Alzó las cejas.
– ¿Sí?
– Sí, maldita sea. No me arriesgaré a perderte en un duelo estúpido con un hombre que sin duda hará trampas. En esto, siento exactamente lo mismo que sentí esa mañana que tú interrumpiste mi encuentro con Charlotte Featherstone. No lo soportaré.
– No creo haberte visto nunca tan inflexible, querida.
– Tu palabra, Julián. La quiero.
Julián suspiró.
– Muy bien. Si es tan importante para ti, te juro solemnemente que no retaré a duelo a Waycott con pistolas.
Sophy cerró los ojos, profundamente aliviada.
– Gracias, Julián.
– ¿Ahora tengo permiso para hacer el amor a mi esposa?
Ella lo miró.
– Sí, milord.
Una hora después, Julián se incorporó sobre sus codos y miró la preocupada expresión de su esposa. Ese resplandor que siempre iluminaba su rostro cuando terminaban de hacer el amor estaba apagándose lentamente. Pero a Julián le resultó gratificante, en cierto modo, saber que su bienestar significaba tanto para ella.
– ¿Tendrás cuidado, Julián?
– Mucho.
– Quizá tendrías que llevarte algunos muchachos de los establos contigo.
– No, esto es entre Waycott y yo. Lo manejaré solo.
– Pero ¿qué harás? -preguntó, desesperada.
– Obligarlo a irse del país. Creo que le sugeriré emigrar a los Estados Unidos.
– Pero ¿cómo harás para obligarlo a marcharse?
Julián apoyó los brazos a cada lado de los hombros de Sophy.
– Deja de hacer tantas preguntas, mí amor. No tengo tiempo de contestarlas ahora. Cuando vuelva te lo contaré todo. En detalle. Lo juro. -Rozó sus labios con los de él. Descansa un poco.
– Qué ridiculez. No podré pegar un ojo hasta que regreses.
– Entonces lee un buen libro.
– Wolkhonecraft -lo amenazó ella-. Estudiaré «La reivindicación de los derechos de la mujer» hasta que vuelvas.
– Esa idea me obligará a volver de inmediato a tu lado.
– Al decirlo, Julián se puso de pie-. No puedo dejar que te corrompas más de lo que estás, leyendo esas cosas.
Sophy se sentó y le tomó la mano.
– Julián, estoy asustada.
– Ya lo sé. Conozco esa sensación. La experimenté cuando llegué a esta casa y descubrí que no estabas. -Suavemente, retiró la mano y empezó a vestirse-. Pero, en este caso, no tienes que temer. Tienes mi promesa de que no retaré a duelo a Waycott, ¿lo recuerdas?
– Sí, pero… -Se interrumpió, mordiéndose el labio-. No me gusta esto, Julián.
– Pronto terminará todo. -Se ajustó los pantalones y se sentó para calzarse las botas-. Regresaré a casa antes de que amanezca, a menos que hayas dejado a Waycott tan «grogui» que no pueda entender ni una palabra de nuestro idioma.
– No le puse tantas hierbas como a ti, pues tenía miedo de que se diera cuenta del sabor extraño.
– Qué lástima. Me habría gustado que Waycott sufriera el mismo dolor de cabeza horrible que padecí yo.
– Esa noche habías estado bebiendo, Julián -le explicó ella seriamente-. Eso alteró los efectos de las hierbas. El sólo tomó té. Se despertará con la mente despejada.
– Lo tendré en cuenta. -Julián terminó de ponerse las botas. Caminó hacia la puerta y se detuvo para mirarla. Sintió una fuerte posesión hacia ella y luego una inmensa ternura. Se dio cuenta de que Sophy significaba todo para éL Nada en el mundo era más importante que su dulce esposa.
– ¿Olvidaste algo, Julián? -le preguntó ella desde las sombras de la cama.
– Sólo un pequeño detalle -dijo él. Soltó el picaporte y volvió junto a la cama. Se inclinó y la besó en la boca una vez más-. Te amo.
Julián vio que Sophy abría los ojos desmesuradamente, ante semejante sorpresa. Pero no podía darse el lujo de perder tiempo en explicaciones y detalles. Volvió a la puerta y la abrió.
– Julián, espera…
– Volveré cuanto antes. Luego hablaremos.
– No, espera. Debo decirte algo más. Las esmeraldas.
– ¿Qué pasa con ellas?
– Casi lo olvido. Waycott las tiene. Las robó la noche que mató a Elizabeth. Están en la canasta que está junto a la chimenea, justo debajo de su pistola.
– Qué interesante. Debo recordar traerlas de regreso conmigo -dijo Julián y salió al pasillo.
Las viejas ruinas normandas constituían un conjunto de piedras exóticas y poco atractivas entre las sombras de la noche. Por primera vez en años, Julián reaccionó ante ellas de la misma manera que cuando era niño. Se trataba de un lugar en el que cualquiera podía creer en la existencia de fantasmas. El pensar que Sophy había estado cautiva en los oscuros confines de ese lugar, echó más leña al fuego a la ira que ardía dentro de él
Había logrado disimular su furia frente a Sophy porque sabía que, de lo contrario, la habría alarmado. Pero vaya si había tenido que recurrir hasta al máximo esfuerzo para dominarse. Una cosa era cierta: Waycott tendría que pagar por lo que había querido hacerle a Sophy. Por lo que Julián podía apreciar, no había indicios alrededor de las ruinas. Llevó a su caballo negro hacia el monte más cercano, desmontó y ató la rienda a una rama que le pareció segura. Después se abrió paso entre los fragmentos de piedra hasta la última pared que aún quedaba en pie. No se veían luces que provinieran de las aberturas que estaban en lo alto de la pared. El fuego que, según Sophy, había ardido en la chimenea sin duda se habría convertido en cenizas.
Si bien Julián tenía mucha fe en las habilidades de Sophie con las hierbas, decidió no dejar nada librado a la suerte. Entró al recinto donde ella había estado con extrema cautela. Nada se movía. Julián se quedó parado en la puerta abierta, esperando adaptarse a la oscuridad. Y luego vio el cuerpo de Waycott tirado junto a la chimenea.
Sophy tenía razón. Todo habría sido mucho más sencillo si se tomaba el arma y se disparaba en la cabeza del vizconde. Pero había ciertas cosas que un caballero no debía hacer. Julián meneó la cabeza y fue hacia la chimenea a reavivar el fuego.
Cuando terminó, tomó un banco y se sentó. Miró el interior de la canasta y vio las esmeraldas debajo de la pistola de bolsillo. Con una gran satisfacción, recogió el collar y observó su resplandor en la luz del fuego. Las esmeraldas de Ravenwood se verían estupendas en la nueva condesa de Ravenwood.
Veinte minutos después, el vizconde se movió y se quejó. Julián observó, inmóvil, mientras Waycott recuperaba el sentido. Siguió esperando mientras el hombre parpadeaba y fruncía el entrecejo frente al fuego. Esperó a que se sentara y llevara una mano a la sien. Esperó hasta que el vizconde cayó en la cuenta de que había alguien más allí.
– Es verdad, Waycott. Sophy está a salvo en casa, de modo que tendrás que vértelas conmigo ahora. -Casualmente, Julián dejó que las esmeraldas cayeran cual cascada, pasándolas de una palma de la mano a la otra-. Supongo que era inevitable que en algún momento, llegarás demasiado lejos. Eres un obsesivo, ¿no?
Waycott retrocedió hasta que estuvo sentado contra la pared. Apoyó su rubia cabellera contra las piedras húmedas de la pared y miró a Julián con profundo odio.
– De modo que la querida y pequeña Sophy fue corriendo directamente hacia ti, ¿no? Y creíste cada una de sus palabras, supongo. Quizá yo sea un obsesivo, Ravenwood, pero tú eres un tonto.
Julián miró las esmeraldas.
– En parte tienes razón. Fui tonto una vez. Hace tiempo. No supe darme cuenta de que era una bruja la que se presentaba ante mí vestida de seda en un salón de baile. Pero esa época terminó. En cierto modo, me das pena. De una manera u otra, todos pudimos ya liberarnos de las redes de Elizabeth, pero tú, aparentemente, sigues atrapado.
– Porque yo era el único que la amó. El resto de vosotros sólo quería usarla. Tú querías arrebatarle su inocencia y su belleza, para destruirlas para siempre. Yo sólo quería protegerla.