El insulto le llegó hasta la más íntima de sus fibras.
– No conozco ni un solo hombre en esta tierra que se atreva a decirme semejante cosa, madam.
– ¿Va a retarme a duelo? -le preguntó muy interesada-. Le advierto que mi abuelo me enseñó a disparar con pistolas y estoy considerada como una mujer de muy buena puntería.
Julián no supo qué fue lo que le impidió abofetearla, si su honor de caballero o si el día de su boda. Por alguna razón, este matrimonio no había empezado tan apaciblemente como él había ideado.
Miró el rostro radiante e interesado que tenía frente a sí y pensó en una respuesta para el desfachatado comentario de su esposa. En ese momento, el trozo de cinta que había quedado colgando del bolso de Sophy cayó al piso del carruaje.
Sophy frunció el entrecejo y se agachó para recogerlo. Julian hizo el mismo movimiento simultáneamente y su manaza rozó la pequeña mano de ella.
– Permíteme -le dijo con frialdad. Recogió la cinta y la dejó caer sobre la palma de su mano.
– Gracias -dijo ella, bastante incómoda. Comenzó a luchar furiosamente, tratando de reinsertar la cinta siguiendo el diseño original.
Julián se recostó sobre el asiento, observando fascinado cómo se zafaba otra cinta del bolso. Frente a sus ojos, comenzó a desarmarse completamente todo el dibujo de cintas entretejidas que adornaban el accesorio. En menos de cinco minutos, Sophy se quedó sentada con un bolso totalmente destruido entre sus manos. Levantó la vista, turbada.
– Nunca pude entender por qué me pasan siempre esta clase de cosas -dijo ella.
Sin decir una palabra, Julián recogió el bolso, lo abrió y guardó en él todos los pedazos de cintas sueltas.
Cuando volvió a entregárselo, tuvo la extraña sensación de que, con ese gesto, acababa de abrir la caja de Pandora.
3
A mediados de la segunda semana de luna de miel, en las flamantes tierras de Julián en Norfolk, Sophy empezó a creer que se había casado con un hombre que tenía serios problemas con el oporto que tomaba después de cenar.
Hasta ese momento, ella había disfrutado de su viaje de novios. Eslington Park se hallaba situado contra un sereno fondo formado de oteros boscosos y extensas praderas. La casa en sí se veía imperturbable y digna, con la clásica inspiración de la tradición paladina que tan de moda había estado en el siglo anterior.
El interior de la misma daba una sensación de pesada antigüedad, pero Sophy creía que aquellas habitaciones bien proporcionadas y de ventanas muy altas tendrían algún remedio.
No veía la hora de redecorar el recinto.
Mientras tanto, había disfrutado mucho de las cabalgatas diarias que había hecho con Julián, explorando bosques, praderas y también las fértiles tierras que había adquirido recientemente.
El conde le había presentado a John Fleming, el encargado que acababa de emplear, y se alegró de que Sophy no se sintiera ofendida por las largas horas que pasaba discutiendo sobre el futuro de Eslington Park con el estricto joven.
Además, Julián se había encargado de presentarla y de presentarse ante todos los aparceros que vivían en su propiedad. Se mostró complacido al descubrir que Sophy admiraba los rebaños y la producción agrícola con ojo de experta. «Ser una muchacha criada en el campo tiene ciertas ventajas», pensó Sophy.
Al menos, una mujer así tendría algo inteligente que decir a un esposo que obviamente amaba la tierra.
En más de una oportunidad Sophy se preguntó si Julián alguna vez sentiría el mismo amor por su nueva esposa.
Tanto los terratenientes como los pobladores del lugar habían estado muy ansiosos por conocer al nuevo amo. Pero cuando se dieron cuenta de que Julián acompañaba a los granjeros hasta el interior de sus graneros, sin importarle en absoluto que se le ensuciaran sus lustrosas botas de montar, se corrió el rumor de que el nuevo amo de Eslington era un hombre que sabía de campo y de la cría de las ovejas.
Sophy también supo ganarse rápidamente el consenso general encariñándose con algunos corderitos regordetes, o lamentándose por los que estaban enfermos y hablando con ciertos conocimientos sobre las hierbas medicinales que se usaban en remedios caseros. En más de una ocasión Julián tuvo que aguardar a su esposa, hasta que terminara de pasar la receta para un jarabe para la tos o para algún digestivo a la esposa de algún granjero.
Al parecer, a Julián le divertía quitarle tos trocitos de paja que quedaban en su cabello cada vez que ella salía de alguna casita que tuviera el techo demasiado bajo.
– Serás una buena esposa para mí, Sophy -le dijo él complacido al tercer día de hacer estas visitas-. Esta vez elegí bien.
Sophy se guardó el entusiasmo que sintió al escuchar esas palabras y sólo sonrió.
– ¿Con ese elogio debo entender que potencialmente podría ser la buena esposa de un granjero?
– Eso es precisamente lo que soy, Sophy. Un granjero. -Julián miró todo el paisaje con el orgullo característico que siente un hombre cuando sabe que es propietario de todo lo que ve-. Y una buena esposa de granjero me vendrá de maravillas.
– Habla como si algún día fuera a convertirme en esto -dijo ella-. Le recuerdo que ya soy su esposa.
Julián le obsequió con una de esas sonrisas diabólicas, tan propias de él.
– Todavía no, encanto. Pero pronto lo serás. Mucho antes de lo que has planeado.
El personal de Eslíngton Park estaba muy bien entrenado. Poseía una eficiencia encomiable, aunque Sophy se asombró de que casi se les enredaran los pies en el apuro por cumplir con las órdenes del conde. Obviamente, conocían bien a su nuevo patrón, pero a la vez, se sentían orgullosos de poder servir a un hombre así.
Sin embargo, habían oído hablar de lo rápido que montaba en cólera y de su temperamento incontenible por el cochero, el cuidador de caballos, el mayordomo y la dama de compañía de la señora, que habían escoltado a los condes hasta Eslington Park, razón por la que decidieron no arriesgarse a provocarlo.
En general, la luna de miel estaba saliendo bastante bien. Lo único que empañaba esa tranquilidad y alegría, en lo que a Sophy se refería, era la sutil, aunque deliberada presión que Julián ejercía sobre ella al anochecer. Empezaba a ponerla nerviosa.
Era más que evidente que Julián no tenía intenciones de abstenerse durante tres meses. Tenía esperanzas de seducirla mucho antes de que transcurriera ese lapso.
Hasta el momento en que Sophy advirtió la creciente inclinación de Julián a tomar oporto después de cenar, creyó que podía controlar esa situación. La trampa residía en poder controlar sus propios impulsos cuando llegaba la hora del beso de las buenas noches, el cual se iba tornando cada vez más íntimo con el paso de los días. Si lo lograba, se aseguraría de que Julián cumpliera su palabra por honor, aunque no por sentimientos.
Instintivamente, Sophy estaba convencida de que el orgullo de Julián no le permitía tomarla por la fuerza.
No obstante, lo que la preocupaba era la cantidad de oporto que consumía. Cada vez mayor. Eso daba un toque de peligrosidad a la situación que ya de por sí era bastante tensa. Recordó con demasiada nitidez aquella noche en que su hermana Amelia volvió a la casa, hecha un mar de lágrimas, explicando como pudo que un hombre embriagado era capaz de decir palabras horrendas y de tener un comportamiento brutal. Esa noche, Amelia tenía hematomas en los dos brazos. Furiosa, Sophy insistió en que revelara la identidad del amante, pero Amelia se negó nuevamente.
«¿Le has dicho a este refinado amante que tienes, que hemos sido vecinos de Ravenwood durante generaciones? Si el abuelo se entera de lo que está sucediendo aquí, acudirá de inmediato a lord Ravenwood por ayuda, para tratar de poner punto final a todas estas tonterías.»