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Amanda Quick

Seduccion

1

Julián Richard Sinclair, conde de Ravenwood, escuchó atónito, sin poder creerlo, el rechazo que recibiera como respuesta ante su formal propuesta de matrimonio. Pero después de su incredulidad, sobrevino una ira fría, aunque controlada. Pero ¿quién se creía que era esa dama?, se preguntó él. Desgraciadamente, no pudo preguntárselo a ella, pues la mujer en cuestión había preferido estar ausente y rechazar la generosa propuesta matrimonial de Julián por medio de su abuelo, quien, obviamente, se hallaba en una incómoda posición.

– Al diablo con todo esto, Ravenwood, no crea que esta situación me agrada mucho más a mí que a usted. La verdad es que esta muchacha ya no es una adolescente que acaba de terminar sus estudios -le explicó lord Dorring, con toda su parsimonia-. Antes era una criaturita de lo más simpática, siempre dispuesta a complacer a los demás. Pero ya tiene veintitrés años y, aparentemente, en el transcurso de los últimos tiempos ha desarrollado una personalidad propia y su poder de decisión es para tener en cuenta. A veces hasta se transforma en un estorbo, pero así están planteadas las cosas. Ya no puedo darle órdenes.

– Ya sabía cuál era su edad -dijo Julián, cortante-. Y precisamente por eso pensé que se trataría de una mujer sensata y sociable.

– Oh, lo es -barbotó lord Dorring de inmediato- definitivamente lo es. No querrá insinuar usted lo contrario, ¿verdad? No es ninguna bobalicona sin cerebro, que suele tener ataques de histeria ni cosas por el estilo. -Su rostro encarnado y patilludo ardió con evidente irritación-. Normalmente, tiene muy buen carácter. Es muy agradable. Un ejemplo perfecto de modestia y gracia femeninas.

– Modestia y gracia femeninas -repitió Julián lentamente.

El rostro de lord Dorring se iluminó.

– Precisamente, milord. Modestia y gracia femeninas. Ha sido un gran consuelo para su abuela, desde la muerte de nuestro hijo menor y de su esposa, hace unos pocos años. ¿Sabe? Los padres de Sophy desaparecieron en el mar cuando ella cumplió los diecisiete. Ella y su hermana vinieron a vivir con nosotros. Estoy seguro que usted lo recuerda -Lord Dorring carraspeó y tosió-. Ah, tal vez la noticia no llegó a sus oídos pues para esa época, usted estaba bastante ocupado con otras… eh… cuestiones.

Julián concluyó que ese «otras cuestiones» había sido un elegante eufemismo con el cual lord Dorring había salido del aprieto en el que se había metido al traer a colación el recuerdo de una hermosa malvada llamada Elizabeth.

– Si su nieta es el claro ejemplo de todas esas virtudes que usted mencionó, Dorring, ¿cuál es el problema que hay en convencerla para que acepte mi propuesta de matrimonio?

– Todo es mi culpa, asegura la abuela de la muchacha.

Lord Dorring frunció sus espesas cejas en señal de desasosiego.

– Me temo que le he permitido leer demasiado y, según me habían dicho, no los textos más adecuados para ella. Pero como podrá imaginarse, no puedo decir a Sophy qué debe leer y qué no. No sé cómo un hombre puede llegar a eso. ¿Más clarete, Ravenwood?

– Gracias, creo que le aceptaré otra copa. -Julián miró a su anfitrión, con las mejillas carmesí y trató de hablar con toda serenidad-. Confieso que no entiendo bien, Dorring. ¿Que tiene que ver todo este asunto con las cosas que lee Sophy?

– Me temo que no he observado con demasiada atención las cosas que ella lee -murmuró lord Dorring, tragándose su clarete-. Y si uno no repara en esos detalles, las mujeres jóvenes suelen formarse ciertos conceptos. Pero después que la hermana de Sophy murió, hace tres años, yo no he querido presionar demasiado a la pobre. Tanto su abuela como yo estamos muy orgullosos de ella. En realidad, es una muchacha razonable.

No entiendo qué se le habrá metido en la cabeza para rechazarlo. Estoy seguro de que cambiará de parecer si sólo le da un poco de tiempo.

– ¿Tiempo? -Ravenwood arqueó las cejas con un sarcasmo mal intencionado.

– Debe admitir que usted también ha apresurado un poco las cosas. Hasta mí esposa opina lo mismo. Aquí, en el campo, tenemos por costumbre ir más despacio con estas cosas. ¿Sabe?, no estamos habituados al ritmo de la ciudad. Y las mujeres, hasta las más sensatas, tienen todas estas malditas ideas románticas respecto de qué debe y qué no debe hacer un hombre en estos casos. -Lord Dorring miró a su invitado con cierto aire esperanzado-. Quizá, si usted le diera unos días más para que ella reconsidere su propuesta…

– Me gustaría hablar con la señorita Dorring personalmente -dijo Julián.

– Pensé que se lo había dicho ya. Sophy no está en este momento. Salió a cabalgar. Los miércoles visita a Bess.

– Ya lo sé. Presumo que le habrán informado que yo vendría a las tres.

Lord Dorring volvió a carraspear.

– Yo, eh… creo que se lo mencioné. Sin duda se le habrá borrado de la mente. Ya sabe usted cómo son las mujeres. -Miró el reloj-. Debería estar de regreso para las cuatro y media.

– Desgraciadamente, no puedo esperarla. -Julián apoyó su vaso de vino y se puso de pie-. Puede informarle a su nieta que no soy un hombre muy paciente. Tenía la esperanza de solucionar todo esto del matrimonio hoy mismo.

– Creo que ella piensa que ya está solucionado, milord -dijo lord Dorring tristemente.

– También puede informarle que yo no considero que esta cuestión esté terminada. Mañana volveré a la misma hora. Y realmente, Dorring, le agradecería mucho si usted dedicara todo su esmero en recordarle mi visita. Es mi intención mantener una conversación personal con ella antes de poner punto final a todo esto.

– Indudablemente, claro, Ravenwood. Pero es mi deber advertirle que Sophy suele ser impredecible respecto de sus idas y venidas. Como ya le dije antes, últimamente se pone muy caprichosa en ciertos aspectos,

– Entonces espero que, por esta vez, sea usted el que eche mano de su autoridad y poder de decisión. Es su nieta. Si necesita que alguien le acorte las riendas, entonces hágalo, por favor.

– Dios Santo -exclamó Dorring sinceramente-. Ojalá fuera así de simple.

Julián avanzó con pasos agigantados hacia la puerta de la pequeña y deslucida biblioteca, para salir al pasillo angosto y oscuro. El mayordomo, vestido de un modo que armonizaba a la perfección con el aire de ajada elegancia que caracterizaba el resto de la antigua mansión, le entregó la maleta de piel de castor y sus guantes.

Julián asintió bruscamente y pasó junto al criado. Los tacones de sus botas hessianas retumbaron en el piso de piedra. Ya estaba odiando el momento en el que había decidido vestirse formalmente para una visita tan poco productiva.

Hasta había hecho traer uno de los carruajes para la ocasión. Bien podría haber ido a caballo a Chesley Court y ahorrarse la molestia de agregar un toque de formalidad a la visita.

De haber escogido esta última opción, podría haberse detenido en la residencia de uno de los terratenientes, que le quedaba de paso, para arreglar algunos negocios. De ese modo, no habría perdido toda la tarde inútilmente.

– A la Abadía -ordenó Julián, cuando se abrió la puerta del carruaje. El cochero, que llevaba el uniforme verde y dorado de Ravenwood, hizo un gesto tocándose el sombrero, dando a entender que había captado la orden.

No bien la puerta del vehículo se cerró, el tiro de tordillos echó a andar, ante el leve chasquido de la fusta. Era evidente que el conde de Ravenwood no estaba de humor para deleitarse con el paisaje campestre esa tarde.

Julián se acomodó sobre los cojines del coche, estiró las piernas y se cruzó de brazos, concentrándose en controlar su impaciencia. Claro que no le resultó una tarea sencilla.

Jamás se le había cruzado por la cabeza que le rechazarían su propuesta matrimonial. Ni remotamente la señorita Sophy Dorring estaba en posición como para recibir una mejor oferta, y todo el mundo lo sabía. Indudablemente, sus abuelos también tendrían plena conciencia de esa realidad.