– ¿Ahora? Bien… Cabalgaré en el viejo Bailarín de regreso a Chesley Court y, una vez allí, me dedicaré a almacenar todas estas hierbas que tú tan gentilmente me has obsequiado. La gota del abuelo está molestándolo otra vez y ya casi no tengo ingredientes para prepararle su poción predilecta.
– Sophy, querida, ¿de verdad rechazarás la propuesta de matrimonio del conde?
– No -dijo Sophy honestamente-, de modo que no hay necesidad de que te muestres tan horrorizada. Si insiste, al final me tendrá, pero bajo mis condiciones.
Bess abrió mucho los ojos.
– Ah, creo que ahora te entiendo. Otra vez has estado leyendo esos libros que hablan sobre los derechos de las mujeres, ¿no? No seas tonta, niña, y acepta los consejos de esta vieja: ni intentes poner en práctica tus jueguitos con Ravenwood. No los pasará por alto. Es posible que puedas llevar de la nariz a lord Dorring, pero el conde de Ravenwood tiene una personalidad completamente diferente.
– Coincido contigo en ese punto, Bess. El conde de Ravenwood es un hombre completamente diferente del abuelo. Pero trata de no preocuparte por mí. Sé lo que estoy haciendo. -Sophy recogió las riendas y tocó suavemente al zaino con el talón.
– No, niña. No estoy tan segura de eso. -Le gritó Bess a sus espaldas-. No se provoca al demonio sin salir lastimada, como si tal cosa.
– Pensé que habías dicho que Ravenwood no era ningún demonio -contestó Sophy por encima del hombro cuando Bailarín emprendió el trote.
Saludó a Bess con la mano mientras el caballo se dirigía a un monte cercano. No tenía necesidad de guiar al zaino para que hallara el camino de regreso a Chesley Court. Durante los últimos años había recorrido ese trayecto tan a menudo que conocía el itinerario de memoria.
Sophy dejó las riendas sueltas alrededor del caballo mientras se ponía a pensar en la escena que sin duda la esperaría al llegar a Chesley Court.
Seguramente sus abuelos estarían destrozados. Esa mañana lady Dorring se había llevado a la cama una amplia variedad de tónicos y sales fortalecedoras, que había acomodado al alcance de su mano. Lord Dorring, quien había tenido la dura tarea de enfrentar a Ravenwood solo, sin duda estaría buscando consuelo en una botella de clarete en esos momentos. El personal de la pequeña residencia estaría silencioso. Ellos, al igual que todo el mundo, habrían preferido un buen esposo para Sophy, por una cuestión de intereses. Sin un adecuado arreglo conyugal por el que se llenaran las decadentes arcas de la familia, había muy pocas perspectivas de que los sirvientes viejos recibieran una pensión respetable.
Era de esperar que nadie comprendiera la negativa de Sophy ante la propuesta de Ravenwood. Rumores, chismes y oscuras historias aparte, el hombre era, después de todo, un conde… muy rico y poderoso por cierto. Era propietario de la mayoría de las vecindades allí en Hampshire, así como también de otras tierras en condados vecinos. Además, poseía una elegante casa en Londres.
Por lo que los habitantes del lugar sabían, Ravenwood administraba correctamente sus heredades y era justo tanto con sus terratenientes como con sus sirvientes. Eso era todo lo que realmente importaba en el condado. Todos los que dependían del conde gozaban de una vida muy cómoda, siempre que se cuidaran de no interponerse en su camino.
Todos coincidían en que Ravenwood tenía sus defectos, pero también admitían que cuidaba afanosamente de sus tierras y de la gente que trabajaba para él. Pudo haber asesinado a su esposa, pero se había abstenido de hacer cosas realmente infames, como, por ejemplo, despilfarrar toda su herencia en juegos de azar en Londres.
«La gente del pueblo podría ser caritativa con Ravenwood -pensaba Sophy-. Pero no tenían que enfrentarse a la perspectiva de casarse con él.».
Tal como siempre sucedía cada vez que Sophy recorría ese sendero, su vista estaba fija en las oscuras y frías aguas de la laguna Ravenwood, en cuya superficie flotaban costras de hielo, esparcidas de tanto en tanto. Si bien había quedado poca nieve en el suelo, la presencia del frío invernal se hacia sentir sobremanera en el aire. Sophy se estremeció y Bailarín olisqueó algo confuso.
Sophy se inclinó hacia adelante para palmear el cuello del animal, en un intentó por tranquilizarlo, pero la mano se le congeló a mitad del trayecto. Una gélida brisa agitó las ramas de los árboles que estaban sobre su cabeza. Sophy volvió a estremecerse, pero en esa oportunidad se dio cuenta de que el frío de la tarde primaveral no había sido el causante de ello. Se irguió en la silla de montar no bien vio al hombre que cabalgaba en un semental negro azabache, en dirección a ella. Se le aceleró el corazón, como siempre le pasaba en presencia de Ravenwood.
Algo turbada, Sophy se dijo que debió haber sabido antes el porqué de sus escalofríos. Después de todo, una parte de ella había estado enamorada de ese hombre desde los dieciocho años.
Había sido entonces cuando le presentaron al conde de Ravenwood. Por supuesto que él, probablemente, ni siquiera recordaría aquella ocasión, pues sólo tenia ojos para su hermosa, impactante y perversa Elizabeth.
Sophy supuso que sus sentimientos iniciales hacia el acaudalado conde de Ravenwood habrían nacido, indudablemente, como el amor obsesivo y natural que siente toda jovencita por el primer hombre que es capaz de atraer su imaginación. Claro que ese amor obsesivo no murió con la misma naturalidad con la que había surgido, aun a pesar de que ella finalmente aceptara que no tenia posibilidades de atraer su atención. Con el transcurso de los años, ese amor obsesivo se había hecho más maduro, más profundo y más estable.
Sophy se había sentido cautivada por el poder sereno, el orgullo innato y la integridad que percibió en Ravenwood. En lo más íntimo de sus sueños secretos lo veía noble, pero de una manera que nada tema que ver con el título que había heredado.
Cuando la deslumbrante Elizabeth convirtió la fascinación que Ravenwood sentía por ella en profundo dolor e incontenible ira, Sophy sintió la necesidad de ofrecerle apoyo y comprensión. Pero el conde estaba mucho más allá de todo eso. En cambio, decidió buscar consuelo en la guerra del Continente, que estaba librándose a las órdenes de Wellington.
Cuando volvió, era evidente que sus emociones se habían ocultado en un recóndito lugar, frío y distante, dentro de sí. Ahora toda pasión, todo sentimiento de afecto que fuera capaz de sentir, en apariencia estaba reservado exclusivamente para sus tierras.
El negro le sentaba muy bien, pensó Sophy. Había escuchado que su caballo se llamaba Ángel y se sorprendió por la ironía de Ravenwood al bautizarlo así.
Ángel era una criatura de la oscuridad, ideal para un hombre que viviera en las sombras. El hombre que lo montaba parecía formar parte del animal. Ravenwood era delgado, pero musculoso. Tenía manos desmesuradamente grandes y fuertes, unas manos que fácilmente habrían podido asesinar a una esposa descarriada, según decían en el pueblo.
No necesitaba hombreras en su chaqueta para resaltar sus hombros. Los pantalones de montar se adherían a sus fibrosas piernas.
Pero aunque la ropa le quedaba bien, Sophy notó que no había nada que el mejor sastre de Londres hubiera podido hacer para disimular la amargura de los toscos rasgos de Ravenwood.
Tenía el cabello negro, como el sedoso pelaje del caballo y sus ojos eran de un verde esmeralda intenso, verdes como los del demonio, como a veces los había calificado Sophy. Se decía que todos los condes de Ravenwood siempre habían nacido con ojos del mismo color que las esmeraldas de la familia.
La mirada de Ravenwood le resultaba desconcertante, no sólo por el color de los ojos sino por la forma en que miraba a la gente, como si estuviera poniéndole precio al pobre desafortunado que se le cruzaba en el camino. Sophy sentía curiosidad por ver qué haría el conde de Ravenwood cuando se enterara del precio que ella se había puesto.