Выбрать главу

– ¿Del mismo modo que lastimó a Elizabeth esa noche, junto a la laguna? Ravenwood no la asesinó, ¿verdad? Fue usted. Y me matará a mí de la misma manera que asesinó a la bella e infiel Elizabeth, ¿no?

– ¿De qué estás hablando? Yo no le hice nada. Ravenwood la mató. Ya te lo dije.

– No, milord. Ha tratado de convencerse durante todos estos años de que Ravenwood fue el responsable de su muerte, porque no desea admitir que fue usted quien causó el fallecimiento de la mujer que amaba. Pero lo hizo. La siguió esa noche que fue a visitar a la vieja Bess. Esperó a que regresara, junto a la laguna. Cuando descubrió a donde había ido y lo que había hecho, se enfadó mucho con ella. Mucho más de lo que jamás había estado en su vida.

Waycott, tambaleando, se puso de pie. Sus bellos rasgos se veían distorsionados por la violencia.

– Ella fue a ver a la vieja bruja para pedirle una poción para sacarse de encima al bebé, como tú lo hiciste hace un rato.

– ¿Y el bebé era suyo, no?

– Sí, era mío. Y ella me irritó, diciéndome que no quería un hijo mío del mismo modo que no quería uno de Ravenwood. -Waycott avanzó dos pasos de iguales hacia ella. La pistola de bolsillo se agitaba, errática, en su mano-. Pero siempre había dicho que me amaba. ¿Cómo podría desear matar a un hijo mío si me amaba?

– Elizabeth era incapaz de amar a nadie. Se casó con Ravenwood para asegurarse una buena posición y todo el dinero que necesitaba. -Sophy se apartaba de Waycott, a cuatro patas. No se atrevía a volver a ponerse de pie por temor a que Waycott volviera a tirar de la cuerda-. Pasaba el tiempo manejando a sus marionetas porque con eso se divertía. Nada más.

– Pero no es cierto, maldita seas. Yo fui el mejor de todos los amantes que ella se llevó a la cama. Ella misma me lo dijo.

– Waycott se tambaleó hacia un costado y se detuvo. Dejó caer la cuerda y se restregó sus ojos con la mano libre-. ¿Qué me pasa?

– Nada, milord.

– Algo está mal. No me siento bien. -Se quitó la mano de los ojos y trató de centrar la mirada en Sophy-. ¿Qué me has hecho, perra?

– Nada, milord.

– Me has envenenado. Me has puesto algo en el té. Te mataré por esto.

Se abalanzó hacia Sophy, que se puso de pie como pudo y trataba de apartarse a ciegas del camino de Waycott. Este fue a dar contra la pared, junto a la chimenea. La pistola se le cayó de la mano, sin que él se diera cuenta y cayó al piso con un «clic», cerca de la canasta con las provisiones. Waycott giró la cabeza en dirección a Sophy, con los ojos expresando su enfado y los inevitables efectos de la droga.

– Te mataré. Como maté a Elizabeth. Te mereces morir, como ella. Oh, Dios, Elizabeth. -Se apoyó contra la pared, meneando la cabeza de un lado al otro, en un último intento en vano por despejarla-. Elizabeth, ¿cómo pudiste hacerme esto? Me amabas. -Waycott empezó a deslizarse por la pared, lentamente, sollozando-. Siempre me decías que me amabas. Sophy observó con horrorizada satisfacción cómo Waycott rompía en un llanto desconsolado hasta que se quedó dormido.

– Asesino -dijo ella, mientras las pulsaciones se le aceleraban por la profunda ira que sentía. Tú mataste a mi hermana. Como si le hubieras puesto un arma en la sien. Sus ojos fueron directamente a la canasta que estaba junto al fuego. Sabía cómo usar la pistola y Waycott se merecía morir. Con un sollozo angustiado, corrió hacia la canasta y miró hacia abajo. La pistola estaba sobre las brillantes esmeraldas. Sophy se agachó y tomó el arma.

Sosteniéndola entre ambas manos, se dio la vuelta para apuntar a Waycott, que estaba inconsciente.

– Mereces morir -repitió ella y acomodó el arma. El gatillo había sido diseñado para encajar en un pequeño espacio, por seguridad, quedó en posición de fuego. El dedo de Sophy fue directamente a él.

Se acercó más a Waycott, En su mente se representaba la imagen de Amelia, tendida en la cama, con una botella vacía de láudano sobre su mesa de noche.

– Te mataré, Waycott. Esto es simple justicia.

Por un momento infinito, Sophy se quedó apuntándolo, obligándose a disparar. Pero no tenía sentido. No halló coraje para hacerlo. Con un grito de desesperación, bajó el arma.

– Por Dios, ¿por qué soy tan débil?

Devolvió la pistola a la canasta y se agachó para desatarse la soga del tobillo. Le temblaban los dedos, pero logró deshacer el nudo. No podía llevar las esmeraldas ni la pistola a Ravenwood, pues no tendría medios para explicarlo. Sin volver la mirada atrás ni una sola vez, abrió la puerta y salió corriendo en la oscuridad de la noche. El caballo de Waycott relinchó cuando ella se acercó.

– Tranquilo, amigo. No tengo tiempo de ensillarte -murmuró Sophy al caballo mientras le acomodaba la brida-. Debemos darnos prisa, pues todo el mundo estará enloquecido en la Abadía… Llevó el potro a una montaña de canto rodado que alguna vez había sido una pared fortificada. Se paró sobre las piedras y se levantó las faldas por encima de las rodillas, para poder montarlo. El animal resopló y bailoteó inquieto hasta que finalmente aceptó su presencia tan poco familiar.

– No te preocupes, amigo, yo conozco el camino a la Abadía. -Sophy ordenó al caballo que caminara y luego lo hizo emprender un medio galope.

Mientras cabalgaba, trató de pensar. Debía tener una explicación bien pensada para el personal, que estaría preocupándose por su demora. Recordó el ruido de las pisadas de su yegua alejándose en la distancia cuando Waycott la secuestró.

Aparentemente, su caballo había huido y, sin duda, habría ido directamente a la casa.

Un caballo que regresaba a Ravenwood Abbey sin jinete sólo podía representar una cosa para los cuidadores de las caballerizas. Pensarían que Sophy habría caído y que, probablemente, estaría lastimada. No cabía duda de que la habrían estado buscando por el bosque toda la tarde y toda la noche.

Sophy decidió que ésa sería una buena explicación, mientras guiaba el potro de Waycott alrededor de la laguna. Ciertamente, no podía contar a nadie que la había secuestrado el vizconde Waycott.

Ni siquiera se atrevería a contarle a Julián la historia completa, porque sabía muy bien que Waycott se había equivocado al sostener que el conde de Ravenwood no volvería a batirse a duelo por una mujer. Si Julián se enteraba de lo que Waycott le había hecho, lo retaría a duelo de inmediato.

«Maldición. Debí haberlo matado con mis propias manos cuando tuve la oportunidad. Ahora nadie sabe lo que sucederá y estoy obligada a mentir a Julián.»

Y era tan mala para mentir, pensó, desolada. Pero al menos, tendría tiempo para inventarse una historia y aprendérsela de memoria, Julián estaba aún a salvo en Londres.

Sophy cayó en la cuenta de que debía abandonar el caballo de Waycott cuando vio las luces de la Abadía aparecer entre los árboles. Si iba a decir que había vuelto penosamente a su hogar, después de haber caído de su yegua, no podía aparecer con un caballo ajeno.

Dios querido. En cuántas cosas había que pensar cuando se estaba inventando una mentira. Una cosa lleva a la otra. De mala gana, pues aún quedaba una larga caminata por delante, Sophy se bajó del caballo y te soltó las riendas. Una palmada en el anca bastó para que echara a andar.

Sophy se recogió las faldas y emprendió el camino hacia la casa, rápidamente. Con cada paso que avanzaba trataba de mejorar su historia, para que el personal la creyera. Tendría que colocar cada pieza en su lugar, o de lo contrario, ella misma se pisaría.

Pero cuando abandonó el bosque que rodeaba la mansión, Sophy se dio cuenta de que la aguardaba una tarea mucho más difícil de lo que había esperado.

La luz salía desde las puertas abiertas de la entrada. Tanto los criados como los cuidadores de los establos preparaban antorchas. A la luz de la luna, Sophy notó que se habían ensillado varios caballos.

Una silueta familiar, de cabello oscuro, con botas de montar y pantalones manchados, estaba en la mitad de las escaleras de la izquierda. Julián emitía órdenes en voz alta y clara a todos aquellos que lo rodeaban. Era evidente que acababa de llegar, lo que significaba que se había ido de Londres al amanecer.

Sophy se sintió presa del pánico. Apenas había terminado de inventar una historia, que le había resultado una tarea bastante difícil, destinada sólo a los sirvientes, quienes por su relación de dependencia podrían estar obligados a creer cualquier cosa que ella les dijera. Pero mucho se temía que no estaba en condiciones de mentir a su marido.

Y Julián se había jactado siempre de que él se daba cuenta de inmediato cuando ella quería engañarlo.

Sophy no tenía más alternativa que intentarlo, se dijo, mientras seguía avanzando. No podía permitir que Julián arriesgara su vida en un duelo por defender su honor.

– Allí está, milord.

– Ah, sí, gracias a Dios, sana y salva.

– Milord, milord, mire, allí en el monte- Es milady y está bien.

Los auténticos gritos de alivio y algarabía reunieron a todo el mundo en la puerta de la casa cuando Sophy salió del monte.

Sophy pensó, con humor negro, que parte de ese alivio se debía a que todos los criados se habían visto en el aprieto de explicar la ausencia de Sophy a Julián.