Aquella historia de su predecesora, embarcándose inequívocamente hacia la locura, no había sido nada edificante, pero por ello no había podido evitar leerla.
Sophy levantó la vista y vio la laguna fatal, que apareció entre los árboles. Impulsivamente, hizo que la yegua se detuviera. El animal resopló y buscó algo para comer, mientras Sophy observaba el escenario.
Tal como le había dicho a Bess, Sophy no creía que Elizabeth se hubiera suicidado. En especial, teniendo en cuenta el interesante dato de su diario, que explícitamente alegaba que la primera condesa de Ravenwood sí sabía nadar. Por supuesto que si una mujer caía al agua, con un pesado traje de montar o un atuendo de esas características, bien podía ahogarse, por habilidosa que fuera en el agua. El peso de la ropa empapada sería difícil de controlar, pues llevaría a la víctima al fondo de la laguna.
– ¿Qué estoy haciendo lucubrando sobre la muerte de Elizabeth? -preguntó Sophy a la yegua-. Como si estuviera aburrida o no tuviese nada que hacer en Abbey. Todo esto es una estupidez, como me diría Julián si estuviera aquí.
El caballo la ignoró y comió un puñado de pasto alto. Sophy se quedó dudando un rato más y luego se bajó de la montura. Con las riendas en la mano, fue hacia la orilla de la laguna.
Allí había un misterio e, instintivamente, Sophy supo que estaba relacionado con el de la muerte de su hermana.
A sus espaldas, la yegua relinchó, dando la bienvenida a otro caballo. Sorprendida de que otra persona fuera a cabalgar en esas tierras en particular, de Ravenwood, comenzó a volverse.
Pero no lo hizo con la rapidez suficiente. El jinete del otro caballo ya había desmontado y estaba demasiado cerca. Sophy tuvo un pantallazo fugaz de un hombre con una máscara negra, que llevaba una enorme capa del mismo color. Quiso gritar, pero de inmediato se vio envuelta en la enorme capa y rodeada de oscuridad.
Perdió las riendas del caballo que llevaba en la mano. Escuchó que el animal relinchaba y golpeaba el suelo con las patas, frenéticamente. El captor de Sophy no dejaba de maldecir mientras las pisadas del caballo desaparecían a la distancia.
Sophy luchó desesperadamente dentro de aquel negro confín, pero momentos después, unas fuertes cuerdas pasaron alrededor de su cintura y de las piernas. Tenía los brazos y los tobillos atados.
Ya no sintió el rigor del viento cuando la sentaron en una montura.
– ¿Me matarías ahora por lo que pasó hace casi cinco años, Ravenwood? -preguntó lord Utteridge con un suspiro de resignación-. La verdad es que no pensé que fueras tan lento para reaccionar.
Julián lo miró. Estaban en una glorieta ubicada fuera del esplendoroso salón de baile de lady Salisbury.
– No te hagas el tonto, Utteridge. No tengo interés en lo que pasó hace cinco años y lo sabes. Es el presente lo que importa y no te confundas, importa mucho.
– Por el amor de Dios, hombre. Sólo he bailado con tu actual condesa. Y una sola vez. Los dos sabemos que no puedes retarme a duelo por una nimiedad de ésas. Se armaría un escándalo donde no tiene por qué existir ninguno.
– Comprendo tu ansiedad ante una conversación con el más tranquilo de los esposos, ante cualquier esposo. Tu reputación es tal que debes de sentirte incómodo ante la presencia de hombres casados. -Julián sonrió-. Será interesante ver cómo cambiarás de opinión respecto de poner los cuernos cuando tú también te cases. Pero sucede que, precisamente en este momento, lo que busco de tí son respuestas, Utteridge, no una cita al amanecer.
Utteridge lo miró con desconfianza.
– ¿Respuestas sobre lo que sucedió hace cinco años? ¿Qué sentido tiene? Te aseguro que perdí el interés en Elizabeth después de que tú baleaste a Ormiston y a Varley. No soy tan tonto.
Julián se encogió de hombros, impacientemente.
– Me importa un rábano lo que pasó hace cinco años. Ya te lo dije. Lo que quiero es información acerca de los anillos. Utteridge se quedó inmóvil y alerta, gestos totalmente antinaturales en él.
– ¿Qué anillos?
Julián abrió el puño y dejo ver el anillo negro labrado.
– Anillos como éste.
Utteridge miró el círculo de metal.
– ¿De dónde cuernos sacaste eso?
– Eso no tiene por qué preocuparte.
De mala gana, Utteridge dejó de mirar la sortija para mirar a Julián.
– No es mío. Lo juro.
– No pensé que lo fuera. Pero tú tienes uno igual, ¿no?
– Por supuesto que no. ¿Para qué querría yo un objeto tan insignificante como ése?
Julián miró el anillo.
– Es particularmente espantoso, ¿no lo crees? Bueno, porque simbolizaba un juego espantoso. Dime, ¿Varley, Ormiston y tú aún seguís jugando a esas cosas?
– Por Dios, hombre. Te dije que sólo bailé una pieza con tu esposa e intercambié unas pocas palabras con ella. ¿Me estás acusando? De ser así, habla claramente. No me acorrales, Ravenwood.
– No hay acusaciones. Por lo menos, no contra tí. Sólo dame las respuestas que busco y te dejaré en paz.
– ¿Y si no te las doy?
– Bueno, entonces -le dijo Julián-, lo tendremos que discutir en una de esas citas al amanecer que mencionaste antes.
– ¿Me retarías a duelo simplemente porque no te doy la información que quieres? -Utteridge estaba consternado-, Ravenwood, te juro que no he tocado a tu nueva esposa.
– Te creo. De lo contrario, no me habría bastado atravesarte sólo un brazo con una bala, como hice con Ormiston y Varley. Estarías muerto.
Utteridge lo miró.
– Sí, veo que es una posibilidad muy cierta. No mataste a nadie para salvar e! honor de Elizabeth, pero obviamente estás preparado para hacerlo por tu segunda esposa. Díme, ¿por qué quieres toda esa información sobre el anillo?
– Simplemente, digamos que he asumido la responsabilidad de hacer justicia en nombre de alguien cuya identidad a ti no te interesa.
Utteridge se burló.
– ¿Un amigo cornudo tuyo?
Julián meneó la cabeza.
– Una amiga de una joven-, que ahora está tan muerta como el hijo que llevaba en su vientre.
El gesto burlón de Utteridge se desvaneció.
– ¿Estamos hablando de asesinato?
– Depende de cómo mires la cuestión. La persona por quien yo asumí la responsabilidad de la venganza, cree que el poseedor del anillo es un asesino.
– Pero ¿él mató a la joven que mencionaste?
– Él fue el causante de que ella se suicidara.
– ¿Una jovencita golfa y estúpida permite que la seduzcan y ahora tú quieres vengarla? Vamos, Ravenwood. Eres un hombre de mundo. Sabes que esas cosas pasan todo el tiempo.
– Aparentemente, la persona que yo represento no cree que sea una circunstancia tan insignificante -murmuró Julián-. Y yo debo tomar las cosas con la misma seriedad que esta persona.
Utteridge frunció el entrecejo.
– ¿A quién estás representando? ¿A la madre de la joven? ¿A un abuelo suyo, tal vez?
– Como ya te dije, eso no es de tu incumbencia. Te aseguré que no te dispararía a menos que me obligaras a hacerlo, Ütteridge. No necesitas más información.
Ütteridge hizo una mueca.
– Tal vez te debo algo después de todo este tiempo. Elizabeth era una mujer extraña, ¿no?
– No estoy aquí para hablar de Elizabeth.
Ütteridge asintió.
– Como te has acercado a mí, presumo que ya sabes bastante acerca de esos anillos.
– Sé que tú, Varley y Ormíston los usabais.
– Hubo otros.
– Que ahora están muertos -denotó Ravenwood-. Ya he rastreado a dos de ellos.
Utteridge lo miró de reojo, pensativo.
– Pero hay otro a quien no has nombrado y que no está muerto.
– Me darás su nombre.
– ¿Por qué no? No le debo nada y si yo no te revelo su identidad, seguramente lo harán Ormiston o Varley. Te diré lo que quieres saber, Ravenwood, si me aseguras que no me molestarás más. No deseo levantarme al amanecer por ninguna razón. Madrugar no va con mi personalidad.
– El nombre, Ütteridge.
Media hora más tarde, Julián bajó de su carruaje y subió las escalinatas de entrada a su casa. Su mente revisaba toda la información que había obtenido, a la fuerza, de Ütteridge. Cuando Guppy le abrió la puerta, Julián apenas lo saludó con un cabeceo.
– Me quedaré una hora aproximadamente en la biblioteca, Guppy. Ordena al personal que se retire a sus aposentos.
Guppy carraspeó.
– Milord, tiene visitas. Lord Daregate llegó hace un rato y está aguardándolo en su biblioteca.
Julián asintió y fue hacía allí. Daregate estaba sentado en una silla cercana, leyendo un libro que había extraído de uno de los estantes. Julián notó que también se había servido una copa de oporto.
– Ni siquiera es medianoche, Daregate. ¿Qué rayos te apartó de tu adorado infierno de los juegos a esta hora? -Julián entró a la sala y se sirvió un poco de oporto.
Daregate apoyó el libro.
– Supe que planeabas seguir investigando sobre el anillo y decidí pasar a ver qué habías averiguado. Llegaste hasta Ütteridge esta noche, ¿verdad?