– Cierto, milord. Y… me alegra aprender todo lo que debo saber sobre corrupción en tus manos. -Sophy tocó las grandes manos de Julián con mucho amor y luego le besó delicadamente la muñeca. Cuando alzó la vista, él advirtió lo enamorada que estaba.
– Desde un principio -le dijo él, con voz suave- he dicho que tú y yo nos llevaríamos muy bien.
– Aparentemente, tenías razón, milord.
Julián se puso de pie y también a ella, para tenerla frente a frente.
– Casi siempre tengo razón -le dijo rozándole los labios con los suyos-, Y en aquellas ocasiones en las que me equivoco, te tendré a ti para que me corrijas. Y ahora, es casi el amanecer. Necesito tu ternura y tu ardor. Eres un tónico para mí. He descubierto que, cuando te tengo en mis brazos, olvido todo. Sólo importas tú. Vayamos a la cama.
– Me encantará, Julián.
Él la desvistió lentamente. Sus manos expertas delinearon cada curva y se deleitaron en cada centímetro de su piel. Inclinó la cabeza para librar sus rosados y erectos pezones, mientras con la mano buscó su femineidad.
Y cuando estuvo completamente seguro de que ella estaba lista para recibirlo, la llevó a la cama y la tendió allí. Le hizo el amor hasta que ambos olvidaron todos los desagradables acontecimientos del día.
Mucho más tarde, Julián giró sobre un costado de sí, cobijando a Sophy en uno de sus brazos. Bostezó y dijo:
– Las esmeraldas.
– ¿Qué pasa con ellas? -Sophy se acurrucó contra él-, ¿Las encontraste en la canasta?
– Sí y te las pondrás la próxima vez que la ocasión requiera tanta elegancia. Estoy ansioso por ver cómo las luces.
Sophy se quedó quieta.
– No creo que quiera ponérmelas, Julián. No me gustan. Creo que no van con mi piel.
– No seas tonta, Sophy. Te quedarán magníficas.
– Son para una mujer más alta. Rubia, quizá. De todas maneras, como soy yo, seguramente tendría problemas con el broche. Se me abriría y así perdería el collar. Las cosas que me pongo se desarreglan, milord. Y tú lo sabes.
Julián sonrió en la oscuridad.
– Es uno de tus encantos. Pero no temas. Yo siempre estaré a tu lado para recoger todo lo que se te cae, incluso las esmeraldas.
– Julián, de veras no quiero ponerme las esmeraldas -insistió ella.
– ¿Por qué?
Sophy se quedó en silencio por un rato.
– No puedo explicarlo.
– Es porque, mentalmente, las asocias con Elizabeth, ¿no?
Ella suspiró.
– Sí.
– Sophy, las esmeraldas de Ravenwood nada tienen que ver con Elizabeth. Esas piedras han pertenecido a mi familia durante tres generaciones y seguirán siendo nuestras siempre que haya esposas Ravenwood para usarlas. Elízabeth puede haber jugado con ellas por un tiempo, pero jamás le pertenecieron en el estricto sentido de la palabra. ¿Entiendes?
– No.
– Ahora eres tú la obcecada, Sophy.
– Es uno de mis encantos.
– Te pondrás las esmeraldas -prometió Julián, estrechándola contra su pecho.
– Nunca.
– Ya veo -dijo Julián, con un brillo especial en los ojos- que tendré que buscar la forma de persuadirte.
– No hay modo de que lo consigas -contestó ella con gran determinación.
– Ah, mi dulce. ¿Por qué insistes en subestimarme? -Con las manos le tomó el rostro y la besó. Momentos después, Sophy se relajaba sumisamente contra su cuerpo.
En la primavera del año siguiente, los condes de Ravenwood ofrecieron en su casa una gran fiesta para celebrar el nacimiento de un saludable niño. Ninguno de los invitados faltó a la cita en el campo, incluso los más difíciles de convencer para abandonar la ciudad de Londres por algunos días, como era el caso de lord Daregate.
Durante un momento de tranquilidad, en los jardines de Ravenwood, Daregate sonrió condescendientemente a Julián.
– Siempre dije que a Sophy le quedarían preciosas las esmeraldas. Estaba hermosa con ellas durante la cena de esta noche.
– Le transmitiré tus elogios -contestó Julián con gran satisfacción-. Estaba muy nerviosa. No quería ponérselas. Tuve que trabajar largo y tendido para lograr que se las pusiera.
– Pero ¿por qué te habrá costado tanto convencerla? -dijo Daregate-. Cualquier mujer habría estado más que dispuesta a lucirlas.
– Sucede que las asociaba demasiado con Elizabeth.
– Claro, eso habrá molestado sobremanera a una criatura tan sensible como Sophy. ¿Y cómo la persuadiste?
– Un marido inteligente, eventualmente aprende cómo es el mecanismo de razonamiento en una mujer. Me ha tomado cierto tiempo, pero lo logré -dijo Julián, complacido-. En este caso, se me ocurrió decirle que las esmeraldas son una combinación perfecta con el color de mis ojos.
Daregate lo miró y soltó una carcajada.
– Lo tuyo fue brillante, por cierto. Sophy no habría podido resistirse a semejante razonamiento. Y también, combinan perfectamente con el color de ojos de tu hijo. Parece ser que es cierto que las esmeraldas de los Ravenwood se transmiten de generación a generación. -Daregate se detuvo para observar el pequeño jardín que se había hecho apartado de los demás-. ¿Qué tenemos por aquí?
Julián miró a sus pies.
– El jardín de hierbas de Sophy. Lo plantó en primavera y los pobladores locales ya han venido a pedir algunos gajos, recetas y preparados. Estos días me he gastado fortunas en estas hierbas. Creo que Sophy podrá escribir su propio tratado de botánica en cualquier momento. Estoy casado con una mujer muy ocupada.
– Yo también apoyo la teoría de que es mejor casarse con una mujer ocupada -dijo Daregate-. Creo que el trabajo las quita del medio.
– Eso es divertido, sobre todo teniendo en cuenta que tu mayor trabajo está en las mesas de juego.
– No por mucho tiempo más, creo -anunció Daregate- Se corre e! rumor de que mi primo está empeorando rápidamente. Está en reposo y refugiado en su religión.
– Un síntoma seguro de defunción y traspaso de propiedades. ¿Entonces podemos anticipar tu inminente boda?
– Primero -dijo Daregate, mirando hacia la casa principal- debo encontrar una heredera apropiada. Queda poco dinero como patrimonio.
Julián siguió la mirada de Daregate y advirtió una esplendorosa cabellera rojiza a través de las ventanas abiertas.
– Sophy me dijo que el padrastro de Anne Silverthome partió rumbo a la Otra vida y, en consecuencia, la señorita Silverthorne heredó absolutamente todo.
– Así me informaron.
Julián rió.
– Buena suerte, amigo mío. Creo que tendrás mucho en qué entretenerte con esa mujer. Después de todo, es la mejor amiga de mi esposa y ya sabes por todo lo que yo he tenido que pasar con Sophy.
– Pareces que has sobrevivido -observó Daregate.
– Casi. -Julián sonrió y palmeó a Daregate en el hombro-. Entremos y te serviré el mejor brandy que tengo.
– ¿Francés?
– Naturalmente. Hace un par de meses compré un cargamento a un contrabandista amigo. Sophy me sermoneó durante días por el riesgo que corrí.
– A juzgar por su actitud hacia ti, es evidente que te ha perdonado.
– He aprendido cómo manejar a mi esposa, Daregate.
– Por favor, dime cuál es el secreto para lograr la felicidad conyugal -preguntó Daregate, mientras su mirada vagaba una vez más en dirección a la ventana junto a la que estaba Anne.
– Eso, amigo mío, deberás descubrirlo por ti mismo. Pero me temo que el camino rumbo a la armonía no es sencillo. Claro que con la mujer apropiada, el esfuerzo bien vale la pena.
Mucho más tarde, esa noche, Julián se acomodó plácidamente junto a Sophy. Tenía el cuerpo aún húmedo, pues apenas habían terminado de hacer el amor. La satisfacción que sentía era una especie de droga poderosa para él.
– Esta noche, Daregate me preguntó cuál era el secreto de la felicidad conyugal -murmuró Julián, atrayendo a Sophy hacia sí.