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– Julián, no -dijo ella rápidamente-. Por favor, no haga esto. Me dio su palabra.

La pasión de sus ojos pronto se convirtió en ira, pero sus palabras ya no se entendían con claridad.

– Maldita seas, Sophy, he sido tan paciente como pocos hombres pueden serlo. No vuelvas a mencionar nuestro llamado pacto. No lo violaré.

Julián se acostó, se acercó a ella y rodeó su brazo con aquellas manos enormes que tenía. Sophy advirtió que la mirada ya se le había tornado vidriosa y se sintió conmocionada en lugar de aliviada cuando se dio cuenta de que pronto se quedaría dormido.

– ¿Sophy? -Su nombre no fue más que una pregunta somnolienta-. Tan tierna. Tan dulce. Me perteneces, ¿sabes? -Las pestañas largas y oscuras descendieron lentamente, ocultando la confundida expresión de Julián-. Cuidaré de ti. No permitiré que te tuerzas como esa perra de Elizabeth. Antes te estrangularía.

Agachó la cabeza para besarla. Sophy se puso tiesa, pero él jamás llegó a tocarle los labios. Gimió una vez y su cabeza cayó pesadamente sobre la almohada. Sus dedos fuertes le apretaron el brazo durante un breve lapso, hasta que la mano también le cayó, con su peso muerto.

El corazón de Sophy latía a gran velocidad, antinaturalmente, mientras estaba allí, acostada, junto a Julián. Durante varios minutos, ni siquiera se atrevió a moverse. Gradualmente, las pulsaciones comenzaron a regularizarse y finalmente se convenció de que Julián no se despertaría. Entre el vino que había bebido y el té de hierbas que ella fe había preparado, lo más seguro era que durmiese hasta la mañana siguiente.

Casi imperceptiblemente, Sophy se levantó de la cama, sin dejar de mirar ni por un instante el magnífico físico de Julián.

Parecía feroz y salvaje en contraste con tas sábanas blancas. ¿Qué había hecho ella? De pie junto a la cama, trató de recuperar la compostura y de pensar con raciocinio.

No estaba segura de cuánto recordaría Julián cuando despertara al día siguiente. Si llegaba a darse cuenta de que ella le había preparado una pócima, su ira no tendría límites y sería descargada directamente sobre ella. Sophy debía hacer lo imposible para convencerlo de que al final se había salido con la suya.

Sophy corrió hacia su maletín de medicinas. Bess una vez le había contado que a veces las mujeres sangraban después de haber sido desvirgadas, especialmente si el hombre era un poco negligente y falto de suavidad. Julián tal vez esperaría encontrar sangre la mañana siguiente entre las sábanas, o tal vez no. Pero si veía sangre, lo más probable era que terminara de convencerse de que había cumplido con sus obligaciones maritales.

Sophy elaboró una preparación rojiza utilizando unas hierbas de hojas rojas y un poco de té que había quedado. Terminada la tarea, miró la preparación con desconfianza. El color estaba bien, pero la textura no era lo suficientemente espesa. Tal vez eso no tendría tanta importancia una vez que la vertiera sobre la sábana.

Se acercó a la cama y desparramó un poco de la sangre falsa en el sitio sobre el que se había acostado. Se absorbió rápidamente, dejando una aureola pequeña y colorada. Sophy se preguntó cuánta sangre esperaría encontrar un hombre después de haber desflorado a su mujer virgen.

Frunció el entrecejo y luego de un breve debate interno, concluyó que la sangre no era suficiente. Agregó un poco más. Estaba tan nerviosa y temblaba tanto que se le cayó más sangre falsa de la deseada.

Presa del pánico, Sophy se echó hacia atrás y se le desparramó más líquido todavía. La aureola había incrementado considerablemente su tamaño. Sophy se preguntó si no se le habría ido la mano.

A toda prisa, vertió el remanente de la preparación en la tetera. Luego apagó las velas y se metió alegremente en la cama, junto a Julián, cuidando de no rozarle la musculosa pierna.

Ya no tenía ninguna solución. Tendría que dormir sobre parte, al menos, del enorme manchón colorado y húmedo que había dejado sobre la cama.

4

Julián escuchó que se abría la puerta de la recámara. Unos murmullos de voces femeninas intercambiaban algunas palabras. La puerta volvió a cerrarse y después oyó el ruido de la vajilla del desayuno sobre una bandeja que acomodaron en una mesita cercana.

Se desperezó lentamente. Era extraño en él sentirse tan letárgico. Tenía un gusto raro en la boca, como si hubiera estado comiendo alimento para caballos. Frunció el entrecejo, tratando de recordar cuánto oporto habría bebido la noche anterior.

Abrir los ojos constituía todo un esfuerzo y cuando al final lo logró, se sintió completamente desorientado. En apariencia, las paredes de su cuarto habían cambiado de color durante la noche. Contempló el empapelado chino, tan poco familiar para él, durante un rato y lentamente fue recuperando la memoria.

Estaba en la cama de Sophy.

Suavemente, Julián se acomodó sobre las almohadas, con la esperanza de recordar todo lo demás, que sin duda sería más que satisfactorio. Pero nada acudió a su memoria, excepto un remoto y molesto dolor de cabeza. Volvió a fruncir el entrecejo y se frotó las sienes.

No era posible que hubiera olvidado el acto de hacer el amor a su flamante esposa. La anticipación había sido la responsable de tenerlo tan ansioso y excitado tanto tiempo. Julián había sufrido diez largos días esperando el momento oportuno. El desenlace, indudablemente, tendría que haberle dejado un recuerdo mucho más agradable.

Miró a su alrededor y vio que Sophy estaba parada junto al guardarropa. Tenía puesto el mismo camisón que la noche anterior. Le daba la espalda y él sonrió fugazmente al ver que uno de los volados de la prenda se había metido accidentalmente dentro del cuello. Julián sintió incontenible impulso de levantarse y acomodárselo. Pero después decidió que lo mejor sería quitarle el camisón y llevársela de nuevo a la cama.

Trató de recordar la imagen de sus senos pequeños y curvados a la luz de las velas, pero todo lo que le vino a la mente fueron sus oscuros y erectos pezones dibujándose sobre el género del camisón.

Deliberadamente, Julián insistió en recordar todo pero sólo obtuvo una vaga figura de su esposa, acostada sobre su cama, con el camisón levantado por encima de las rodillas. Sus piernas desnudas se le antojaron gráciles y elegantes. Recordó la excitación que había experimentado al conjeturar cómo se sentiría si ella lo rodeaba con esas piernas.

También recordó el momento en que se quitó su camisón, cuando la pasión ardió dentro de él. Sophy había expresado cierta incertidumbre y conmoción al verlo, expresión que lo había irritado. Seguidamente, Julián se metió en la cama, decidido a tranquilizarla y a convencerla de que lo aceptase.

Sophy se había mostrado nerviosa y algo cansada, pero él sabía que lograría que ella se relajase y disfrutara del acto de amor. Sophy ya le había demostrado que era capaz de responderle.

Él la había abrazado y luego…

Sacudió la cabeza, como para poner en orden sus ideas. Seguramente no habría pasado el papelón de no poder cumplir con sus obligaciones maritales. Se había muerto de ganas de hacer suya a Sophy durante mucho tiempo. Simplemente, no podía haberse quedado dormido en la mitad del proceso, por más que hubiera bebido litros y litros de oporto.

Asombrado por ese blanco que tenía en la memoria, Julián apartó las mantas. Tocó con el muslo una parte dura de la sábana, un manchón algo húmedo que se había secado durante la noche. Julián sonrió aliviado y satisfecho. Miró hacia abajo, y supo que lo que encontraría allí probaría que no se había humillado como hombre.

Pero un momento después su satisfacción desapareció para dar paso a una gran sensación de descreimiento. La mancha marrón-rojiza que estaba en la sábana era demasiado grande.

Imposiblemente grande.

Monstruosamente grande.