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Lo más factible era que se tratara de la exagerada indulgencia del abuelo respecto de su nieta huérfana. Generalmente, las mujeres son muy rápidas para aprovecharse de la debilidad de carácter de ciertos hombres.

Su edad podría ser otro factor. En un principio, Julián la había considerado una ventaja. Ya había tenido experiencia con una esposa joven e ingobernable, que le había bastado. Con las escenas, histerias y caprichos de Elizabeth le alcanzaba para toda la vida. Por consiguiente, pensó que una mujer más madura sería más equilibrada y menos exigente. Más agradecida, a decir verdad.

Julián se recordó a sí mismo que esa joven no tendría demasiadas alternativas allí en el campo. Tampoco las tendría en la ciudad, para ser honesto. Decididamente, no era el tipo de mujer capaz de atraer la atención de los hastiados hombres de la alta sociedad. Esa clase de hombres se consideraba tan experta en mujeres como en caballos y, sin duda, no perderían su tiempo en mirar dos veces a Sophy.

Su color de cabello no estaba bien definido como la moda exigía, pues no era intensamente oscuro ni tampoco rubio angelical. Sus rizos castaños poseían una tonalidad bastante aceptable, pero aparentemente no eran dóciles, pues siempre se le escapaba algún mechón por debajo de la cofia o le quedaba desordenado.

No era ninguna diosa griega, como tan de moda estaba en añares en esos momentos, pero Julián tuvo que admitir que no tenía nada que objetar de su nariz apenas respingona, de su mentón ligeramente redondeado y de su cálida sonrisa. No sería, por lo tanto, un gran sacrificio acostarse con ella unas cuantas veces para asegurarse la concepción de su heredero.

También estuvo dispuesto a reconocer que Sophy tenía ojos bonitos, pues su tonalidad era una interesante e inusual combinación de turquesa con destellos dorados. Le resultaba curioso y hasta ciertamente gratificante el saber que su dueña no tuviera ni la menor idea de cómo usarlos para coquetear.

En lugar de espiarlo entre sus párpados entrecerrados, Sophy tenía la desconcertante costumbre de mirarlo directamente a los ojos. Su mirada se caracterizaba por una franqueza que convenció a Julián de que Sophy tendría grandes dificultades en ejercer el elegante arte de mentir. Esa condición también le venía de perillas, en especial, al recordar cómo casi se había vuelto loco al descubrir todos los engaños de Elizabeth.

Sophy era delgada. Los populares vestidos de cintura alta le sentaban a la perfección, aunque también tendían a enfatizar las pequeñas curvaturas de sus senos. No obstante, había en ella una saludable y vibrante cualidad que Julián apreciaba. A él no le gustaban las débiles. Las mujeres frágiles no tenían éxito en el momento de dar a luz a sus hijos.

Julián repasó mentalmente la imagen de la mujer a quien pensaba desposar. Si bien había emitido un juicio bastante acertado de sus características físicas, aparentemente había pasado por alto ciertos aspectos de su personalidad. Por ejemplo, jamás habría imaginado siquiera que detrás de esa fachada dulce y serena, Sophy ocultaba un gran orgullo y poder de decisión propios.

Debía de ser ese orgullo el que estaba interponiéndose en el camino para que ella no demostrara el agradecimiento debido. Y su obstinación y determinación parecían mucho más arraigadas de lo esperado. Obviamente, sus abuelos estaban desconcertados, sin saber qué hacer ante la inesperada resistencia de su nieta. Por consiguiente, Julián decidió que si la situación podía salvarse, tendría que ser él mismo quien lo hiciera.

Tomó esa decisión cuando el carruaje se detuvo frente a los dos majestuosos brazos formados por las barandas que, a modo de tenazas de cangrejo, enmarcaban las imponentes escalinatas de la entrada a la Abadía de Ravenwood. Julián bajó del vehículo, subió rápidamente los escalones y empezó a dar órdenes en voz baja cuando las puertas se abrieron para recibirle.

– Envíe un mensaje a los establos, Jessup. Quiero que el negro esté ensillado y listo dentro de veinte minutos.

– Muy bien, milord.

El mayordomo se volvió para pasar el mensaje a uno de los sirvientes, mientras Julián atravesaba el vestíbulo, con su elegante piso de mármol blanco y negro, para dirigirse hacia las escaleras alfombradas en rojo.

Julián prestaba muy poca atención a su majestuoso entorno. Si bien había sido criado allí, desde los primeros días de su matrimonio con Elizabeth había decidido ignorar la Abadía de Ravenwood. En una época había sentido el mismo orgullo posesivo hacia su casa, como hacia las fértiles tierras que la rodeaban, pero actualmente sólo experimentaba un vago disgusto por todo lo que estuviera relacionado con su hogar ancestral.

Cada vez que entraba a una habitación se preguntaba si no se trataría de otro de los muchos recintos en los que le habían puesto los cuernos.

La tierra era un asunto diferente. Ninguna mujer podría manchar los riquísimos campos de Ravenwood ni ninguna otra tierra. Todo hombre podía contar con sus tierras, y si él las cuidaba debidamente, se vería generosamente recompensado. Con la finalidad de conservar esas tierras para los futuros condes de Ravenwood, Julián estaba dispuesto a hacer el último sacrificio: volver a casarse.

Abrigaba la esperanza de que el hecho de instalar a su nueva esposa allí sirviera para borrar los vestigios que aún quedaban de Elizabeth y, especialmente, para modificar radicalmente la lujuria opresiva y la exótica sensualidad que reinaban en la recámara que Elizabeth alguna vez había tomado como propia. Julián detestaba ese cuarto. No había vuelto a poner un pie en él desde el día del fallecimiento de Elizabeth.

Una cosa era segura, se decía mientras subía las escaleras: no volvería a cometer con su nueva esposa los mismos errores que había cometido con la primera. Nunca más volvería a hacer el papel de una mosca atrapada inexorablemente en una telaraña.

Quince minutos después Julián volvió a bajar, con ropa apropiada para montar. No se sorprendió al encontrar al semental azabache al que había bautizado con el nombre de Ángel, listo y esperándolo. Ya había dado por descontado que el caballo estaría preparado en la puerta para cuando él bajase. Cada uno de los integrantes de la casa sabía perfectamente que debía tomar todas las medidas necesarias para anticiparse siempre al amo de Ravenwood. Nadie que estuviera en sus cabales podría tener la intención de cometer un desliz que invocara la ira del demonio. Julián descendió por las escalinatas y subió a la silla del caballo.

El cuidador retrocedió al ver que el animal echaba la cabeza hacia atrás y bailoteaba durante breves segundos. Los poderosos músculos del caballo se tensionaron bajo el lustroso pelaje cuando Julián estableció su autoridad con mano firme.

Cuando dio la señal, el caballo echó a correr, ansioso. Julián decidió que no le resultaría para nada difícil interceptar a la señorita Sophy Dorring en su camino de regreso a Chesley Court.

Conocía sus tierras como la palma de su mano, de modo que tenía bastante idea del sitio preciso donde la localizaría: un atajo que sin duda ella escogería para volver a su hogar, el cual rodeaba la laguna.

– Es muy probable que algún día se mate con ese caballo -dijo el criado al cuidador del caballo, que era su primo.

El cuidador escupió sobre el empedrado del patio.

– Su señoría no abandonará esta vida montado a caballo. Monta como un demonio. ¿Cuánto tiempo va a quedarse aquí esta vez?

– En la cocina dicen que ha venido a buscarse otra esposa. Parece que le ha echado el ojo a la nieta de lord Dorring. Esta vez Su señoría quiere una chica de campo, tranquila, que no le cause ningún problema.

– No se le puede culpar por eso. Yo me sentiría de la misma manera si me viera ligado con esa bruja que él eligió la última vez.

– Maggie comentaba en la cocina que fue su primera esposa la que lo convirtió en un demonio.

– Maggie tiene razón. Pero de todos modos, me da pena la señorita Dorring. Es una muchacha decente. ¿Recuerdas esa vez que vino sin que nadie la llamase, con unas hierbas para que mamá se recuperara de esa terrible tos que pescó en invierno? Mamá jura y perjura que la señorita Dorring le salvó la vida.

– Claro que la señorita Dorring se convertirá en una condesa -señaló el criado.

– Cierto, pero deberá pagar un precio muy alto por gozar del privilegio de ser la dama de un demonio.

Sophy estaba sentada en el banco de madera que estaba frente a la casa de la vieja Bess, empaquetando lo que le quedaba de fenogreco. Lo juntó con el resto de las hierbas que había seleccionado recientemente. Ya se había quedado casi sin provisiones tan esenciales como el ajo, cardos, dulcamara y amapolas, en sus diferentes formas.

– Creo que esto me alcanzará para los próximos dos meses, Bess -anunció mientras se limpiaba las manos y se ponía de píe. Ignoró por completo la mancha de pasto que tenía en la falda de su viejo vestido azul, de lana apropiado para montar.

– Ten cuidado si preparas té de amapolas para curar el reuma de lady Dorring -le advirtió Bess-. Este año las amapolas vinieron muy fuertes.