– Ya te he dicho que no tiene tiempo para dedicar a esas trivialidades -dijo lord Dorring, obviamente sintiéndose en el compromiso de defender al otro hombre-. Tiene tierras que atender y también me he enterado de que está en un proyecto de construcción en Londres. Es un hombre ocupado.
– Justamente, abuelo -dijo Sophy con una sonrisa. Pero continuemos. La segunda razón por la que el conde me encuentra adecuada es por mi avanzada edad. Estoy convencida de que él cree que cualquier mujer que esté soltera a esta edad debe sentirse inmensamente agradecida hacia el valiente hombre que le ahorre la molestia de quedarse para vestir santos. Y por supuesto, una esposa agradecida es una esposa manejable.
– No creas que es tan así -dijo el abuelo, reflexionando-. En realidad, él cree que una mujer de tu edad es mucho más sensata y madura que cualquier jovencita que tiene pajaritos en la cabeza con todas esas cosas del romanticismo. Me parece que esta misma tarde comentó algo al respecto.
– ¡Pero Theo! -estalló la esposa.
– Puede que tengas razón -dijo Sophy a su abuelo-. Quizás él pensaba que yo sería mucho más madura que cualquier jovencita de diecisiete años que acaba de terminar la escuela. Sea cual fuere el caso, debemos coincidir en que mi edad fue otro de los factores que le ayudó a tomar su determinación. Pero me parece que la tercera, última y en mi opinión, la más importante de las razones por las que me eligió a mí y no a otra, es porque no me parezco ni en lo más mínimo a su esposa anterior.
Lady Dorring casi se atragantó con el huevo escalfado que acababan de ponerle frente a ella.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– No es ningún secreto que el conde de Ravenwood está más que hastiado de las mujeres hermosas que lo único que le ocasionan son problemas. Todos sabíamos que lady Ravenwood tenía la costumbre de llevarse sus amantes a la Abadía. Y si lo sabíamos nosotros, podéis estar bien seguros de que el conde también. Sin hablar de lo que pasaba en Londres.
– Eso es un hecho -barbotó lord Dorring-. Si se comportaba así en el campo, debe de haber convertido en un infierno la vida del pobre Ravenwood en la ciudad. Me enteré de que él tuvo que arriesgar su joven cuello en un par de duelos por ella. No se le puede culpar por que quiera procurarse una segunda esposa que no ande por ahí, atrayendo a otros hombres.
No te ofendas, Sophy, pero tú no eres la clase de muchacha que dé esa impresión, de modo que él no tendrá que preocuparse en ese aspecto. Espero que lo sepa.
– Ojalá vosotros dos dejarais esta conversación tan insolente de una vez por todas -anunció lady Dorring. Era evidente que tenía pocas esperanzas de que le obedecieran.
– Ah, abuela, el abuelo tiene razón. Yo soy perfecta para convertirme en la futura condesa de Ravenwood. Después de todo, soy una chica de campo y se da por sentado que me sentiré feliz de pasar la mayor parte de mi tiempo en Ravenwood. Y no llevaré a mis amantes escondidos entre las faldas dondequiera que vaya. Fui un fracaso rotundo la única vez que me presenté en sociedad en Londres, y presumiblemente lo sería mucho más aun si volviera a hacerlo. Lord Ravenwood puede quedarse bien tranquilo de que no necesitará desperdiciar su tiempo espantándome los admiradores, pues no habrá ninguno.
– Sophy -dijo lady Dorring, con refinada dignidad-, ya es suficiente. No toleraré ni una sola palabra más de esta ridícula conversación. Está totalmente fuera de lugar.
– Sí, abuela, pero ¿no has notado que las conversaciones que están fuera de lugar son las más interesantes?
– Ni una palabra más por tu parte, niña- Y lo mismo va para ti, Theo.
– Sí, cariño.
– Ignoro -les informó lady Dorring ominosamente-, si vuestras conclusiones respecto de las razones de Ravenwood para casarse con Sophy son correctas o no, pero sí sé que él y yo coincidimos en un punto: tú, Sophy, tendrías que sentirte extremadamente agradecida hacia el conde.
– En una ocasión tuve la oportunidad de sentirme agradecida hacia Su señoría -dijo Sophy-. Fue la vez en que él, muy galantemente se paró delante de mí, en un baile al que asistí durante mi temporada de presentación en sociedad. Recuerdo muy bien el evento. Fue la única vez que bailé toda la velada. No creo que él ni siquiera lo recuerde. No hizo otra cosa más que mirar por encima de mi hombro para ver con quién estaba bailando su preciosa Elizabeth.
– Ya deja de preocuparte por la primera lady Ravenwood. Ya no existe -dijo lord Dorring con su habitual actitud directa en tales cuestiones-. Sigue mi consejo: no provoques a Ravenwood, jovencita, y te llevarás bien con él. No pretendas de él más de lo razonable y será un buen esposo para ti. Ese hombre cuida de sus tierras y también cuidará de su esposa- Sabe proteger lo que es suyo.
Indudablemente su abuelo tenía razón, concluyó Sophy mientras estaba acostada, sin poder dormirse, en su cuarto. Tenía la certeza de que si no lo provocaba, Ravenwood no sería peor que la mayoría de los maridos. De todos modos, lo más factible era que no lo viera muy seguido. Durante el transcurso de su única temporada de presentación en sociedad, se había enterado de que los cónyuges de la clase alta tenían por costumbre llevar vidas separadas.
Pero eso sería una ventaja en su caso, pues tenía intereses propios que atender. Como esposa de Ravenwood, tendría el tiempo y las oportunidades para realizar las investigaciones por la pobre Amelia. Sophy juró que algún día lograría rastrear al hombre que había seducido y abandonado a su hermana.
En los últimos tres años, Sophy había tratado de seguir el consejo de la vieja Bess y olvidar la muerte de su hermana. Su ira del primer momento fue lentamente transformándose en una resignada aceptación de los hechos. Después de todo, estando atada allí en el campo, tenía muy pocas esperanzas de hallar y enfrentarse al desconocido responsable del hecho.
Pero las cosas serían diferentes si se casaba con el conde. Inquieta, Sophy aparró las mantas de la cama y se levantó. Caminó descalza sobre la alfombra gastada y abrió el pequeño joyero que tenía sobre la cómoda. Le resultó fácil introducir la mano y tomar el anillo de metal negro sin necesidad de encender una vela. Lo había tocado tantas veces que era capaz de reconocerlo a tientas. Sus dedos se cerraron alrededor de él. Lo sintió duro y frío cuando lo extrajo del joyero. Percibió la impresión del extraño diseño triangular del anillo contra la palma de su mano.
Sophy lo detestaba. Lo había encontrado en el puño apretado de su hermana la noche en que Amelia había tomado la sobredosis de láudano. Entonces Sophy supo que ese anillo negro pertenecía al hombre que había seducido a su bella hermana rubia y la había dejado embarazada. El amante cuya identidad Amelia se había negado a revelar. Uno de los pocos datos seguros a los que Sophy había llegado por deducción era que ese hombre había sido uno de los amantes de lady Ravenwood.
Otra de las cosas de las que Sophy estaba casi segura era que su hermana y el desconocido habían utilizado las ruinas de un viejo castillo normando, situado dentro del territorio Ravenwood, como lugar de encuentro. A Sophy le agradaba dibujar aquellos antiguos pilares de piedras hasta que en una oportunidad encontró uno de los pañuelos de Amelia allí. Lo descubrió pocas semanas después de la muerte de su hermana. Después de aquel fatídico día, Sophy jamás regresó a la escénica ruina.
¿Qué mejor manera para descubrir la identidad del hombre que había llevado a Amelia al suicidio que la de convertirse en la nueva lady Ravenwood?
Sophy apretó momentáneamente el anillo en su mano y luego lo devolvió al joyero. Era una suerte tener una razón valedera, sensata y realista para casarse con el conde de Ravenwood, pues la otra sería una difícil tarea, casi infructuosa.
Sophy tenía intenciones de enseñarle al demonio a amar otra vez.
Julián se acomodó gracilmente sobre los mullidos asientos de su coche de viaje y observó a su nueva condesa con ojo crítico. Durante las últimas semanas la había visto muy pocas veces. Se había autoconvencido de que no habría necesidad de viajar tantas veces de Londres a Hampshire. Tenía muchos asuntos pendientes en la ciudad. Y ahora aprovechó la ocasión para escrutar más de cerca a la mujer que había escogido como esposa, para que le diera el tan ansiado heredero.
Analizó a la muchacha, quien llevaba muy pocas horas siendo condesa, y se sorprendió en cierto grado. No obstante, como siempre, su persona siempre se caracterizaba por un aspecto caótico. Varios rizos castaños habían escapado de los confines de su nueva cofia y una de las plumas de ésta quedaba colgando en un ángulo poco elegante. Julián miró más de cerca y advirtió que el cañón se había partido. Bajó la mirada y notó que una parte de la cinta que adornaba el bolso de Sophy también estaba suelta.
Tenía el ruedo de su vestido manchado de pasto. Evidentemente se lo habría ensuciado cuando se agachó para recibir el ramillete de flores que le obsequió un pequeño campesino, pensó Julián. Todos los habitantes del pueblo habían agitado sus manos en el aire, despidiendo a Sophy y deseándole felicidad cuando la muchacha subió al vehículo. Hasta entonces, Julián no había advertido que su esposa fuera tan popular entre la gente del lugar.