– Aún no tengo demasiado apetito -dijo Chen-. Quizá podríamos hablar un poco primero.
– Me parece bien.
– Estupendo -respondió Chen, volviéndose hacia Nube Blanca-. Tomaremos el menú especial de la casa para dos. Ahora puedes irte.
– Si me necesitan, toquen la campanita de plata -ofreció ella-. Esperaré fuera.
– Pasemos a nuestra historia -propuso Chen, contemplando la negra cabellera que cubría la espalda desnuda de Nube Blanca mientras ésta salía del reservado-. Permítame decirle esto antes de empezar: está inacabada. Aún no he decidido los nombres de varios personajes del relato. En las novelas de suspense que he traducido, a los desconocidos los suelen llamar en inglés «John Doe». Por comodidad, llamaré a mi protagonista J.
– ¡Muy interesante! Mi nombre, según la fonética pinyin china, también empieza con una jota.
Jia sabía cómo guardar la compostura, e incluso empezaba a dar muestras de un humor desafiante. Aún no había llegado el momento de presionarlo, estimó Chen. Como en el taichi, un luchador experimentado no tiene que empujar con excesiva fuerza a su adversario. El inspector jefe sacó la revista y la puso sobre la mesa.
– Bien, el relato empezó con esta fotografía -explicó Chen, abriendo la revista sin prisa-, en el preciso momento en que la sacó el fotógrafo.
– ¡No me diga! -exclamó Jia, sin poder evitar levantar la voz.
– Una historia puede contarse desde distintas perspectivas, pero es más fácil narrarla en tercera persona. Y, en este caso, también en un sentido tanto literal como figurado, ya que parte de la historia aún continúa sucediendo. ¿Usted qué opina?
– Como prefiera, usted es el narrador. Y se licenció en literatura, según tengo entendido. Me pregunto cómo acabó convirtiéndose en un policía.
– Las circunstancias. A principios de los ochenta, era el Estado el que asignaba empleo a los licenciados universitarios, como ya sabrá. De hecho, apenas podíamos elegir por nuestra cuenta. Durante la infancia todos soñábamos con un futuro distinto, ¿no le parece? -preguntó Chen, señalando la fotografía-. Se tomó a principios de la década de los sesenta. Yo era probablemente un par de años menor que]., el niño de la foto. Mírelo, tan orgulloso y sonriente. Y tenía motivos de sobra para estarlo, en compañía de una madre hermosa que se preocupaba tanto por él, con el pañuelo rojo ondeando al sol, lleno de esperanza en su futuro en la China socialista.
– Es usted muy lírico para ser inspector jefe. Por favor, continúe con la historia.
– Sucedió en una mansión muy parecida a ésta, con un jardín casi igual, aunque la fotografía se tomó en primavera. Por cierto, este restaurante también fue una vivienda en otros tiempos.
»A principios de los sesenta, el ambiente político estaba empezando a cambiar. Mao comenzaba a hablar de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado como antesala de la Revolución Cultural. Con todo, J. tuvo una infancia muy protegida. Su abuelo, un banquero de éxito antes de 1949, continuó recibiendo dividendos que garantizaban un estilo de vida acomodado para su familia. Los padres de J., que era hijo único, trabajaban en el Instituto de Música de Shanghai. El niño estaba muy unido a su madre, una mujer joven, bella y llena de talento que también sentía devoción por él.
»Lo cierto es que se trataba de una mujer extraordinaria. Se decía que mucha gente iba a sus conciertos sólo para verla, aunque su sensatez le impedía querer destacar. Pese a ello, un fotógrafo la descubrió. Era reacia a la fama, pero accedió a que le tomaran una fotografía junto a su hijo en el jardín. Aquella mañana resultó ser muy feliz para J. Posó junto a su madre mientras ésta le cogía de la mano con cariño, ante un fotógrafo entusiasmado de que ofrecieran una imagen tan perfecta. Fue el momento más feliz de su vida. Siempre recordaría la sonrisa resplandeciente de su madre bajo la luz del sol, como si un marco de oro encuadrara aquel instante.
»La Revolución Cultural estalló poco después de aquella sesión fotográfica. La familia de J. sufrió una serie de golpes terribles.
Su narración se interrumpió con la aparición de Nube Blanca, que traía cuatro platos fríos con las especialidades de la casa en una bandeja de plata.
– Lenguas fritas de gorrión, patas de ganso sumergidas en vino, ojos de buey estofados y labios de pescado con jengibre al vapor -enumeró Nube Blanca-. Están cocinados según recetas especiales halladas en la mansión original.
Sin duda Lu se había esforzado al máximo para preparar estos «platos crueles», y no había escatimado gastos. Un platillo de lenguas de gorrión podía haberles costado la vida a cientos de pájaros. Los labios de pescado aún estaban ligeramente enrojecidos y transparentes, como si los peces siguieran vivos y boqueantes.
– Por cierto, estos platos me recuerdan algo que sucede en mi historia, algo igualmente cruel -comentó Chen-. Confucio dice: «Un caballero debería mantenerse alejado de la cocina cuando allí matan animales y los cocinan». ¡No me extraña!
Jia parecía alterado, tal y como esperaba Chen.
– Así que la fotografía representa el momento más feliz en la vida de J., una felicidad que ahora se ha desvanecido para siempre -siguió explicando Chen, mientras masticaba una crujiente lengua de gorrión-. Su abuelo murió, su padre se suicidó, su madre sufrió humillantes críticas de las masas y él se convirtió en un «cachorrillo negro». Los obligaron a salir de la mansión y tuvieron que alojarse en un desván encima del garaje. Pero entonces sucedió algo.
– ¿Qué? -preguntó Jia. Sus palillos temblaban ligeramente sobre el ojo de buey.
– Ahora llegamos a una parte crucial de la historia -anunció Chen-, y su opinión será de gran valor para mí. Será mejor que le lea el borrador que he escrito. La narración será más detallada, más vivida.
Chen sacó su cuaderno, en el que había garabateado algunas palabras la noche anterior en el club nocturno, y de nuevo a primera hora de la mañana en el pequeño restaurante. Sentado frente a él en la mesa, Jia no podría leer el texto. Chen empezó a improvisar, tras aclararse la voz.
– Todo se debió a un eslogan contrarrevolucionario hallado en la tapia del jardín de la mansión. J. no lo había escrito, ni sabía nada al respecto, pero «ciertos revolucionarios» sospecharon de él. Lo sometieron a un interrogatorio en aislamiento en un cuarto trasero del comité vecinal. Lo dejaron totalmente solo durante todo el día, y le negaron cualquier contacto con el mundo exterior, salvo durante los interrogatorios a que lo sometió el comité vecinal y un desconocido apellidado Tian, miembro de la Escuadra de Mao destinada en el Instituto de Música. Obligaron a J. a permanecer allí hasta que admitiera su delito. El recuerdo de su madre fue su único consuelo durante aquellos días terribles. No quería causarle problemas ni dejarla sola, por lo que decidió no confesar ni tampoco seguir los pasos de su padre. Mientras su madre estuviera en el exterior, esperándolo, el mundo seguiría siendo de los dos, como en aquella fotografía tomada en el jardín.
»Sin embargo, esa situación no era nada fácil para un niño tan pequeño, y J. enfermó. Una tarde, inesperadamente, un cuadro del vecindario entró en la habitación y, sin darle ninguna explicación, le dijo que se podía ir a casa.
»J. fue corriendo hasta su casa, ansioso por dar una sorpresa a su madre, y subió las escaleras sin hacer ruido. Mientras abría la puerta con su llave, el niño imaginó ilusionado el momento en que se abalanzaría en brazos de su madre, una escena con la que había soñado cientos de veces en el oscuro cuarto trasero.
»Para su consternación, la vio arrodillada en la cama, completamente desnuda, mientras un hombre también desnudo, quién sino Tian, la penetraba por detrás. Las caderas de su madre se elevaban para recibir cada una de las embestidas de Tian, y ambos gruñían y gemían como animales.