– Usted es uno de los mejores abogados de la ciudad, señor Jia -siguió diciendo Chen-. No cabe duda de que su experiencia legal resultará inestimable.
– ¿A qué lagunas en particular se refiere, inspector jefe Chen? -inquirió Jia, aún cauto.
– Al vestido mandarín rojo, para empezar. Si nos atenemos a la investigación sobre la tela y el estilo, J. mandó confeccionar los vestidos en la década de los ochenta, unos diez años antes de empezar a matar. ¿Ya estaba planeando los asesinatos? No, no lo creo. Entonces, ¿por qué tenía tantos vestidos de distintas tallas, como si hubiera previsto la necesidad de escogerlos después para sus víctimas?
– Es algo que no tiene explicación, ¿no le parece? Aunque, como lector, creo que puede haber una hipótesis más creíble y que concuerde mejor con el resto de la historia. -Jia hizo una pausa para beber un sorbo de vino, como si estuviera absorto en sus pensamientos-. Al echar en falta a su madre, J. intentó copiar el vestido de la fotografía. Tardó bastante en encontrar la tela original, hacía tiempo que no la fabricaban, y en localizar al viejo sastre que había confeccionado el vestido original. Así que decidió usar toda la tela y encargó varios vestidos, en lugar de uno solo. Puede que uno de ellos sea bastante parecido al original. J. no previo que se usarían años después.
– Excelente, señor Jia. Es como si J. viviera aferrado al preciso instante en que le tomaron aquella fotografía junto a su madre. No sorprende que intentara reproducir algún elemento de aquella imagen. Algo tangible, para que pudiera convencerse a sí mismo de que aquel momento había existido -explicó Chen, asintiendo con la cabeza-. En cuanto a la otra laguna que ha señalado, usted tenía razón al afirmar que J. era plenamente capaz de frustrar los planes de Jazmín de alguna otra forma. Además, Jazmín no era como las demás víctimas. ¿Por qué habría estado dispuesta a salir con un desconocido?
– Bueno -replicó Jia-, ¿por qué está tan seguro de que había planeado matarla? Tal vez hubiera intentado convencerla para que no se dejara llevar por la pasión. Y entonces sucedió algo.
– ¿Cómo, señor Jia? ¿Cómo podía convencerla para que no se dejara llevar por el amor?
– Yo no soy el autor, pero J. podría haber descubierto algo sobre el amante de Jazmín, algo sospechoso en su negocio o sobre su estado civil. Así que planeó un encuentro con ella para hablar del tema.
– Claro, eso explica que aceptara salir con él. Fantástico.
– Quería que Jazmín dejara de ver a aquel hombre, pero ella se negó a escucharlo. Así que la amenazó con las posibles consecuencias, como revelar su relación secreta, o acusar a su amante de bigamia. Durante su acalorada discusión, ella se puso a gritar. J. le tapó la boca para silenciarla. En pleno trance, de improviso, se vio a sí mismo convertido en Tian, haciéndole a Jazmín lo que Tian le había hecho a su madre. Una experiencia extraña, como la reencarnación. Era Tian el que la atacaba…
– Salvo que en el último minuto -interrumpió Chen-, el recuerdo de su madre volvió a afectar a su virilidad y la estranguló en lugar de violarla. Eso explica las magulladuras en las piernas y en los brazos de Jazmín, y el hecho de que J. lavara después el cadáver. Era un hombre cauto, a quien preocupaba dejar pruebas tras aquel intento fallido.
– Bueno, ésa es su versión, inspector jefe Chen.
– Gracias, señor Jia, ha resuelto el problema -dijo Chen, acabándose el vino-. Aclaremos otra laguna. J. abandonó los cuerpos en lugares públicos. Un mensaje desafiante, en mi opinión. Pero la última víctima apareció en un cementerio. ¿Por qué? Si el ladrón de tumbas no lo hubiera encontrado, el cuerpo podría haber permanecido allí, sin que nadie lo descubriera, durante días.
– No conoce bien ese cementerio, ¿verdad?
– No.
– En los años cincuenta era el cementerio de los ricos, por lo que hay una explicación muy sencilla. Los miembros de la familia de J. estaban enterrados allí.
– Pero los padres de J. fueron incinerados, y sus cenizas esparcidas. Además, la policía registró el cementerio de arriba abajo. Ninguno de sus parientes cercanos estaba enterrado allí.
– Algunas familias compraban sus tumbas con mucha antelación. El abuelo y los padres de J. podrían haber comprado sus tumbas bastantes años antes de morir. Así que, en su imaginación, seguía siendo el lugar en el que descansaba su madre…
El móvil de Chen empezó a sonar pese a ser una hora intempestiva. El inspector jefe contestó a toda prisa. Era una llamada del director Zhong.
– Gracias a Dios, por fin lo encuentro, inspector jefe Chen -dijo Zhong-. El comité central del Partido en Pekín ha tomado una decisión sobre el caso del complejo residencial.
– ¿Sí? -preguntó Chen, volviéndose hacia un lado-. ¿Se refiere a la sentencia del juicio?
– Es un caso difícil, pero también supone una oportunidad para mostrar la determinación con que nuestro Partido combate la corrupción. La gente ve a Peng como un representante de dicha corrupción. Démosle un castigo ejemplar.
– No he colaborado demasiado en este caso, lo siento. Pero estaré allí mañana. Esos funcionarios corruptos deberían recibir su castigo.
Zhong no tenía ni idea de que la conversación telefónica se estuviera desarrollando en presencia de Jia.
– Entonces lo veré en la sala mañana -dijo Zhong.
– Siento la interrupción, señor Jia -se excusó Chen volviéndose hacia el abogado nada más colgar.
Fue entonces cuando el reloj de caoba empezó a dar la hora, sonando como la campana del templo.
Las doce.
30
Estrictamente hablando, era un nuevo día.
Chen se acabó el vino de un trago con la vista puesta en el reloj de caoba. El propietario del restaurante había hecho un buen trabajo: había conseguido restablecer el ambiente de embriagadora opulencia del antiguo Shanghai gracias a una decoración que prestaba especial atención a los detalles. El reloj, que había sobrevivido durante todos estos años, se veía auténtico, con su péndulo de latón bruñido como si fuera nuevo.
Tal vez Chen hubiera roto el ciclo. Ya estaban a viernes: era prácticamente imposible que Jia intentara cobrarse una nueva víctima antes del juicio.
Así que cogió la campanilla de plata y la hizo sonar.
Nube Blanca se acercó a la mesa vestida con un vaporoso vestido de vivos colores, como una flor nocturna que acabara de abrirse.
– ¿Sí?
– El plato especial de la noche -pidió Chen-. No te olvides de ningún detalle.
– Pondré especial atención en los detalles -respondió ella, encendiendo las dos velas que había sobre la mesa antes de irse.
Jia los observó con detenimiento, sin hacer ningún comentario sobre las extrañas instrucciones que Chen le acababa de dar a Nube Blanca.
Chen encendió un cigarrillo. Un silencio repentino envolvió la habitación; sólo se oía el péndulo del viejo reloj.
De repente, el reservado quedó a oscuras salvo por la luz de las velas, que osciló al abrirse la puerta de nuevo.
Nube Blanca volvió a entrar en la habitación. Esta vez llevaba puesto un vestido mandarín rojo, con las aberturas desgarradas y varios botones de la pechera desabrochados. Sus pies, descalzos, resplandecían sobre la alfombra.
Jia se levantó súbitamente y su rostro palideció. Parecía como si hubiera visto a un fantasma.
En un cuento de la dinastía Song sobre el juez Bao que Chen había leído tiempo atrás, un criminal confesó tras sobresaltarse al ver la aparición de una mujer asesinada. En aquella época la gente aún era supersticiosa y se amedrentaba ante la supuesta ferocidad de un fantasma.
No obstante, Jia se esforzó por recobrar la compostura mientras se hundía de nuevo en su asiento. El abogado agachó la cabeza y se secó el sudor de la frente con una servilleta de papel para evitar mirar a la muchacha.