– Sophy, no quise decir que tú caerías voluntariamente en sus redes.
– Creo, milord -dijo ella, ignorando los intentos de Julián por aplacarla-, que lo menos que puedes hacer es asegurarme solemnemente que aceptas mi palabra en esta cuestión.
– Maldita sea, Sophy, te digo que no fue mi intención…
– Basta. -Sophy se detuvo abruptamente a mitad de camino, obligándolo a detenerse también. Lo miró con feroz determinación-. Quiero tu palabra de honor de que confías en que no me dejaré seducir por Waycott ni por nadie más. O me la das, o no daré ni un solo paso más contigo.
– ¿De verdad? -Julián examinó su expresión, a la luz de la luna, durante un tiempo. Sus ojos parecían tan inalcanzables e indescifrables como nunca.
– Me lo debes, Julián. ¿Te resulta tan difícil decirlo? Cuando me regalaste el brazalete y el herbario de Culpeper me dijiste que me estimabas. Quiero una prueba de esa estima y no hablo de esmeraldas ni diamantes.
Algo resplandeció en la mirada de Julián cuando levantó las manos para tomar el rostro de su esposa en ellas.
– Cuando te tocan el honor de inmediato te conviertes en una criatura feroz.
– No más feroz de lo que tú serías, milord, si fuera tu honor lo que estuviera en juego.
Julián arqueó las cejas, casualmente amenazante.
– ¿Si yo no te diera la respuesta que buscas, me lo cuestionarías?
– Por supuesto que no. No tengo dudas de que tu honor es inalterable. Sólo quiero que me asegures que respetas mi honor de la misma manera. Si estima es todo lo que sientes por mí, milord, entonces, lo menos que puedes hacer es ofrecerme una pequeña evidencia de ello.
Julián se quedó en silencio durante varios minutos más, mirándola a los ojos.
– Pides mucho, Sophy.
– No más de lo que tú pides de mí.
Julián asintió, de mala gana, concediendo al menos, ese punto.
– Sí, tienes razón-murmuró-. No conozco ninguna otra mujer capaz de discutir y defender su honor como tú. En realidad, no conozco a ninguna que alguna vez piense en su honor.
– Tal vez sólo se deba a que el hombre no presta ninguna atención a los sentimientos de una mujer al respecto, salvo cuando, por falta de honor de la mujer, el suyo se ve amenazado o ultrajado.
– Ya basta, te lo suplico. Me rindo. -Julián alzó la mano, como para ponerse en guardia e impedir más discusiones-. Muy bien, madam, te doy mi palabra solemne que tengo plena fe y confianza en tu honor de mujer.
La tensión interior de Sophy se disipó. Sonrió pálidamente, consciente de lo mucho que había costado a Julián hacerle esa concesión.
– Gracias, Julián. -Impulsivamente, se puso en puntillas y le rozó los labios con los suyos-. Nunca te traicionaré -murmuró solemnemente.
– Entonces no hay razón para que tú y yo no nos llevemos bien. -La abrazó casi con brusquedad, atrayéndola hacia su delgado y fibroso cuerpo. Su boca se posó sobre la de ella, exigente, extrañamente presurosa.
Un momento después, cuando Julián levantó la cabeza, en su mirada se leyó ese familiar brillo de anticipación.
– ¿Julián?
– Creo, mi fiel esposa, que es hora de que volvamos a casa. Tengo planes para lo que resta de esta velada.
– ¿De verdad, milord?
– Definitivamente. -Le tomó el brazo nuevamente y caminó por el sendero con pasos tan largos, que Sophy prácticamente tuvo que trotar para alcanzarlo-. Creo que nos despediremos de la anfitriona inmediatamente.
Pero poco después, cuando llegaron a su casa, Guppy los aguardaba con una extraña expresión de grave preocupación.
– Ah, ya llegó, milord. Estaba a punto de enviar a uno de los criados para que lo localizara en su club. Su tía, lady Sinclair, ha enfermado repentinamente y la señorita Rattenbury ya ha mandado dos mensajes solicitando la asistencia de milady.
15
Julián merodeaba por su cuarto, inquieto, consciente de que su insomnio se debía a qué Sophy no estaba durmiendo en la alcoba contigua. Donde debía estar. Se pasó la mano por su ya despeinada cabellera, preguntándose en qué momento había llegado al punto en que ya no podía dormir si Sophy no estaba cerca.
Se desplomó sobre la silla que había encargado al joven Chippendale pocos años atrás, cuando él y el ebanista se habían dedicado a emplear el estilo neoclásico en sus trabajos. La silla era el reflejo del idealismo de su juventud, pensó Julián, en un extraño momento de meditación.
Durante aquella misma época, que ahora le parecía tan remota, Julián solía quedarse hasta muy tarde en la noche, discutiendo los clásicos griegos y latinos, e involucrarse en la política de los Whigs, liberales reformistas. Hasta creyó necesario balear a dos hombres que se habían atrevido a impugnar el honor de Elizabeth.
Cuánto había cambiado en los últimos años, pensó Julián. En esos días, no tenía tiempo ni deseos de discutir los clásicos. Había llegado a la conclusión de que los Whigs, hasta los más liberales, no eran menos corruptos que los lories. Y hacía tiempo también que había decidido que el concepto de que Elizabeth tuviera honor era irrisorio.
Ausente, pasó las manos por los apoyabrazos de caoba, bellamente trabajados. Con cierta sorpresa, descubrió que parte de él todavía respondía a los motivos puros y clásicos del diseño.
Del mismo modo que una parte de él, también, había insistido en escribir algunos versos para acompañar el brazalete y el tratado de botánica que había regalado a Sophy. Pero el poema había resultado extraño y de mala calidad.
No había escrito poesía desde sus días en Cambridge y desde los comienzos de su relación con Elizabeth. Honestamente, reconocía que no tenía ningún talento para ello. Después de uno o dos intentos, terminó por hacer una bola con la hoja de papel donde había escrito la poesía y prefirió redactar una nota, que finalmente colocó junto a los regalos.
Pero, aparentemente, allí no terminó la cuestión. Esta noche había recibido evidencia, clara e inquietante, de que parte de su idealismo juvenil aún sobrevivía a pesar de todo lo que había hecho por aplastarlo con todo el peso de una concepción cínica y realista del mundo. No podía negar que algo en él había respondido a la exigencia de Sophy por una prueba que demostrara que él respetaba su honor.
Julián dudó de la inteligencia de haberle permitido que se quedara a pasar la noche en casa de Fanny y Harriette. Claro que después concluyó que no habría podido influir en su decisión tampoco. Desde el momento en que recibió el mensaje de Guppy, ella se puso firme en su determinación por acudir de inmediato en ayuda de Fanny.
Claro que Julián tampoco lo puso en tela de juicio, pues él también se preocupó mucho por la condición delicada de su tía.
Fanny era excéntrica, impredecible y en ocasiones hasta brusca, pero Julián se dio cuenta de que la quería. Después de la muerte de sus ancianos padres, Fanny fue el único miembro del clan Ravenwood a quien Julián quiso genuinamente.
Después de recibir el mensaje, Sophy sólo se demoró para cambiarse y despertar a su dama de compañía. Mary hizo las diligencias correspondientes a toda prisa, empacando las pocas cosas que Sophy podría necesitar. Mientras tanto, la muchacha recogió su maletín con las medicinas y su preciado tratado de botánica de Culpeper.
– Hay hierbas que se me están terminando ya -le dijo Sophy a Julián en el carruaje que la condujo hacia la casa de Fanny-. En las boticas locales tal vez consiga manzanilla y ruibarbo turco. Es una pena que la vieja Bess esté tan lejos. Sus hierbas son las más fiables.
Ya en casa de Fanny, una Harriette completamente descolocada los recibió. Al ver a la mujer en ese estado, que normalmente se caracterizaba por su tranquilidad, Julián cayó en la cuenta de lo enferma que estaba su tía en realidad.
– Gracias a Dios que estás aquí, Sophy. He estado tan preocupada. Quise enviar por el doctor Higgs, pero Fanny no quiso saber nada. Dijo que es un charlatán y que no lo dejará pasar por la puerta. Y no puedo culparla por eso, ya que son más los pacientes que pierde ese hombre que los que salva. Claro que entonces no supe qué hacer, más que mandar a buscarte. Espero que no te importe.