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– No, claro que no -se regodeó Julián-. Para tu información, madam, existen ciertos elementos que pueden usarse para impedir que ocurra ese problema; en primer lugar, técnicas que también se usan para prevenir el contagio de ciertas enfermedades asociadas con… oh, no viene al caso.

– ¿Técnicas, milord? ¿Qué clase de técnicas? -Los ojos de la muchacha se encendieron con evidente entusiasmo.

– Por Dios. No puedo creer que estemos tocando estos temas.

– Fue usted quien inició la discusión, milord. Me temo que no querrá hablarme de estas técnicas que se usan para prevenir el, eh… problema.

– Por supuesto que no.

– Ah, entiendo. ¿Se trata de otra información que sólo los hombres tienen el privilegio de conocer?

– No necesitas que te dé esta información, Sophy -dijo él, con tono sombrío- No estás involucrada en la clase de actividades que requiere que sepas todo esto.

– ¿Entonces hay mujeres que saben del tema? -presionó.

– Basta ya, Sophy.

– ¿Y usted conoce esa clase de mujeres? ¿Me presentaría a alguna de ellas? Me encantaría conversar con ella. Tal vez sepa otras cosas fascinantes. Mis intereses intelectuales abarcan un amplísimo campo, ¿sabe? Una aprende tanto de los libros.

Por un instante, Julián creyó que Sophy estaba tomándole el pelo otra vez y estuvo a punto de perder los estribos por completo. Pero en el último momento se dio cuenta de que el interés de Sophy era auténtico e inocente. Se quejó y se acomodó en el asiento.

– Ya no hablaremos más de esto.

– Usted asume la misma actitud patética que mi abuela. Realmente, me decepciona, Julián. Había tenido la esperanza de que, cuando me casara, iba a poder entretenerme con un hombre de gran conversación.

– Tengo todas las intenciones de entretenerte de muchas otras maneras -barbotó. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el cojín.

– Julián, debo decirle que si intenta hablar otra vez sobre la seducción, no me resultará para nada entretenido.

– ¿Por lo que le pasó a tu hermana? Entiendo que una situación así te ha dejado marcas imborrables, Sophy. Pero debes aprender que hay una gran diferencia entre lo que pasa en la relación marido-mujer y lo que sucede en una seducción desagradable como la que experimentó tu hermana.

– ¿Cierto, milord? ¿Y cómo es que un hombre aprende a hacer esas distinciones tan refinadas? ¿En la escuela? ¿Usted las aprendió durante su primer matrimonio o por todas las amantes que ha tenido?

Ya en esa situación tan extrema Julián creyó que su autocontrol sólo pendía de un hilo. No se movió ni abrió los ojos, pues no se atrevió.

– Ya te he explicado que mi primer matrimonio no será tema de discusión. Tampoco lo será este que tú has sacado. Si eres inteligente, lo tendrás bien presente.

Evidentemente, hubo algo en aquel tono de voz, de una exagerada serenidad, que la impresionó. No volvió a hacer acotaciones.

Cuando Julián se aseguró de que sus ánimos se habían calmado por completo, se animó a abrir los ojos.

– Tarde o temprano deberás acostumbrarte a mí, Sophy.

– Me prometió tres meses, milord.

– Maldita sea, mujer, no te forzaré en estos tres meses- Pero no pretendas que no intente hacerte cambiar de opinión respecto de hacer el amor durante todo ese lapso. Eso sería demasiado pedir y quedaría totalmente fuera de los términos de ese ridículo contrato que hicimos.

Ella giró la cabeza.

– ¿Es esto lo que me quiso decir cuando mencionó que el honor de un hombre es poco fiable cuando atañe al trato con las mujeres? ¿Se supone que debo entender que no debo confiar enteramente en que cumplirá con su palabra?

El insulto le llegó hasta la más íntima de sus fibras.

– No conozco ni un solo hombre en esta tierra que se atreva a decirme semejante cosa, madam.

– ¿Va a retarme a duelo? -le preguntó muy interesada-. Le advierto que mi abuelo me enseñó a disparar con pistolas y estoy considerada como una mujer de muy buena puntería.

Julián no supo qué fue lo que le impidió abofetearla, si su honor de caballero o si el día de su boda. Por alguna razón, este matrimonio no había empezado tan apaciblemente como él había ideado.

Miró el rostro radiante e interesado que tenía frente a sí y pensó en una respuesta para el desfachatado comentario de su esposa. En ese momento, el trozo de cinta que había quedado colgando del bolso de Sophy cayó al piso del carruaje.

Sophy frunció el entrecejo y se agachó para recogerlo. Julian hizo el mismo movimiento simultáneamente y su manaza rozó la pequeña mano de ella.

– Permíteme -le dijo con frialdad. Recogió la cinta y la dejó caer sobre la palma de su mano.

– Gracias -dijo ella, bastante incómoda. Comenzó a luchar furiosamente, tratando de reinsertar la cinta siguiendo el diseño original.

Julián se recostó sobre el asiento, observando fascinado cómo se zafaba otra cinta del bolso. Frente a sus ojos, comenzó a desarmarse completamente todo el dibujo de cintas entretejidas que adornaban el accesorio. En menos de cinco minutos, Sophy se quedó sentada con un bolso totalmente destruido entre sus manos. Levantó la vista, turbada.

– Nunca pude entender por qué me pasan siempre esta clase de cosas -dijo ella.

Sin decir una palabra, Julián recogió el bolso, lo abrió y guardó en él todos los pedazos de cintas sueltas.

Cuando volvió a entregárselo, tuvo la extraña sensación de que, con ese gesto, acababa de abrir la caja de Pandora.

3

A mediados de la segunda semana de luna de miel, en las flamantes tierras de Julián en Norfolk, Sophy empezó a creer que se había casado con un hombre que tenía serios problemas con el oporto que tomaba después de cenar.

Hasta ese momento, ella había disfrutado de su viaje de novios. Eslington Park se hallaba situado contra un sereno fondo formado de oteros boscosos y extensas praderas. La casa en sí se veía imperturbable y digna, con la clásica inspiración de la tradición paladina que tan de moda había estado en el siglo anterior.

El interior de la misma daba una sensación de pesada antigüedad, pero Sophy creía que aquellas habitaciones bien proporcionadas y de ventanas muy altas tendrían algún remedio.

No veía la hora de redecorar el recinto.

Mientras tanto, había disfrutado mucho de las cabalgatas diarias que había hecho con Julián, explorando bosques, praderas y también las fértiles tierras que había adquirido recientemente.

El conde le había presentado a John Fleming, el encargado que acababa de emplear, y se alegró de que Sophy no se sintiera ofendida por las largas horas que pasaba discutiendo sobre el futuro de Eslington Park con el estricto joven.

Además, Julián se había encargado de presentarla y de presentarse ante todos los aparceros que vivían en su propiedad. Se mostró complacido al descubrir que Sophy admiraba los rebaños y la producción agrícola con ojo de experta. «Ser una muchacha criada en el campo tiene ciertas ventajas», pensó Sophy.

Al menos, una mujer así tendría algo inteligente que decir a un esposo que obviamente amaba la tierra.

En más de una oportunidad Sophy se preguntó si Julián alguna vez sentiría el mismo amor por su nueva esposa.

Tanto los terratenientes como los pobladores del lugar habían estado muy ansiosos por conocer al nuevo amo. Pero cuando se dieron cuenta de que Julián acompañaba a los granjeros hasta el interior de sus graneros, sin importarle en absoluto que se le ensuciaran sus lustrosas botas de montar, se corrió el rumor de que el nuevo amo de Eslington era un hombre que sabía de campo y de la cría de las ovejas.

Sophy también supo ganarse rápidamente el consenso general encariñándose con algunos corderitos regordetes, o lamentándose por los que estaban enfermos y hablando con ciertos conocimientos sobre las hierbas medicinales que se usaban en remedios caseros. En más de una ocasión Julián tuvo que aguardar a su esposa, hasta que terminara de pasar la receta para un jarabe para la tos o para algún digestivo a la esposa de algún granjero.

Al parecer, a Julián le divertía quitarle tos trocitos de paja que quedaban en su cabello cada vez que ella salía de alguna casita que tuviera el techo demasiado bajo.

– Serás una buena esposa para mí, Sophy -le dijo él complacido al tercer día de hacer estas visitas-. Esta vez elegí bien.

Sophy se guardó el entusiasmo que sintió al escuchar esas palabras y sólo sonrió.

– ¿Con ese elogio debo entender que potencialmente podría ser la buena esposa de un granjero?

– Eso es precisamente lo que soy, Sophy. Un granjero. -Julián miró todo el paisaje con el orgullo característico que siente un hombre cuando sabe que es propietario de todo lo que ve-. Y una buena esposa de granjero me vendrá de maravillas.

– Habla como si algún día fuera a convertirme en esto -dijo ella-. Le recuerdo que ya soy su esposa.

Julián le obsequió con una de esas sonrisas diabólicas, tan propias de él.

– Todavía no, encanto. Pero pronto lo serás. Mucho antes de lo que has planeado.

El personal de Eslíngton Park estaba muy bien entrenado. Poseía una eficiencia encomiable, aunque Sophy se asombró de que casi se les enredaran los pies en el apuro por cumplir con las órdenes del conde. Obviamente, conocían bien a su nuevo patrón, pero a la vez, se sentían orgullosos de poder servir a un hombre así.