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Pero tampoco tenía muchos deseos de leer, notó, mientras recorría las páginas del último esfuerzo de lord Byron: El infiel. Lo había comprado pocos días antes de que Julián la enviara de regreso al campo y había estado ansiosa por leerlo. Su estado de ánimo de esos momentos le impedía despertar su interés ante la última historia de aventuras e intriga que el poeta había creado en el exótico Oriente.

Dejó de lado los libros y volvió la cabeza en dirección al joyero que tenía sobre el tocador. Si bien el anillo negro ya no estaba allí, Sophy lo recordaba cada vez que veía el joyero.

Entonces se preocupaba por sus truncados planes de hallar al seductor de Amelia.

Luego se tocó su vientre, aún chato, y se estremeció. Ya no tenía medios para continuar con su proyecto detectivesco. Jamás podría arriesgar la vida de Julián por un deseo de venganza propio. Se trataba del padre de su hijo y ella estaba perdidamente enamorada de él. Aunque ése no hubiera sido el caso, no había derecho a arriesgar la vida de un tercero por salvar el honor propio.

Pero parte de ella estaba asombrada por la facilidad con la que había bajado los brazos. En ese momento, se había sentido furiosa, pero ahora ya no tanto. A decir verdad, sospechaba que experimentaba cierto alivio. Indudablemente, había otros aspectos prioritarios en su vida y Sophy planeaba dedicarles toda su atención.

«Llevo un hijo de Julián en mis entrañas.»

Todavía era difícil de creer, pero con el paso de cada día, ese concepto se hacía más y más real. Julián deseaba ese bebé, era una esperanza. Tal vez el embarazo sirviera para afianzar el lazo que a veces se permitía creer que existía entre ellos.

Sophy seguía caminando por el cuarto, extrañamente inquieta. Miró la cama una vez más, pensando que debía acostarse y dormir un poco. Pero luego pensó en el cuarto que quedaba al final del corredor y al cual pensaba mudarse lo antes posible.

Obedeciendo un impulso, Sophy tomó una veta y salió al pasillo oscuro, rumbo a la habitación que había pertenecido a Elizabeth. Sólo había estado en su interior una o dos veces, pero la sensación no le había resultado nada grata. Estaba decorada con una sensualidad desfachatada que a Sophy le resultaba fuera de lugar.

Evidentemente, el motivo principal del cuarto se basaba en un gusto por el estilo chinesco, pero los detalles eran tan cargados que toda la decoración lo convertía en un recinto erótico y lujurioso. La primera vez que Sophy entró al cuarto, se imaginó que estaba gobernado por la noche. Tenía una extraña cualidad el lugar. Ni ella ni la señora Ashkettie habían esperado mucho después de abrir la puerta de la alcoba.

En ese momento, mientras sostenía la vela en una mano, Sophy entró y descubrió que, a pesar de que estaba preparada para ello, la afectó del mismo modo que antes. Las pesadas cortinas de terciopelo impedían el paso de la luz, aun la de la luna.

Los diseños de los muebles lacados, en negro y verde, deberían representar, supuestamente, exóticos dragones iridiscentes, pero, para Sophy, parecían más bien serpientes. La cama era una monstruosidad de pesados géneros, con pacas con forma de inmensas garras y varias almohadas. El papel de las paredes era oscuro.

Sophy decidió que en un cuarto así, lord Byron, con su gusto por el melodrama sensual, se habría sentido de maravilla, pero Julián, por forma de ser, se habría sentido de lo más incómodo.

Un dragón pareció rugir cuando Sophy pasó con la vela junto a una cajonera lacada. Unas flores siniestras decoraban una mesa cercana.

Sophy se estremeció, imaginando cómo quedaría la habitación una vez que ella terminara de decorarla. Lo primero que haría seria cambiar los muebles y el cortinado. Había varios muebles que estaban guardados, sin uso, que quedarían muy apropiados allí.

Sophy pensó que Julián debía de haber estado muy a disgusto en ese sitio. Definitivamente, no era su estilo, pues Sophy sabía que él prefería las líneas más clásicas y puras.

Pero claro, reflexionó Sophy. Ese no había sido su cuarto, sino el de Elizabeth. Más bien, su templo de pasión, el lugar en el que había tejido sus telarañas de seda para atraer a los hombres.

Impulsada por una mórbida curiosidad, Sophy caminó por la alcoba, abriendo cajones y puertas de los guardarropas. No había efectos personales. Aparentemente, Julián habría dado órdenes de que se vaciara todo el cuarto antes de cerrarlo para siempre.

Cuando por fin abrió la última de las diminutas gavetas de un armario, Sophy encontró un libro pequeño, de tapas duras. Lo miró, un tanto incómoda durante un largo rato y después lo abrió. Era el diario íntimo de Elizabeth. Ya no pudo detenerse. Apoyó el candelabro sobre la mesa y empezó a leer.

Dos horas después, Sophy sabía por qué Elizabeth había estado cerca de la laguna la noche de su muerte.

– Ella vino a ti esa noche, ¿no, Bess? -Sophy, sentada en un banco que estaba fuera de la casa de la vieja mujer, no levantó la vista, mientras seleccionaba hierbas secas y frescas.

Bess soltó un suspiro profundo, sus ojos parecían finas líneas en su cara arrugada.

– Conque lo sabes, ¿no, niña? Sí, ella vino a verme, pobre mujer. ¿Cómo lo supiste?

– Anoche encontré su diario en el cuarto que ocupaba.

– Bah. Qué tonta. -Bess meneó la cabeza, disgustada-. Esta estupidez de las damas de clase de escribir todo en sus diarios es muy peligrosa. Espero que tú no hagas lo mismo.

– No. -Sophy sonrió-. A veces tomo algunas notas sobre lo que leo, pero nada más. No llevo diarios.

– Durante años he dicho que no sirve de mucho tanto enseñar a la gente a leer y a escribir -dijo Bess-. Lo que es realmente importante se aprende observando, prestando atención a lo que pasa a tu alrededor y lo que sucede aquí. -Se golpeó el generoso pecho con la mano, en la región del corazón.

– Eso puede ser cierto, pero, desgraciadamente, no todos tenemos esa clase de sabiduría, ni tus instintos para descubrirla. Y a muchos nos falta tu memoria, por eso, leer y escribir es nuestra única solución.

– Parece que no fue una solución para la primera condesa. Ella anotó sus secretos en ese diario y ahora tú los conoces.

– Tal vez Elizabeth los escribió porque esperaba que, algún día, alguien los leyese -dijo Sophy pensativa-. Quizás encontraba algo de orgullo en su maldad.

Bess meneó la cabeza.

– Lo más probable es que ella no pudiera con su carácter, Tal vez, al escribir, descargaba periódicamente parte de ese veneno que llevaba en la sangre.

– Sólo Dios sabe que llevaba veneno en la sangre.-Sophy recordó la información de Elizabeth. En ocasiones, eran datos de júbilo, a veces, obscenos y vengativos y otras, trágicos, respecto de sus amoríos-. Nosotros nunca lo sabremos con certeza. -Sophy se quedó callada unos momentos mientras cerraba los paquetitos con las hierbas. El sol de la avanzada tarde le hacía bien en la espalda, así como los aromas provenientes de los montes que rodeaban la casa, en comparación con el aire viciado de Londres.

– De modo que ahora lo sabes -dijo Bess, rompiendo el silencio después de unos momentos.

– ¿Qué ella vino a verte porque quería deshacerse del bebé que llevaba en su vientre? Sí, lo sé. Pero el diario termina con ese dato. Después de eso, todas las páginas están en blanco. ¿Qué pasó esa noche, Bess?

Bess cerró los ojos y giró la cabeza hacia el sol.

– Lo que sucedió es que la maté, Dios me perdone.

Sophy casi dejó caer un puñado de flores secas de meliloto. Miró a Bess en total estado de shock.

– Tonterías. No lo creo. ¿Qué estás diciendo?

Bess no abrió los ojos.

– No le di lo que ella quería esa noche. Le mentí y le dije que no tenía las hierbas que la harían liberarse del bebé. Pero la verdad fue que tuve miedo de darle lo que ella buscaba. No podía confiar en ella.