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Daregate fingió ignorar esas sutilezas y siguió con el tema en cuestión.

– Bueno, pero por lo menos, tenemos un punto de partida. Utteridge o Varley podrían ser el que obsequió el anillo a la amiga de tu esposa.

– Maldita sea, Daregate. Esto no me gusta nada. Una cosa es segura: no quiero que Sophy vuelva a ponerse esa sortija. Me encargaré de que sea destruida de inmediato. -Pero interiormente, llegó a la conclusión de que con eso se ganaría otra discusión con Sophy. Obviamente, ella estaba muy aferrada a ese anillo.

– En ese aspecto, coincido plenamente contigo. No debe ponérselo, ahora que hemos descubierto lo que significa. Pero ella no conoce ese significado, Ravenwood. Para Sophy, simplemente se trata de un recuerdo de familia. ¿Vas a contarle la verdad?

Julián meneó la cabeza.

– ¿Quieres que le cuente que el poseedor original pertenecía a un club secreto, donde se hacían apuestas para ver quién podía cornear al miembro más prestigioso de la alta sociedad? ¡Ni loco! Su opinión de los hombres es bastante pobre, tal como está.

– ¿De verdad? -preguntó Daregate divertido-. Entonces tú y tu señora hacéis una buena pareja, ¿no, Ravenwood? Tu opinión sobre tas mujeres no es particularmente elevada. Te viene bien haberte casado con una mujer que te devuelva el cumplido.

– Basta, Daregate. Tengo cosas más importantes en qué pensar, en lugar de ponerme a discutir sobre las mujeres con un hombre que opina sobre ellas lo mismo que yo. Pero, de todos modos, Sophy es muy diferente de las demás.

Daregate lo miró, sonriendo en la oscuridad.

– Sí, ya lo sé. Estaba empezando a preguntarme si tú lo habrías descubierto. Cuídala bien, Ravenwood. En nuestro mundo hay muchos lobos salvajes dispuestos a devorarla.

– Nadie lo sabe mejor que yo. -Julián miró por la ventanilla-.¿Dónde deseas que te deje?

Daregate se encogió de hombros.

– En Brook's, supongo. Tengo deseos de beber un poco, civilizadamente, después de soportar el infierno en el que hemos vivido. ¿Adónde vas tú?

– A encontrarme con Sophy. Ella iba a una recepción en casa de lady Dallimore esta noche.

Daregate sonrió.

– Y sin duda, será la reina de la noche. Tu esposa se está convirtiendo rápidamente en la sensación del momento. Sal a caminar por Bond Street, o mira en todas las salas de recepción conocidas, y descubrirás que la mayoría de tas jovencitas de la vecindad aparecen encantadoramente desarregladas. Cintas colgando, cofias torcidas, chalinas arrastrando por el piso. Todo el escenario resulta delicioso, pero a ninguna le sienta tan bien como a Sophy.

Julián sonrió para sí.

– Eso es porque ella no tiene que esforzarse para lograrlo. Tiene un estilo natural para ello.

Quince minutos después, Julián trataba de ubicar a Sophy entre los muchos invitados a la recepción. Con mucho placer, Julián notó que Daregate tenía razón. La mayoría de las jovencitas del salón parecían tener algo mal puesto en su atuendo. Los adornos en las cabelleras parecían a punto de caerse en cualquier momento, las cintas arrastraban por el piso y las chalinas no quedaban donde debían. Julián estuvo por pisar un abanico que estaba atado a la muñeca de su dueña, con una cinta por demás larga.

– Buenas noches, Ravenwood. ¿Buscando a la condesa?

Julián miró por encima de su hombro y reconoció a un barón de mediana edad, con quien había discutido en ocasiones las noticias de la guerra.

– Buenas noches, Tharp. Estoy buscando a lady Ravenwood, sí. ¿Alguna señal de ella?

– Señales de ella por todas partes, muchacho. Sólo mira a tu alrededor. -El barón hizo un ademán, señalando el tumultuoso salón de baile-. Es imposible caminar sin pisar alguna cinta, o una chalina o alguno de esos adornos. Hace un rato conversé con tu esposa. Me recetó algo para mejorar mi aparato digestivo, según ella. Realmente me atrevo a decirte que eres muy afortunado por estar casado con una mujer como ella. Esa muchacha se encargará de que llegues a viejo en buena forma. Y hasta es factible que te dé una docena de hijos.

Julián hizo una mueca al escuchar esa última frase. No estaba tan seguro de que Sophy estuviera tan dispuesta a darle todos esos hijos. Recordaba muy bien que ella no quería ser presionada para la maternidad prematura.

– ¿Dónde la vio, Tharp?

– Bailando con Utteridge, creo. -Tharp, que normalmente tenía una expresión serena, frunció el entrecejo repentinamente-. Y ahora que lo pienso, muchacho, no es una situación particularmente buena. Ya sabes qué es Utteridge: un patán ampliamente reconocido. Si estuviera en tu lugar, ya mismo interrumpiría ese contacto.

Julián experimentó una desagradable sensación de frío en el estómago.

– ¿Cómo demonios se las ingenió Utteridge para que le presentaran a Sophy? Más importante, ¿por qué lo hizo? Ya mismo me encargaré de esto. Gracias, Tharp.

– Un placer. -La expresión del barón se encendió-. Agradece otra vez a tu condesa esa prescripción que me dio, por favor. Estoy ansioso por probarlo. Dios sabe lo harto que estoy de vivir a patatas y pan. Deseo poder echarte el diente a un buen trozo de carne vacuna otra vez.

– Se lo comunicaré. -Julián cambió de dirección, buscando a Utteridge. No lo vio, pero sí a Sophy. Estaba a punto de salir a los jardines. Waycott estaba preparándose para seguirla de cerca. Julián se prometió que un día, muy pronto, por cierto, tendría que encargarse de Waycott.

Los jardines eran magníficos. Sophy había escuchado por allí que eran el orgullo de lady Dallimore. En otras circunstancias, se habría complacido mucho en disfrutar de ellos bajo la luz de la luna. Era evidente que se cuidaba en detalle la poda de algustrinas, las terrazas y los almacigos.

Pero esa noche, los elaborados diseños de las plantas le dificultaban la persecución de lord Utteridge. Cada vez que daba la vuelta a un arbusto alto, se encontraba en un atajo sin salida. A medida que se alejaba de la casa, le resultaba más difícil ver el camino, por la oscuridad. En dos oportunidades se había llevado por delante a unas parejas, que obviamente habían salido a buscar privacidad.

Pero, ¿hasta dónde Utteridge podría haber ido caminando?, se preguntaba Sophy algo irritada Los jardines no eran tan grandes como para perderse en ellos. Y luego pensó en la causa por la que Utteridge habría decidido dar un paseo tan largo.

Pero la respuesta se le ocurrió casi de inmediato. Sin duda, un hombre del carácter de Utteridge aprovecharía la privacidad de esos jardines para una cita.

Quizás, en ese preciso momento, una pobre joven indefensa estaría escuchando elogios, creyéndose enamorada. Sophy se juró que si él era el hombre que había seducido a Amelia, se encargaría de que no se casara con Cordelia Biddie ni con ninguna otra heredera inocente.

Se recogió las faldas, preparándose para rodear una pequeña estatua que estaba en el centro de un almacigo.

– No es muy inteligente estar paseando sola por aquí, en la oscuridad -dijo Waycott desde las sombras-. Una mujer podría perderse en estos jardines.

Sophy se sobresaltó y se dio la vuelta de inmediato. Notó que el vizconde estaba a una corta distancia. Su temor inicial se transformó en ira.

– Realmente, milord, ¿tiene necesidad de andar espiando a la gente?

– Estoy empezando a creer que es la única manera que tengo para poder hablar con usted en privado.

– Waycott avanzó un par de pasos. Su cabellera rubia parecía plateada con la luz de la luna. El contraste con la negra vestimenta que había escogido, lo hacía parecer irreal.

– No creo que tengamos que hablar sobre ningún tema que requiera privacidad -dijo Sophy, apretando el abanico. No le gustaba estar a solas con Waycott. Las advertencias de Julián al respecto ya hacían eco en su mente.

– Está equivocada, Sophy. Tenemos mucho de qué hablar. Quiero decirle la verdad acerca de Ravenwood y Elizabeth. Es hora que se entere de una vez por todas.

– Ya sé todo lo que necesito saber -dijo Sophy.

Waycott meneó la cabeza y sus ojos brillaron en la oscuridad.

– Nadie conoce toda la verdad y mucho menos, usted. Sí lo hubiera sabido, jamás se habría casado con él. Es demasiado dulce y suave para haberse entregado voluntariamente a un monstruo como Ravenwood.

– Debo pedirle que termine ya mismo con todo esto, lord Waycott.

– Dios me ayude, pero no puedo detenerme. -La voz de Waycott sonó desesperada, de pronto-. ¿No cree que lo haría si pudiera? Si sólo me resultara tan sencillo. No puedo dejar de pensar en eso. No puedo dejar de pensar en ella. En todo. Me atormenta, Sophy. Me está comiendo vivo. Pude haberla salvado, pero ella no me dejó.

Por primera vez, Sophy se dio cuenta de que, cualquiera hubieran sido los sentimientos de Waycott hacia Elizabeth, se había tratado de algo muy profundo y no superficial o pasajero como ella había imaginado. Obviamente, ese hombre estaba padeciendo una gran angustia. De pronto despertaron los sentimientos condolentes, naturales en Sophy. Avanzó un paso para tocarle el brazo.