordaba.
– Según un libro de gastronomía, la sopa que hay dentro del bollo es en realidad la gelatina de la piel de cerdo mezclada con el relleno. Al colocar la vaporera sobre los fogones, la gelatina se convierte en líquido caliente. Tienes que morder con cuidado, o la sopa saldrá de golpe y te quemará la lengua.
– Ya me lo has contado otras veces -dijo ella sonriendo, mientras mordisqueaba con cuidado antes de sorber la sopa.
– Ah, sí, me trajiste una bolsa llena de bollos durante el proyecto del Nuevo Mundo.
– Fue un placer ser tu pequeña secretaria.
– Hoy tengo que pedirte otro favor -dijo Chen-. Sé que eres experta en informática. ¿Podrías buscarme algo en Internet?
– Claro. Si quieres, también puedo llevar a tu casa el portátil de la señora Gu.
– No, no creo que tenga tiempo -replicó Chen-. Habrás oído hablar sobre el caso del vestido mandarín rojo. ¿Podrías hacer una búsqueda sobre el vestido? Una búsqueda exhaustiva sobre su historia, su evolución y su estilo a lo largo de distintas épocas. Cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con un vestido así, no sólo en la actualidad, sino también en los años cincuenta o sesenta.
– Lo haré, no te preocupes -aseguró ella-, pero ¿a qué te refieres con cualquier cosa relacionada directa o indirectamente con el vestido?
– Ojalá pudiera ser más específico, pero digamos que podrías buscar cualquier película o cualquier libro en los que un vestido mandarín desempeñe un papel importante, o a alguna persona conocida por llevarlo o por confeccionarlo, o cualquier comentario o crítica sobre el vestido que resulte relevante. Y, por supuesto, cualquier vestido mandarín que se parezca al que llevaban las víctimas. Y quizá necesite también que me hagas un par de recados.
– Cualquier cosa que me pidas, jefe.
– No te preocupes por los gastos. Este año aún no he gastado una parte del fondo del que puedo disponer como inspector jefe. Si no lo gasto pronto, el Departamento lo reducirá el año que viene.
– ¿Entonces no vas a dimitir, inspector jefe Chen?
– Bueno… -Chen no pudo acabar la frase, porque un chorro de sopa atravesó la delgada corteza del bollo pese a sus precauciones. Nube Blanca, siempre tan perspicaz, le dio una servilleta de papel rosa. Ser inspector jefe no estaba tan mal, después de todo. Tenía una «pequeña secretaria» sentada a su lado, como una flor comprensiva.
Al final de la comida, Nube Blanca le pidió un recibo al camarero mientras Chen sacaba la cartera.
– No te preocupes -dijo Chen-. Deja que invite yo. No hace falta pedirle al Gobierno que me lo reembolse.
– Lo sé, pero pido el recibo por el bien del Gobierno.
El camarero le dio dos recibos, uno de cincuenta yuanes y el otro de cien.
– Los ingresos por impuestos de la ciudad aumentaron más de un doscientos por ciento el mes pasado, gracias al recibo oficial recién instaurado que lleva impreso un número de lotería -explicó Nube Blanca mientras rascaba el recibo con una moneda-. ¡Mira! Me traes suerte.
– ¿A qué te refieres?
– Diez yuanes. Fíjate en el número de lotería impreso en cada recibo.
– Es una idea novedosa.
– El capitalismo en China no se parece al de ningún otro país del mundo. Aquí lo único que importa es el dinero. En los restaurantes, la gente sólo pedía el recibo cuando se trataba de «gastos socialistas», por lo que la mayoría de restaurantes declaraba pérdidas. Gracias a la idea de la lotería, todo el mundo pide recibo. Se dice que una familia ganó veinte mil yuanes.
Chen también rascó un recibo. No tuvo suerte, aunque no podía quejarse: el cabello de Nube Blanca le rozó la cara cuando ésta se le acercó para comprobar el número en el recibo.
A continuación se dirigieron a las boutiques de ropa oriental repartidas por la parte posterior del mercado. Las pequeñas tiendas, una especie de negocio especializado dirigido a los turistas, exhibían una selección impresionante de vestidos mandarines en sus escaparates. Nube Blanca lo cogió del brazo y lo condujo hasta una de ellas.
– El vestido que investigas está pasado de moda, al contrario de los que puedes ver aquí -afirmó ella, echando un vistazo a su alrededor-. Es un hombre perverso, que humilla a sus víctimas poniéndoles un vestido de este tipo.
– Ah, ¿te refieres al asesino? Explícate un poco mejor.
– Quiere exhibirlas como objetos de sus fantasías sexuales. El suntuoso vestido mandarín, elegante pero erótico, con las aberturas desgarradas y los botones sueltos. He visto varias fotos en los periódicos.
– Hablas como un policía -dijo Chen. Ahora todos los habitantes de la ciudad parecían ansiosos por convertirse en policías, pero ella tenía razón-. Seguro que sabes mucho sobre moda.
– Tengo dos o tres vestidos mandarines. A veces me he tenido que poner uno deprisa y corriendo, pero nunca he rasgado las aberturas.
– Puede que el asesino le hubiera puesto el vestido a la víctima después de muerta, cuando ya tenía el cuerpo rígido y costaba moverle los brazos y las piernas.
– Aun así, no tiene sentido que llevaran las aberturas rasgadas. Te lo pongas como te lo pongas, no lo romperías de esa forma -replicó Nube Blanca, volviéndose hacia él-. ¿Te gustaría hacer un experimento… conmigo?
– ¿Un experimento? ¿Cómo?
– Es fácil -explicó la muchacha, descolgando un vestido mandarín escarlata de la percha y arrastrando a Chen hasta el probador. Mientras cerraba la puerta le entregó el vestido-. Pónmelo de cualquier manera, sin miramientos.