– Ah, eso -suspiró Sophy aliviada-. ¿Qué pasa con ellas?
– Algunas personas sienten curiosidad por saber por qué usted nunca se las puso en público -preguntó Utteridge con una voz de terciopelo, aunque su mirada fue penetrante.
– Qué extraño -dijo Sophy-. No imagino que alguien pierda su tiempo preocupándose por un detalle tan mundano. Creo que la pieza de baile ha terminado, señor.
– En ese caso le ruego me excuse, señora -dijo Utteridge con una lacónica reverencia-. Creo que tengo prometido el próximo baile.
– Por supuesto. -Sophy hizo una reverencia con la cabeza y observó a Utteridge, que avanzaba entre la multitud, hacia una joven rubia y de ojos azules, con un vestido de seda celeste.
– Cordelia Biddie -dijo Waycott, que apareció justo detrás de Sophy-. Tiene la cabeza hueca, pero su herencia compensará sobremanera la falta de cerebro, según me han dicho…
– Jamás habría pensado que los hombres fueran capaces de valorar las mujeres con cerebro.
– Lo cierto es que muchos hombres no lo tienen y por eso no pueden apreciar que las mujeres tengan esa bendición, en algunos casos, claro. -Los ojos de Waycott estaban clavados en el rostro de ella-. Me atrevería a decir que Ravenwood es uno de esos hombres.
– Se equivoca, milord -dijo Sophy con aspereza.
– Entonces me disculpo -concedió Waycott-. Es sólo que Ravenwood ha dado muy pocas evidencias de apreciación hacia su nueva esposa y eso hace dudar a un hombre.
– ¿Y cómo espera que me demuestre su apreciación? -contravino ella-. ¿Desparramando pétalos de rosas frente a la puerta de nuestra casa todas las mañanas?
– ¿Pétalos de rosa? -Waycott arqueó las cejas-. No me parece. Ravenwood es incapaz de gestos de romanticismo. Pero ya tendría que haberle ofrecido las esmeraldas de la familia.
– No me imagino por qué -respondió Sophy de inmediato-. Por mi tez, las esmeraldas no me favorecen. En cambio, los diamantes van perfectos conmigo, ¿no lo cree usted? -Hizo un ademán con el brazo para atraer la atención hacia el brazalete que Julián le había obsequiado. Las piedras brillaron en su muñeca.
– Está equivocada, Sophy -le dijo Waycott-. Las esmeraldas le sentarían de maravilla. Pero me pregunto si Ravenwood se las confiará alguna vez a otra mujer. Esas piedras deben de traerle muy dolorosos recuerdos.
– Debe disculparme, milord. Ahí está lady Frampton, junto a la ventana y debo preguntarle cómo le fue con el digestivo que le recomendé.
Sophy desapareció, pues decidió que ya había soportado lo suficiente al vizconde. Aparentemente, iba a todas las reuniones sociales a las que ella había concurrido en esos días.
Mientras se movía entre la multitud, se dio cuenta de que no debió haber permitido que Utteridge se le escapara tan rápido. Aunque no fuera el hombre que Sophy buscaba, era evidente que sabía mucho acerca de las actividades de Elízabeth y que estaba muy dispuesto a contarlas. Sophy pensó que podría aportarle datos valiosos sobre los otros dos hombres que estaban en la lista de Charlotte.
Al otro lado del salón, Cordelia Biddie estaba rechazando otra pieza con Utteridge. Éste, en cambio, parecía estar saliendo a los jardines. Sophy comenzó a avanzar hacia las puertas.
– Olvide a Utteridge -le dijo Waycott, desde atrás, muy cerca de ella-. Puede apuntar más alto que eso. Ni siquiera Elizabeth perdió mucho tiempo con él.
Sophy giró la cabeza abruptamente, con los ojos entrecerrados por la furia. Obviamente, Waycott había estado persiguiéndola.
– No sé a qué se refiere, milord, y tampoco deseo que me lo explique. Pero creo que sería inteligente de su parte dejar de hacer especulaciones respecto de mis asociaciones.
– ¿Por qué? ¿Porque tiene miedo de que si Ravenwood llega a enterarse de todo esto, probablemente la ahogue en esa maldita laguna, como ahogó a Elizabeth?
Sophy se quedó mirándolo, en total estado de shock, por un rato y luego salió a los jardines, a refrescarse.
– La próxima vez que me arrastres a una sala de juegos tan miserable como ésta, espero que tengas la decencia de asegurarte de que ganaré. -Julián mantuvo la voz baja, como un gruñido, mientras se levantaba de la mesa con su amigo Daregate.
Detrás de él, avanzaron otros jugadores, con aspecto indiferente, que nada hizo por ocultar el brillo de excitación presente en sus ojos. Los dados cayeron suavemente sobre la mesa, dando comienzo a un nuevo juego. Fortunas se perderían y se ganarían esa noche. Patrimonios que durante generaciones habían pertenecido a determinadas familias cambiarían de manos según los dictados de la suerte. Julián casi no podía contener su disgusto. Las tierras, así como los privilegios y las responsabilidades que ellas acarreaban, no podían arriesgarse estúpidamente en un juego de dados. No podía comprender la mente de un hombre que se dedicaba a ese tipo de cosas.
– Deja de quejarte -lo reprendió Daregate-. Te dije que era mucho más fácil obtener información de un ganador contento que de un perdedor amargado. Obtuviste lo que querías, ¿no?
– Sí, maldita sea, pero me costó mil quinientas libras.
– Una tontería comparada con lo que Crandon y Musgrove perderán esta noche… El problema contigo, Ravenwood, es que lloras por cada centavo que no gastas en tus bienes.
– Sabes bien que hasta tú modificarías tu actitud si tu tío se muriese mañana y heredaras su título y los bienes inherentes a él. No eres más jugador que yo. -Cuando salieron a la calle, advirtieron que el aire de la noche estaba muy frío. Julián indicó su carruaje. Eran casi las doce.
– No estés tan seguro de eso. En este momento, soy devoto de las mesas de juego. Me temo que en cierto modo, dependo de ellas para vivir.
– Es una suerte entonces que tengas talento con los dados y las cartas.
– Una de las habilidades más útiles que adquirí en Eton-dijo Daregate con negligencia. Subió al carruaje.
Julián hizo lo propio y tomó asiento frente a su amigo.
– Muy bien. Creo que he pagado bastante. Ahora averigüemos lo que obtuve por mil quinientas libras -según Eggers, quien, debo decir, por lo general sabe mucho de estas cosas-, por lo menos hay tres o cuatro hombres que todavía usan estos anillos negros -dijo Daregate, pensativo.
– Pero sólo conseguimos arrancarle dos nombres: Utteridge y Varley -reflexionó Julián, refiriéndose al hombre con quien acababa de perder. Cuanto más dinero ganaba Eggers, más dispuesto estaba a contar sus chismes a Julián y a Daregate-. Me pregunto si alguno de ellos habrá sido el que dio el anillo a la amiga de Sophy. Utteridge, creo, pasó un tiempo en la Abadía. Pero Varley también, estoy casi seguro. -Julián cerró el puño, mientras se esforzaba por recordar la aparentemente interminable lista de amantes de Elizabeth.
Daregate fingió ignorar esas sutilezas y siguió con el tema en cuestión.
– Bueno, pero por lo menos, tenemos un punto de partida. Utteridge o Varley podrían ser el que obsequió el anillo a la amiga de tu esposa.
– Maldita sea, Daregate. Esto no me gusta nada. Una cosa es segura: no quiero que Sophy vuelva a ponerse esa sortija. Me encargaré de que sea destruida de inmediato. -Pero interiormente, llegó a la conclusión de que con eso se ganaría otra discusión con Sophy. Obviamente, ella estaba muy aferrada a ese anillo.
– En ese aspecto, coincido plenamente contigo. No debe ponérselo, ahora que hemos descubierto lo que significa. Pero ella no conoce ese significado, Ravenwood. Para Sophy, simplemente se trata de un recuerdo de familia. ¿Vas a contarle la verdad?
Julián meneó la cabeza.
– ¿Quieres que le cuente que el poseedor original pertenecía a un club secreto, donde se hacían apuestas para ver quién podía cornear al miembro más prestigioso de la alta sociedad? ¡Ni loco! Su opinión de los hombres es bastante pobre, tal como está.