– No, no se vaya tan deprisa, señor Jia. Aún no han servido todos los platos. Y necesito conocer mejor sus opiniones.
– Creo que intenta contar una historia sensacionalista -dijo Jia, aún de pie-, pero la gente la verá como una fantasía sórdida ideada por un policía sin pruebas. De tenerlas, no se habría limitado a contar historias.
– Cuando sepan que la historia está escrita por un policía, le prestarán más atención.
– En China, lo más probable es que cualquier historia procedente de los canales oficiales se ponga en entredicho -replicó Jia-. Si se analiza bien, su historia presenta demasiadas lagunas. Nadie se la tomaría en serio.
La conversación fue interrumpida de nuevo por la llegada de Nube Blanca. Esta vez iba descalza y vestía como una campesina, con una blusa tejida a mano de color añil, pantalones cortos y un delantal blanco. Les traía una serpiente viva en una jaula de cristal.
En su primer encuentro en el karaoke Dinastía, recordó Chen, también había servido un plato de serpiente, pero ahora la estaba preparando delante de ellos.
Nube Blanca demostró estar a la altura de las circunstancias. Sacó la serpiente de la jaula con un movimiento rápido y la golpeó como si fuera un látigo contra el suelo, antes de abrirla con un cuchillo afilado. De un estirón, arrancó la vesícula de la serpiente y la introdujo en una copa con licor. Sin duda algún profesional le habría mostrado cómo hacerlo.
Aun así, la sangre de la serpiente le había salpicado brazos y pies. Las salpicaduras parecían pétalos de flores de melocotonero esparcidos por su delantal en forma de abanico.
– Esto es para nuestro honorable invitado -dijo Nube Blanca, entregándole a Jia una copa que contenía la vesícula verdosa sumergida en el fuerte licor.
La escena no pareció afectar a Jia, quien se tomó la vesícula en licor de un trago; después sacó un billete de cien yuanes para Nube Blanca.
– Por sus servicios -dijo Jia, y volvió a sentarse a la mesa-. Seguro que el inspector se ha desvivido para encontrar a alguien como usted.
– Gracias. -La chica se volvió hacia Chen-. ¿Cómo quiere que les cocinen la serpiente?
– Como tú nos recomiendes.
– A la manera habitual del chef Lu, entonces. Una mitad frita y la otra mitad al vapor.
– Muy bien.
Nube Blanca se retiró, andando de puntillas por la alfombra.
– No es demasiado cómodo hablar en un restaurante -le comentó Chen a Jia-. Pero me estaba diciendo algo sobre las lagunas de la historia.
– Veamos, ésta es una de las lagunas -dijo Jia-. Según su relato, Jazmín debió de tener varias oportunidades para escapar al control de J., y sin embargo J. consiguió manejar la situación durante todos esos años. ¿Por qué no esta vez? Es un abogado muy hábil; en lugar de recurrir al asesinato, podría haber frustrado los planes de la muchacha de cualquier otra forma.
– Puede que lo hubiera intentado, pero por algún motivo fracasó. No obstante, tiene razón, señor Jia. Mucha razón.
Era evidente que Jia estaba intentando socavar la base de la historia, y Chen agradeció que quisiera aportar su opinión.
– Y ahora pasemos a otra laguna similar. Si J. estuviera tan apasionadamente unido a su madre, ¿entonces por qué desnudaría a sus víctimas para luego vestirlas así? Ese tipo de vínculo es un secreto vergonzante, como mínimo; algo que J. se esforzaría por mantener oculto.
– Una explicación breve y sencilla podría ser que J. está muy confundido. Quiere a su madre, pero no puede perdonarla por lo que él considera una traición. Aunque tengo una explicación más compleja de esta peculiaridad psicológica -añadió Chen-. He mencionado el complejo de Edipo, en el que se mezclan dos sentimientos: la culpabilidad secreta y el deseo sexual. En el caso de un niño que creciera en la China de los sesenta, el aspecto relativo al deseo podría alojarse en lo más profundo de su subconsciente.
»El recuerdo del momento en que su madre le pareció más atractiva, la tarde en la que llevaba puesto aquel vestido mandarín, se superpuso en su mente al recuerdo más terrible, el de la relación sexual de su madre con otro hombre. Resultaba inolvidable e imperdonable a un tiempo, porque, en su subconsciente, J. desempeñaba el papel del único amante posible. Esos dos momentos están tan unidos como las dos caras de una moneda. Por ello J. trató a sus víctimas de la manera en que lo hizo: el mensaje resultaba contradictorio incluso para él.
– No soy ningún crítico, ni ningún experto -afirmó Jia-, pero no creo que usted pueda aplicar una teoría occidental a la sociedad china sin causar confusión. En mi opinión como lector, la conexión entre la muerte de la madre de J. y sus asesinatos posteriores me parece infundada.
– Es cierto, es difícil aplicar una teoría occidental a la sociedad china, tiene razón. En la versión original de Edipo, la mujer no es un demonio. Desconoce la verdad, y sólo hace lo que se espera de una mujer de su posición. Es una tragedia del destino. La historia de J. es distinta. Y, casualmente, guarda relación con algo que he estado investigando para un trabajo de literatura. He estado analizando varias historias de amor clásicas en las que diversas mujeres bellas y deseables se convierten súbitamente en monstruos, como «La historia de Yingying», o «El artesano Cui y su mujer fantasma». No importa cuán deseable pueda ser una mujer en el sentido romántico: siempre esconde un lado oscuro que resulta ser desastroso para el hombre que esté con ella. ¿Se trata de algo profundamente arraigado en la cultura china o en el inconsciente colectivo chino? Es posible, sobre todo si pensamos en la institución de los matrimonios concertados. La demonización de las mujeres, en particular de aquellas mujeres que practican el amor sexual, resulta, por tanto, comprensible. Sería un retorcido mensaje edípico, pero con características chinas.
– Su charla es muy profunda, pero no entiendo qué pretende explicar -afirmó Jia-. Debería escribir un libro sobre el tema.
Chen también se preguntó a qué se debía su súbita euforia ahí, en compañía de Jia. Puede que ahora entendiera por fin lo que tanto le había costado captar cuando escribía su trabajo: quizás este paralelismo inesperado con el caso le había ayudado a ver la luz.
– Volviendo a J., su peculiar instinto asesino resultó ser incontrolable. Los arrebatos procedían no sólo de su inconsciente personal, sino también del inconsciente colectivo.
– No me interesan las teorías, inspector jefe Chen. Ni creo que a sus lectores les lleguen a interesar nunca. Mientras su historia tenga tantas lagunas, no podrá defender su hipótesis.
Evidentemente, Jia creía que Chen había jugado ya todas sus bazas y que, por tanto, era incapaz de atraparlo. Por su parte, Jia había señalado las lagunas en la historia de Chen para hacerle saber que sus hipótesis no eran más que faroles en un juego de guerra psicológica.
No cabía duda de que había ciertas lagunas que sólo Jia podía completar, pensó Chen, pero entonces se le ocurrió otra idea. ¿Por qué no dejar que Jia acabara de narrar la historia?
Por inverosímil que pareciera, Chen decidió ponerlo en práctica en el acto. Después de todo, Jia podría sentirse tentado de contar la historia desde su perspectiva, poniendo énfasis en otros aspectos y justificaciones, siempre que, psicológicamente, pudiera mantener que no era más que una historia.
– Es usted un buen crítico, señor Jia. Suponiendo que fuera el narrador, ¿cómo podría mejorar el relato?
– ¿A qué se refiere?
– A las lagunas en la narración. Algunas de mis explicaciones puede que no basten para convencerlo. Como autor, me pregunto qué clase de explicaciones esperaría usted como lector, o intentaría proporcionar.
Por la forma en que miró a Chen, quedó claro que Jia sabía que se trataba de una trampa, y no respondió de inmediato.