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El frunció el entrecejo.

– Tenía la sensación de que era feliz aquí.

– Es cierto que me agrada la vida campestre y que, en general, estoy contenta, pero no quiero estar confinada en la Abadía de Ravenwood. He pasado la mayor parte de mi vida aquí en el campo, milord, y quiero volver a ver Londres.

– ¿Volver a ver Londres? Tenía entendido que no lo pasó bien en su presentación en sociedad allí, señorita Dorring.

Su mirada avergonzada se apartó de la de él por un momento.

– No me cabe duda de que ya está enterado de que fui un rotundo fracaso cuando fui allí. No recibí ni una sola propuesta matrimonial esa temporada.

– Empiezo a entender por qué fracasó tan rotundamente, señorita Dorring -dijo Ravenwood, sin la más mínima pizca de compasión-, Si en esa ocasión fue tan directa con sus admiradores como lo está siendo hoy conmigo, indudablemente los aterró.

– ¿También estoy aterrándolo a usted, milord?

– Le aseguro que estoy temblando como una hoja.

Sophy casi sonrió a pesar de sí.

– Disimula muy bien su temor, milord. -Por un momento detectó cierto brillo en los ojos de Ravenwood, por lo que decidió dejar de lado todo sentido del humor.

– Sigamos con toda esta conversación tan franca, señorita Dorring. Yo debo entender que usted no quiere estar todo el tiempo aquí en Ravenwood. ¿Hay otra cosa más en su lista de exigencias?

Sophy contuvo la respiración. Ésa era la parte peligrosa-

– Por supuesto que tengo más exigencias, milord.

Suspiró.

– Bueno… escucho.

– Usted dijo claramente que su interés principal en esta relación era la de tener un heredero.

– Quizás esto la sorprenda, señorita Dorring, pero me parece que se considera una razón legítima y adecuada para que un hombre quiera casarse.

– Entiendo -dijo ella-. Pero no estoy preparada para que me urjan a tener un niño de inmediato, milord.

– ¿Que no está preparada? Me dijeron que tiene usted veintitrés años. En lo que a la sociedad respecta, me parece que está más que preparada.

– Ya sé que todos piensan que estoy en exhibición, milord. No necesita resaltármelo. Pero para su sorpresa, no me considero fuera de carrera. Y usted tampoco, o de lo contrario no estaría proponiéndome que me case con usted.

Ravenwood apenas sonrió, mostrando brevemente sus fuertes y saludables dientes blancos.

– Admito que cuando uno tiene treinta y cuatro años, una muchacha de veintitrés le resulta bastante joven. Pero aparentemente, usted es muy sana y apta para la maternidad, señorita Dorring. En mi opinión, podría soportar los rigores del parto a la perfección.

– No tenía idea de que fuera tan experto.

– Otra vez nos estamos yendo del tema. ¿Qué es exactamente lo que trata de decir, señorita Dorring?

Sophy reunió todo el coraje que pudo.

– Me refiero a que no aceptaré casarme con usted a menos que me dé su palabra de que no me forzará a someterme a usted, si yo no lo consiento.

Sintió que las mejillas se le encarnaban bajo la intensa mirada de Ravenwood. Las manos le temblaban sobre las riendas de Bailarín, que no dejaba de moverse. Otra ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles, penetrando a través del traje de Sophy.

La ira se encendió en los ojos de esmeralda de Julián.

– Le doy mi palabra de honor, señorita Dorring, de que jamás he forzado a ninguna mujer en mi vida. Pero estamos hablando de matrimonio aquí y me niego a creer que no sepa que el matrimonio implica ciertas obligaciones tanto para la esposa como para el esposo.

Sophy asintió inmediatamente con la cabeza y el sombrero se le cayó simpáticamente sobre el ojo. En esta ocasión ignoró la pluma.

– También sé, milord, que la mayoría de los hombres no vacila en imponer sus derechos sobre la mujer, sin importarles si la esposa está o no de acuerdo en acceder. ¿Es usted uno de ellos?

– No pretenderá que me case con usted sabiendo desde un principio que mi esposa se negará a reconocer los derechos que me corresponderán en mí carácter de esposo -dijo Ravenwood apretando los dientes.

– Yo no he dicho que jamás estaría dispuesta a reconocer sus derechos. Simplemente estoy pidiendo que se me otorgue un tiempo considerable para que lo conozca y me adapte a la situación.

– No está pidiendo, señorita Dorring. Está exigiendo. ¿Es éste el resultado de sus malos hábitos en la lectura?

– Mi abuelo le advirtió sobre eso, ¿no?

– Sí. Y puedo asegurarle que yo personalmente me encargaré de controlar los textos que selecciona como lecturas una vez que nos casemos, señorita Dorring.

– Eso, por supuesto, llama a una tercera exigencia por mi parte. Debe permitírseme que compre y lea todos los libros y tratados que se me antojen.

El semental echó la cabeza hacia atrás cuando Ravenwood insultó por lo bajo, pero se calmó cuando su amo, con mano experta, le ajustó las riendas.

– Bueno, veamos si la he entendido bien -dijo Ravenwood con gran sarcasmo-. No podré confinarla en el campo, no compartirá mi lecho hasta que se le dé la gana y leerá todo lo que se le ocurra, a pesar de que yo le aconseje y recomiende lo contrario.

Sophy suspiró.

– Creo que eso resume mi lista de demandas, milord.

– ¿Y pretende que yo esté de acuerdo con esa desfachatada lista?

– Ni lo sueño, milord; razón principal por la cual le pedí a mi abuelo que rechazara su propuesta de matrimonio en mi nombre, esta tarde. Pensé que con eso ahorraría mucho tiempo para ambos.

– Discúlpeme, señorita Dorring, pero creo que ahora entiendo por qué usted nunca se ha casado. Ningún hombre que estuviera en su sano juicio aceptaría semejantes ridiculeces. ¿No será que su verdadero deseo es evitar casarse directamente?

– No tenga dudas de que no tengo ningún apuro en casarme.

– Obvio.

– Diría que tenemos algo en común, milord-dijo Sophy con gran osadía-. Me da la impresión de que usted sólo quiere casarse por obligación. ¿Es entonces tan difícil entender que yo tampoco veo tantas ventajas en el matrimonio?

– Aparentemente, usted parece estar pasando por alto la ventaja de mi dinero.

Sophy lo miró, furiosa.

– Naturalmente, ése es un gran incentivo. No obstante, puedo pasarlo por alto. Es probable que no pueda darme el lujo de tener esmeraldas incrustadas en mis zapatillas de baile, por la escasa herencia que me ha dejado mi padre, pero si podré vivir cómodamente. Y lo más importante es que podré gastar mis ingresos de la manera que desee. Si me caso, pierdo ese derecho.

– ¿Entonces por qué no agrega en su lista de exigencias que no permitirá que su esposo la oriente en cuestiones de economía y finanzas, señorita Dorring?

– Una idea excelente, milord. Creo que haré eso exactamente. Gracias por darme la solución más obvia para mi dilema.

– Desgraciadamente, aunque encontrase al hombre con el cerebro lo bastante pequeño como para aceptar todas sus peticiones, no tendría ningún elemento legal como para forzarlo a cumplir con sus promesas si él faltara a su palabra, ¿verdad?

Sophy se miró las manos, sabiendo que él tenía razón.

– No, milord. Dependería exclusivamente del honor de mi esposo.

– Tenga en cuenta, señorita Dorring -dijo Ravenwood, con cierto tono amenazante-, que el honor de un hombre puede ser inviolable en lo que respecta a su reputación o al cumplimiento de sus deudas, pero nada significa en lo relacionado con el trato hacia una mujer.

Sophy se puso fría.

– Entonces no tengo mucha elección, ¿no? Si es así, jamás podré correr el riesgo de casarme.

– Se equivoca, señorita Dorring. Ya ha tomado su decisión y debe aceptar los riesgos. Dijo que estaría dispuesta a casarse conmigo si yo aceptaba sus demandas. Muy bien, acepto.