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– Estoy seguro de que eso fue lo que convinieron Glasronbury y Plimpton -dijo Daregate-. En consecuencia, no sólo se encontraron en las Memoirs de Charlotte sino que también recibieron un pésimo trato en las publicaciones. Aparentemente, la Gran Featherstone no se quedó muy impresionada con la actuación de estos hombres en el salón privado.

Miles se quejó.

– ¿Las Memoirs son así de detalladas?

– Me temo que sí -dijo Daregate-. Están llenas de detalles tontos que sólo una mujer puede molestarse en recordar. Minucias; fijarse si un hombre se bañó y se puso una camisa limpia antes de ir a visitar a una mujer. ¿Qué pasa Miles? Nunca fuiste uno de los protectores de Charlotte, ¿verdad?

– No, pero Julián sí, por un corto tiempo-sonrió Miles.

– Julián hizo una mueca.

– Dios me proteja. Eso fue hace mucho tiempo. Estoy seguro de que Charlotte ya me habrá olvidado.

– No contaría con eso -dijo Daregate-. Las mujeres de esa clase tienen muy buena memoria.

– No te inquietes, Julián -agregó Miles-, con un poco de suerte, tu esposa nunca oirá hablar de las Memoirs. Julián gruñó y siguió con su periódico. Se aseguraría de ello.

– Dinos, Ravenwood -interrumpió Daregate-. ¿Cuándo vas a presentarnos a tu nueva condesa? Ya sabes que todo el mundo se muere de curiosidad por saber de ella. No podrás esconderla para siempre.

– Entre las maniobras de Wellington en España y los Memoirs de Featherstone, la sociedad tiene mucho de qué ocuparse en estos momentos -dijo Julián.

Thurgood y Daregate abrieron la boca como para protestar por la observación de su común amigo, pero la fría expresión prohibitiva de Julián les hizo cambiar de parecer.

– Creo que podría ordenar otra botella de clarete -dijo gentilmente Daregate-. Estoy algo sediento después de una velada de aventuras. ¿Me acompañáis?

– Sí -dijo Julián, mientras dejaba a un lado el periódico-. Creo que te acompañaré.

– ¿Aparecerás por lo de lady Fastweil esta noche? -preguntó Miles-. Sería interesante. Se dice que lord Eastweil recibió una de esas notas de chantaje hoy. Lo que no se sabe todavía es si lady Eastweil ya se enteró.

– Yo respeto mucho a Eastweil -dijo Julián-. Lo vi bajo el fuego en el Continente. Y a tí también, Daregate. El hombre sabe cómo hacerse valer en el campo de batalla contra el enemigo. Ciertamente sabrá cómo hacerse respetar por su esposa.

Daregate sonrió, pero no hubo buen humor en su sonrisa.

– Vamos, Julián, sabes perfectamente bien que luchar contra Napoleón es un juego de niños comparado con enfrentarse a una mujer furiosa.

Miles asintió con la cabeza, como coincidiendo con los demás, aunque todos sabían que él jamás se había casado ni había tenido ningún noviazgo serio.

– Muy inteligente al haber dejado a tu esposa en el campo, Ravenwood. Muy inteligente, por cierto. Allí no hay problemas.

Julián había estado tratando de convencerse precisamente de eso durante toda la semana que pasó en Londres. Pero esa noche, al igual que todas las demás, no estaba tan seguro de haber tomado la decisión correcta.

El hecho era que echaba de menos a Sophy. Era lamentable, inexplicable y terriblemente incómodo. Pero también, innegable. Había sido un tonto al abandonarla en el campo- Debía de haber otro medio para darle su merecido.

Desgraciadamente, en aquel momento no había pensado con claridad como para encontrar la alternativa.

Con bastante intranquilidad, consideró la cuestión mucho más tarde, cuando se marchaba del club. Subió al carruaje y se quedó mirando, pensativo, a través de la ventana, las oscuras calles de la ciudad, mientras el cochero hacía sonar su fusta.

Era cierto que aún se ponía furioso cada vez que recordaba la trampa que Sophy le había tendido aquella noche fatídica en la que había decidido reclamar sus derechos maritales. Y varias veces al día se recordaba que lo mejor era darte lecciones ahora, al principio del matrimonio, cuando Sophy mantenía cierta inexperiencia y flexibilidad. No debía tener la sensación de que podía manejarlo a su antojo.

Pero por mucho que Julián trataba de hacer hincapié en los caprichos de Sophy y en su deber de corregirla desde un principio, no podía evitar recordar a cada momento otras cosas de ella.

Echaba de menos las cabalgatas matinales, las conversaciones inteligentes sobre el manejo de una granja y las partidas de ajedrez por las noches.

También extrañaba el excitante y femenino perfume de Sophy, el modo en que alzaba el mentón cuando se preparaba para desafiarlo y la sutil inocencia que brillaba en sus ojos turquesa.

También recordó su risa alegre y traviesa y su preocupación por la salud de los sirvientes y de los aparceros.

Varias veces, a lo largo de la última semana, se sorprendió pensando en qué parte del atuendo de Sophy estaría mal acomodado en esos momentos. Cerraba los ojos y se la imaginaba con el sombrero de montar caído sobre una oreja o con una parte del dobladillo del vestido rota. Su dama de compañía tendría mucho trabajo con ella.

Sophy era muy diferente de la primera esposa de Julián. Elizabeth siempre había estado impecable: cada rizo en su sitio, cada vestido escotado inteligentemente acomodado para exhibir sus mejores encantos según su conveniencia. Aun en la cama, la primera condesa de Ravenwood había mantenido un aire de elegante perfección. Había sido una hermosa diosa de la lujuria con sus camisones de excelente confección, una criatura señalada por la naturaleza para incitar la pasión en los hombres y llevarlos a la locura. Julián sentía náuseas cada vez que recordaba cómo lo había envuelto en. aquella telaraña de seda.

Determinadamente, hizo a un lado los viejos recuerdos. Había elegido a Sophy como esposa porque estaba del todo convencido de que era totalmente distinta de Elizabeth y su intención era que siempre fuera así. Fuera cual fuere el costo, no le permitiría a Sophy seguir el mismo sendero destructivo que Elizabeth había escogido.

Pero si bien estaba muy seguro de cuál era su objetivo, no estaba del todo convencido de tas medidas que tendría que tomar para cumplir con ese objetivo. Tal vez había cometido un error al dejar a Sophy en el campo, No sólo porque la muchacha no recibiría la correcta supervisión sino porque él también se sentía un poco perdido sin ella en la ciudad.

El carruaje se detuvo frente a la imponente casa que Julián tenía en Londres. Miró de mal talante la puerta principal y pensó en la cama solitaria que estaría aguardándolo. Si aún le quedaba algo de sentido común, debería ordenar al cochero que diera media vuelta y lo llevara a Trevor Square. Marianne Harwood sin duda estaría más que dispuesta a recibirlo aun a esas altas horas.

Pero las imágenes de la encantadora y voluptuosa mujer de la Belle Harwood no lo provocaron a pesar de su celibato autoimpuesto. A las cuarenta y ocho horas de haber llegado a Londres Julián se dio cuenta de que la única mujer que deseaba en su cama era a su esposa.

Su obsesión por ella era indudablemente el resultado directo de negarse lo que por derecho le correspondía, decidió, mientras bajaba del carruaje y subía las escaleras. No obstante, estaba muy seguro de una cosa: la próxima vez que se llevara a Sophy a la cama, se aseguraría muy bien de que ambos lo recordaran con perfecta claridad.

– Buenas noches, Guppy -dijo Julián cuando el mayordomo abrió la puerta-. ¿Levantado tan tarde? Pensé que te había dicho que no me esperases.

– Buenas noches, milord. -Guppy carraspeó audiblemente y se hizo a un lado para dar paso a su amo-. Esta noche ha habido un poquito de revuelo. Todo el personal se quedó levantado.

Julián, que estaba a mitad de camino rumbo a la biblioteca, se detuvo y se volvió, con el entrecejo fruncido, en gesto interrogante. Guppy tenía cincuenta y cinco años y era muy eficiente en su trabajo, de modo que no tenía inclinaciones por dramatizar situaciones.