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»El niño chilló horrorizado y bajó como un torbellino por las escaleras, creyendo vivir una pesadilla. Para J., que consideraba a su madre el sol de su existencia, la escena supuso un golpe demoledor. Fue como si hubiera perdido el mundo de vista.

»Ella bajó de la cama de un salto, desnuda, y salió en su busca. El niño aceleró el paso frenéticamente. En su aturdimiento, puede que no la hubiera oído tropezar por las escaleras, o quizá confundiera el estruendo con el fragor del mundo que se derrumbaba a sus espaldas. Bajó por las escaleras como una exhalación, cruzó el jardín y salió de la mansión. Su reacción instintiva fue seguir corriendo. No podía olvidar la escena del dormitorio, tan vivida aún en su memoria: el rostro enrojecido de su madre, sus pechos colgando, su cuerpo que apestaba a sexo violento, el vello púbico negro como el azabache aún mojado…

»No miró hacia atrás ni una sola vez, porque aquella terrible imagen se había fijado en su mente y lo había paralizado. La imagen de una mujer desnuda, angustiada, despeinada, que corría como un demonio tras él.

– No tiene por qué dar tantos detalles -interrumpió Jia con voz súbitamente ronca, como si el golpe recibido lo hubiera aturdido.

– Yo creo que sí, esos detalles son importantes para explicar el desarrollo psicológico del chico, y para que nosotros podamos comprenderlo -replicó Chen-. Ahora retornemos al relato. J. volvió corriendo al cuarto trasero del comité vecinal, y una vez allí, se echó a llorar y se desmayó. Todos se sorprendieron al verlo regresar. En su subconsciente, la habitación era el refugio que aún le permitía creer en un mundo maravilloso, en el que su madre continuaba esperándolo. Fue un acto de gran trascendencia psicológica, un intento de volver al pasado. Y, encerrado de nuevo en el cuarto trasero, no se enteró de que su madre había muerto aquella misma tarde.

»Cuando finalmente despertó, todo su mundo había cambiado. Al volver al desván vacío, se dio cuenta de que estaba solo, con la fotografía de su madre en un marco negro como única compañía. Le era imposible permanecer allí, así que se trasladó a otro lugar -explicó Chen, dejando el cuaderno sobre la mesa-. No es preciso que nos detengamos en ese periodo de su vida. No voy a leerle el texto frase a frase. Baste con decir que, al quedarse huérfano, J. pasó por todas las fases previsibles: shock, negación, depresión, ira… Y tuvo que enfrentarse a oscuros sentimientos muy arraigados en lo más profundo de su ser. Como reza un proverbio chino, el jade está hecho a partir de muchas dificultades. Después de la Revolución Cultural, J. ingresó en la universidad y se licenció en Derecho. En aquella época muy pocos jóvenes se interesaban por la abogacía, pero esta elección se debió a su deseo de reclamar justicia para su familia, sobre todo para su madre. Al cabo de algún tiempo consiguió localizar a Tian, el miembro de la Escuadra de Mao.

»Sin embargo, era imposible castigar a todos los seguidores de Mao. El Gobierno no alentaba a la gente a desenterrar sus sufrimientos pasados. Además, aunque consiguiera llevar a Tian a juicio, no lo acusarían de asesinato, y probablemente tendría que arrastrar el recuerdo de su madre por el fango una vez más. J. decidió entonces tomarse la justicia por su mano. Desde su perspectiva, esta decisión estaba justificada porque no había otra manera posible de actuar. J. castigó a Tian sometiéndolo a lo que pareció ser una serie de infortunios. También se vengó de todas aquellas personas relacionadas con Tian, entre ellas, su ex esposa y su hija. Y como un gato que observa los patéticos esfuerzos de una rata por escapar, prolongó el sufrimiento de Tian y de su familia tan hábilmente como el conde de Montecristo.

– Su relato me recuerda la historia de Montecristo -interrumpió Jia-, pero ¿quién se la tomaría en serio?

– Bueno, de hecho yo la leí durante la Revolución Cultural. El libro tuvo la extraordinaria suerte de ser reimprimido en una época en la que las demás novelas occidentales estaban prohibidas. ¿Sabe por qué? Porque la señora Mao hizo un comentario positivo sobre el libro. De hecho, ella también se vengó de la gente que la había despreciado. La esposa de Mao se tomó la novela en serio.

– Un diablo de huesos blancos -comentó Jia, como si fuera un espectador participativo-. Antes de casarse con Mao no era más que una actriz de películas de serie B.

– Debió de creer que sus acciones estaban justificadas, pero olvidémonos de Mao y de su esposa -dijo Chen, acercando sus palillos a los ojos de buey, que parecían devolverle la mirada-. Sin embargo, hay una diferencia entre ambas historias: Monte- cristo aún tenía una vida, mientras que para J. su vida carecía, y aún carece, de cualquier sentido que no sea la venganza.

– Me gustaría hacer un comentario -interrumpió Jia mientras despedazaba los labios del pescado con los palillos, aunque no se los llevó a la boca-. En su historia, J. es un abogado célebre y bastante rico. ¿Cómo es posible que no llevara una vida plena?

– Por un par de razones. La primera se debía a su desilusión por su profesión. Al trabajar como abogado, no tardó en descubrir que carecía de los recursos necesarios para luchar por la justicia. Como ya sucediera en el pasado, los casos importantes se adjudicaban de acuerdo a los intereses de las autoridades del Partido. Años después, en los noventa, se continuaron amañando por razones económicas en el seno de una sociedad inmersa en una corrupción incontrolable. Si bien su carrera como abogado fue siempre muy lucrativa, su idealismo apasionado resultó ser poco práctico y, a la larga, irrelevante.

– ¿Cómo puede decir eso, inspector jefe Chen? Usted ha tenido mucho éxito como policía, seguro que habrá luchado por la justicia durante todos estos años. No me diga que también usted está desilusionado.

– Para serle sincero, ésa es la razón por la que me he inscrito en un curso de literatura. Esta historia forma parte del trabajo que debo entregar.

– Ahora entiendo por qué no he visto su nombre en los periódicos últimamente.

– Ah, ¿ha estado siguiendo mi trabajo, señor Jia?

– Bueno, los periódicos no han dejado de publicar artículos sobre el caso de los asesinatos en serie, y también sobre los policías que lo investigan. Usted es una estrella entre los demás -explicó Jia, levantando su taza con fingida admiración-. Así que se podría decir que en los últimos días lo he echado de menos.

– Para J., la segunda razón podría ser la más importante -continuó diciendo Chen sin responder a Jia, quien, tras haberse recuperado del sobresalto inicial, parecía dispuesto a burlarse de su anfitrión-. J. es incapaz de tener relaciones sexuales con mujeres: sufre un complejo de Edipo agravado, que consiste en identificar a su madre como objeto sexual en su subconsciente, como ya sabe. En todos los demás aspectos parece ser un hombre sano, pero el recuerdo del cuerpo desnudo y mancillado de su madre se cierne como una sombra, inevitablemente, entre el deseo presente y el infortunio pasado. Por numerosos que sean sus éxitos profesionales, J. es incapaz de llevar una vida normaclass="underline" su vida quedó anclada para siempre en aquel instante en el que cogía la mano de su madre en la fotografía. Y dicha fotografía se rompió en pedazos en el momento en que ella se cayó por las escaleras. J. está exhausto por el continuo esfuerzo que supone mantener esta historia en secreto, y también por tener que luchar contra sus demonios…

– Suena como un profesional, inspector jefe Chen -replicó Jia con sarcasmo-. No sabía que también hubiera estudiado psicología.

– He leído uno o dos libros sobre el tema. Seguro que usted sabe mucho más que yo, por ello le agradecería muchísimo su opinión.

Alguien llamó de nuevo a la puerta con suavidad. Nube Blanca entró con una gran bandeja sobre la que había una cazuela de cristal, un cuenco de cristal con gambas y un minúsculo hornillo. Las gambas estaban sumergidas en una salsa mixta, pero continuaban retorciéndose enérgicamente bajo la tapa del cuenco. El fondo del hornillo estaba recubierto de carbón, sobre el que había una capa de piedrecitas al rojo vivo. Nube Blanca echó primero las piedrecitas en la cazuela, y luego las gambas. Envueltas por el vapor sibilante, las gambas saltaban a la vez que iban adquiriendo un color rojo más intenso.