– ¿Qué quiere decir?
– El inspector Liao estará muy cabreado. Debe creer que he jugado al gato y al ratón con el Departamento, y que he trabajado en el caso a sus espaldas. Y lo mismo pensará el secretario del Partido Li. Es muy probable que sus sospechas políticas lo tengan obsesionado.
– La cuestión es que usted ha cerrado el primer caso de asesinatos en serie de Shanghai -repuso Yu.
– Le di mi palabra a Jia. Hay algo acerca del caso que no revelaré. No es algo que se refiera sólo a él. Ahora que ha muerto tras cumplir con su parte del trato, mantendré la boca cerrada. Usted podría entenderlo, Yu, pero los demás no.
Chen se preguntó si Yu lo entendería, pero el subinspector no lo presionó para que le diera una explicación. No demasiado, en cualquier caso. No sólo eran compañeros de trabajo, también eran amigos.
– ¿Qué puedo decirles? -preguntó Yu-. ¿Que la venganza está relacionada con la Revolución Cultural? ¡Ni pensarlo!
– Bueno, Jia cometió los crímenes debido a un ataque de locura temporal. Después le carcomió el remordimiento, así que firmó esos cheques para las familias de las víctimas.
– ¿Por qué le dio a usted los cheques?
– Lo conocí por casualidad, después de hojear el expediente sobre el caso del complejo residencial. Y eso es cierto. El director Zhong, del Comité para la Reforma Legal, puede respaldar mi declaración. Zhong me telefoneó ayer por la noche para hablar del caso del complejo residencial, y Jia estaba presente en ese momento.
– ¿Aceptarán su historia?
– No lo sé, pero al Gobierno no le interesará destapar un caso que podría llamarse «la venganza de la Revolución Cultural», como usted acaba de decir. Ojalá no me presionen para que les dé más detalles. De hecho, cuanto menos digamos, mejor será para todos. Puede que nos salgamos con la nuestra. -Y luego añadió-: Es posible que las autoridades del Partido ni siquiera deseen revelar la identidad del asesino. Está muerto, y punto.
– ¿No estarán deseando castigar a Jia como escarmiento a los que causan problemas al Gobierno?
– No creo que quieran castigarlo así, no ahora. Podría salirles el tiro por la culata. Claro que todo esto no son más que suposiciones mías…
El timbre del teléfono sonó más fuerte de lo habitual en la recámara vacía del juez. Era el profesor Bian, quien tenía una cita con Chen aquella mañana. Su alumno no se había presentado.
– Sé que está ocupado, pero su trabajo es muy original. Me gustaría saber cómo avanza.
– Le entregaré el trabajo dentro del plazo previsto -prometió Chen-. Aunque la conclusión me está dando algún que otro problema.
– Es difícil extraer una conclusión general en un trabajo de fin de trimestre -admitió Bian-. Su tema es muy amplio. Si puede encontrar una tendencia compartida por cierto número de historias, ya será suficiente. En el futuro, podría desarrollar el trabajo como tesis de fin de carrera.
Chen se preguntó si podría hacerlo. No respondió de inmediato. Estaba empezando a tener dudas sobre sus estudios.
Después de todo, su trabajo de literatura no era sino otra interpretación más de los textos antiguos. La gente continuaría leyendo, con o sin su interpretación. Puede que la cultura china se hubiera caracterizado por el discurso antiamoroso de los matrimonios concertados, o puede que existiera cierto arquetipo de mujer fatal china. Pero, de ser así, ¿realmente importaba? Cada historia era distinta, cada autor era distinto. Como en los casos criminales, un policía no siempre puede aplicar una teoría general a todos ellos.
– Sí, lo pensaré, profesor Bian. Y tengo algunas ideas nuevas sobre la «enfermedad sedienta».
Su proyecto literario aún podría ser algo en lo que pensar en el futuro, se dijo. Aunque, por ahora, debía posponerlo.
Tal vez le esperara algo más inmediato, más relevante. En cuanto al caso de los asesinatos, quizás una conclusión parcial no resultara del todo satisfactoria, pero al menos ya no habría más víctimas inocentes. No tenía que preocuparse demasiado por presentar una tesis del caso, como sí exigía un trabajo de literatura. Ni siquiera sabía cuál podría ser dicha tesis.
– No piensa seguir adelante con su curso de literatura china, ¿verdad? -inquirió Yu, interrumpiendo las reflexiones de Chen.
– No, me parece que no. No tiene por qué preocuparse por eso -le aseguró Chen-. Aun así debo acabar este trabajo. Aunque no lo crea, este trabajo de literatura realmente me ha ayudado a resolver el caso.
Yu miró a su jefe con expresión de alivio y a continuación le devolvió el sobre.
– ¡Ah! Hay un trozo de papel dentro del sobre.
– Es un poema.
– ¿Para que usted lo publique?
Chen sacó el papel y empezó a leer.
Madre, he intentado que el eco lejano
me ofrezca una pista de lo que me sucede:
en la antigua mansión la gente viene y va,
viendo sólo lo que quieren ver.
El recuerdo del vestido mandarín rojo
me agota; resplandecen entre las flores
tus pies descalzos, tu mano suave:
el peso del recuerdo me roba
las horas de vigilia.
Pero estamos achatados, enmarcados en el zoom
de un momento; clic, y las nubes y la lluvia
se aproximan deprisa, mientras la funesta tristeza
vuelve a escabullirse hacia el horizonte.
Es todo lo que sé, todo lo que veo.
Madre, bébete tú mi copa.
– No hay ninguna copa en la fotografía -dijo Yu, perplejo.
Chen creía que la última imagen sobre la copa podía provenir de una escena deHamlet, en la que la reina se bebe el veneno destinado a su hijo. En sus años de universidad, Chen había leído una interpretación freudiana de la obra, pero ahora apenas la recordaba.
– Es sobre Hamlet y su madre -respondió Chen, tras decidir no explicar nada más-. Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que pueden aparecer en el informe de un caso.
– ¡Que me aspen! -exclamó Yu, sacudiendo la cabeza como si fuera un tambor chino.
AGRADECIMIENTOS
Como ya hice en libros anteriores, quisiera agradecer la ayuda de una larga lista de personas entre las que destacan, muy especialmente, Lin Huiying, célebre diseñadora de vestidos mandarines en Shanghai, por sus expertas explicaciones; Patricia Mirrlees, amiga a la que conocí hace veinte años en Pekín, por su continuo apoyo durante todo este tiempo; y Keith Kahla, mi editor en St. Martin's Press, por su extraordinaria labor.
Qiu Xiaolong