Tras quitarse los zapatos de una patada, se sacó el vestido y en menos de un minuto sólo llevaba puestas unas bragas blancas y un sujetador de encaje.
«Todo esto forma parte de mi trabajo», se dijo Chen. Conteniendo la respiración, intentó ponerle el vestido con bastante torpeza.
Nube Blanca permaneció rígida e inmóvil, como una víctima inánime, mientras él la asía con manos bruscas. Su rostro perdió toda expresión y sus miembros dejaron de responder, aunque tenía los pezones visiblemente endurecidos. La muchacha se sonrojó mientras Chen le ponía el vestido a tirones.
Aunque empleó mucha fuerza para ponerle el vestido, las aberturas no se desgarraron.
Chen se fijó en que los labios de Nube Blanca temblaban y perdían color. En el probador no había calefacción. No era nada fácil hacerse pasar por una modelo medio desnuda e inerte durante todo ese rato.
Pero Nube Blanca demostró tener razón. El asesino debió de desgarrar las aberturas adrede. Y ése era un dato importante.
Chen insistió en comprarle el vestido.
– No te lo quites, Nube Blanca. Te sienta de maravilla.
– No tienes por qué comprármelo. Lo has hecho por tu trabajo -replicó ella, sacando una pequeña cámara-. Hazme una loto con el vestido.
Chen se la hizo, tras pedirle que posara frente a la tienda. A continuación le puso el abrigo encima del vestido.
– Gracias -dijo ella un tanto apenada por la despedida-. Ahora tengo que irme a clase.
Después Chen decidió volver andando, al menos durante un rato.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para olvidar la imagen del cuerpo de Nube Blanca resistiéndose a que le pusiera y le sacara por la fuerza el vestido mandarín. La imagen se superpuso a otra en la que estaba de pie, desnuda, en un reservado del club de karaoke Dinastía, en compañía de otros hombres.
Se avergonzó de sí mismo. Nube Blanca se había ofrecido a interpretar el papel de víctima para ayudarlo en su trabajo policial, pero Chen seguía viéndola como una chica K, e imaginándosela en todo tipo de situaciones, llevara puesto un vestido mandarín o no.
Y esos pensamientos lo excitaban.
Pensó en las historias sobre mujeres descritas como monstruos que son causa de problemas. «La subjetividad existe sólo cuando está sujeta al discurso», una idea extraída de un libro de crítica posmoderna que había leído con la intención de deconstruir todas esas historias de amor clásicas.
Quizá las historias lo habían leído a él.
13
A primera hora de la mañana del viernes apareció el cadáver de otra mujer vestida con un qipao rojo. El cuerpo se encontró en otro lugar público: junto a un bosquecillo de arbustos en el Bund, cerca del cruce de las calles Jiujiang y Zhongshan.
Hacia las cinco de aquella madrugada, Nanhua, un maestro jubilado, iba de camino a una plazoleta llamada Rincón del Taichi, construida sobre un terraplén elevado cercano al cruce. Cuando estaba a punto de subir por los escalones de piedra, Nanhua divisó el cuerpo que yacía al pie del terraplén, parcialmente oculto por los arbustos. El anciano empezó a gritar pidiendo ayuda y se formó un corro de gente a su alrededor. Los periodistas llegaron corriendo desde sus oficinas, situadas cerca de allí. No fue hasta después de que todos hubieran sacado fotografías desde diversos ángulos que a uno de ellos se le ocurrió informar a la policía del hallazgo del cuerpo.
Cuando llegó Yu con sus compañeros, la escena recordaba un mercado de agricultores por la mañana: ruidoso y caótico, lleno de gente que hacía comentarios y comparaciones, como si regatearan con vendedores ambulantes.
La zona, atestada de gente y de tráfico durante toda la noche, era además una de esas «zonas especialmente conflictivas» en las que tanto la policía como los comités vecinales habían aumentado sus patrullas. Que el asesino depositara allí el cuerpo era significativo. Era un mensaje aún más desafiante que los anteriores.
El asesino debió de arrojar el cadáver desde un coche en marcha. Le hubiera sido imposible colocar el cuerpo en alguna posición determinada, tal y como hiciera con anterioridad. Ello explicaba la postura distinta de la tercera víctima.
Yacía boca arriba con un brazo sobre la cabeza, vestida con un qipao idéntico al de las otras, con las aberturas rasgadas y los botones sueltos. Tenía la pierna izquierda doblada con la rodilla hacia arriba, dejando a la vista el vello púbico, muy negro contra los pálidos muslos. Parecía tener poco más de veinte años, aunque iba muy maquillada.
– ¡Ese hijo de puta! -maldijo Yu con los dientes apretados, mientras se ponía los guantes y se agachaba junto al cuerpo.
Se trataba de otra muerte por asfixia, como las dos anteriores. Yu calculó que se habría producido hacía aproximadamente unas tres o cuatro horas, a juzgar por la pérdida del color rosáceo en las uñas de las manos y de los pies. Salvo el hecho de que no llevara nada debajo del vestido, no se apreciaban signos externos de abusos sexuales. No se veía semen en los genitales, los muslos o el vello púbico, y no había sangre, suciedad ni restos de piel bajo las uñas. No tenía magulladuras, laceraciones ni mordeduras en los brazos ni en las piernas.
Los policías se ocuparon de recoger todo lo que pudieron encontrar en el lugar en que apareció el cadáver: colillas, botones sueltos, trozos de papel… Dado que la escena del crimen ya estaba muy contaminada, a Yu le pareció un esfuerzo bastante inútil.
Entonces se fijó en que en la planta del pie izquierdo de la víctima había una fibra de color claro pegada. Puede que fuera de sus calcetines, o quizá se le había pegado mientras andaba descalza por alguna parte. Yu se agachó para cogerla y la metió en un sobre de plástico.
Después se levantó. Un viento helado soplaba desde el río en ráfagas ululantes. El gran reloj en lo alto de la Aduana comenzó a sonar. La misma melodía, idéntica año tras año, reverberó contra el cielo gris, ajena a la pérdida irreversible de una vida joven aquella misma mañana.
Yu sabía que debía volver al Departamento, así que dejó que sus compañeros inspeccionaran la zona.
El Departamento de Policía de Shanghai también parecía temblar por el frío viento matutino. Incluso el portero jubilado al que habían vuelto a contratar, el camarada Viejo Liang, estaba de pie sacudiendo la cabeza, como una planta indefensa congelada durante la noche.
El Departamento comenzó a recibir una avalancha de llamadas: del Gobierno municipal, de los medios de comunicación, de los ciudadanos… Todos se quejaban de que el asesino en serie aún anduviera suelto, desafiando abiertamente a la policía de la ciudad.
El hecho de que ya se hubieran cometido dos crímenes, y de que probablemente volviera a suceder, supuso un golpe terrible para la policía. Tres víctimas en tres semanas, y dado que la investigación continuaba estancada, posiblemente habría una nueva víctima a finales de la siguiente.
Los compañeros de Yu estaban haciendo todo lo posible para ampliar la búsqueda. La división técnica volvió a inspeccionar la escena del crimen, una línea directa telefónica temporal recibía llamadas de posibles testigos, y todos los coches patrulla se mantenían alerta.
Se envió por fax una fotografía de la víctima y se distribuyó por todas partes. No tenía sentido ocultar el asesinato, y nadie lo intentó. En los periódicos aparecían fotografías mucho más gráficas, junto a escabrosas descripciones. La noticia se estaba extendiendo como un reguero de pólvora que amenazaba con incendiar toda la ciudad.
Tras sacar del paquete el cuarto cigarrillo de la mañana, Yu levantó la vista y vio que Liao entraba en su despacho con paso enérgico sujetando en la mano el informe médico inicial. El informe confirmaba que la causa de la muerte había sido estran gulamiento. La lividez y el rigor también encajaban con la hora estimada por Yu. Como ya sucediera con la segunda víctima, nada indicaba que la chica hubiera mantenido relaciones sexuales antes de morir.