»Entonces, ¿creen que culpar únicamente a Peng por su mala gestión y exculpar a sus contactos es hacer justicia?
La pregunta inquietó a Chen. ¿Hasta dónde pretendía llegar Jia con todo aquello? Tal vez se tratase de un mero alarde efectista por parte del abogado. La lucha contra la corrupción era una causa popular en los noventa, y su discurso seguramente sería recibido con otra salva de aplausos. Aunque ¿le importaba eso realmente a Jia?
¿Pretendía el abogado que todos recibieran su merecido? Parecía comprensible que un hombre en su situación optara por la venganza. Sería, posiblemente, su última venganza, y también la más implacable. A su modo de ver, las autoridades del Partido tendrían que haber rendido cuentas por la Revolución Cultural. Y, para un Gobierno tan ansioso por cerrar este caso con un mínimo impacto político, sería desastroso que se desenmascarara a todos los funcionarios corruptos y que salieran a la luz todas las políticas sucias, tal y como Jia había amenazado la noche anterior.
Chen debería intentar detener a Jia para salvaguardar los intereses del Partido, pero el abogado estaba pronunciando su alegato final, diciendo lo que era preciso decir. ¿Y qué podía hacer el inspector jefe Chen?
Sin embargo, por alguna razón, Chen no creía que Jia pensara seguir adentrándose por ese camino. Según su acuerdo tácito de la noche anterior, no iba a suceder nada excesivamente dramático en el juicio. Ambos habían prometido moderarse. Si Jia quería que Chen cumpliera su parte del trato, él también debería cumplir la suya. Después de todo, Chen tenía las fotos. Jia debió de tomarse la presencia de Chen como una advertencia: cualquier salida de tono por su parte traería consecuencias. No sólo le afectarían a él, sino también al recuerdo de su madre. Tanto Jia como Chen lo sabían.
Para el inspector jefe, pensar que había ayudado a resolver el caso del complejo residencial era como haberse tragado una mosca.
Chen no sabía cómo alejar el mal presentimiento que se había apoderado de él. Algo no iba bien. ¿Qué era? Por un momento dejó su mente en blanco para ponerse en la piel de Jia.
Jia debía de estar pensando en lo que iba a suceder después del juicio. No tenía escapatoria, y él lo sabía mejor que nadie.
¿Cómo iba a ser capaz de enfrentarse a su caída en desgracia? Uno de los abogados más prestigiosos de la ciudad, que siempre hablaba de hacer justicia, tendría que enfrentarse a un juicio en el que sería juzgado y condenado como criminal, tras firmar la confesión de su puño y letra. Fuera cual fuese su defensa, sólo había una condena posible: la muerte, así como la peor humillación imaginable.
Es más, todo eso también podría afectar a su madre. Aunque las fotos no salieran a la luz, la gente acabaría desenterrando algunos detalles de la historia, si no todos.
¿Qué otra cosa podía esperar?
Chen intentó no seguir pensando de aquella forma. «No eres un pez, ¿cómo puedes conocer su forma de pensar?» Jia está enfermo. Eso era lo que Chen le había dicho a Yu, y era cierto.
De improviso, Jia empezó a toser y a respirar agitadamente sacudido por espasmos, con el rostro pálido y demudado.
– ¿Está bien? -preguntó el juez, deseando que Jia acabara por fin su alegato.
– Sí, estoy bien. No es más que un viejo problema -respondió Jia.
El juez vaciló antes de pedirle que continuara. El juicio era demasiado importante para interrumpirlo ahora.
– Me siento tentado de contarles una historia paralela a nuestro caso -continuó diciendo Jia con renovada fuerza-. Una historia sobre lo que le sucedió a un niñito durante la Revolución Cultural. Perdió a su padre, perdió su hogar, y después, de la forma más humillante, perdió a la madre a la que tanto quería. La experiencia lo traumatizó por completo. Era como un arbolito raquítico que sólo puede sobrevivir retorciendo sus ramas. Como dice el proverbio, «Si le damos la vuelta a un nido ni un solo huevo quedará intacto, aunque puede que las grietas no sean visibles». El niño creció con el único propósito de vengar a su familia. Pero cuando Mao declaró que la Revolución Cultural había sido un error bienintencionado, un error comprensible dadas las circunstancias históricas, el protagonista de nuestra historia se dio cuenta de que la suya sería una tarea imposible. Así que finalmente decidió tomarse la justicia por su mano.
»Nadie debería tomarse la justicia por su mano, claro está, sino reclamarla en una sala como ésta. Es algo que todos podemos entender. Sin embargo, ¿existe algún tribunal que persiga los delitos de la Revolución Cultural? ¿Existirá algún día?
Chen estaba a punto de levantarse cuando Jia sufrió otro acceso de tos, más violento si cabe que los anteriores. Su rostro se amorató, y luego fue adquiriendo una palidez cadavérica. Jia empezó a tambalearse.
En la sala se hizo un profundo silencio.
– No se preocupen, no es más que un viejo problema -consiguió decir Jia antes de desplomarse.
– ¿Está enfermo? -preguntó Yu con estupefacción.
Chen negó con la cabeza. No era un viejo problema, sospechó. Algo muy grave estaba sucediendo. Se le ocurrió una posible solución, que quizás había estado intentando obviar hasta ese momento.
Podría haber una salida para Jia, aunque no fuera inmediata. No aquí, no de esa forma.
Jia consiguió darse la vuelta e insinuó un débil gesto para llamar la atención de Chen.
Chen se levantó, se quitó las gafas y mostró su placa a los guardias de seguridad que corrían hacia él.
Un periodista que estaba entre el público lo reconoció y exclamó: «¡Inspector jefe Chen Cao!».
Chen se dirigió hacia Jia con paso firme y se inclinó sobre él. Los asistentes al juicio no daban crédito a lo que estaban presenciando. El juez bajó del estrado y, tras vacilar unos segundos, se encerró en su recámara. Lo siguieron los dos funcionarios del juzgado, como si huyeran a toda prisa del escenario de un crimen. Nadie más se movió. Jia empezó a hablar con una voz tan débil que sólo el inspector jefe la podía oír.
– El fin está llegando más rápidamente de lo que había esperado, pero no importa si acabo de pronunciar mi alegato final o no. Lo que no puede decirse tiene que confinarse al silencio -susurró Jia, sacándose un sobre del bolsillo de la chaqueta-. Aquí hay cheques para esas familias. Los he avalado. Tiene que hacerme el favor de entregárselos.
– ¿A sus familias? -preguntó Chen, cogiendo el sobre.
– He cumplido mi palabra lo mejor que he podido, inspector jefe Chen. Y usted también cumplirá la suya, lo sé.
– Sí, pero…
– Gracias -contestó Jia con una débil sonrisa-. Le agradezco de verdad todo lo que ha hecho por mí, créame.
Chen le creyó. Sabía que Jia tenía que estar exhausto de haber luchado todos esos años, en vano, en soledad. Chen le dio finalmente la oportunidad de poner fin a sus problemas.
– Ella me quiere, lo sé. Todo lo hace por mí -dijo Jia con un resplandor extraño en el rostro-. Usted me ha devuelto el mundo. Gracias, Chen.
Chen le cogió la mano, que estaba cada vez más fría.
– A usted le gusta la poesía -volvió a decir Jia-. También hay un poema en el sobre. Puede quedárselo como muestra de mi gratitud.
Cerrando los ojos, Jia dejó de hablar. Después de todo, ¿qué más podía decir?