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Mary Balogh

Seducir a un Ángel

4° de la Serie El Quinteto de los Huxtable

Seducing an Angel (2009)

CAPÍTULO 01

– Lo que voy a hacer es buscar un hombre.

Quien hablaba era Cassandra Belmont, lady Paget, una dama viuda. De pie, junto a la ventana de la salita de la casa que había alquilado en Portman Street, en Londres. La casa estaba totalmente amueblada, aunque tanto los muebles como las cortinas y las alfombras habían visto mejores días. Posiblemente ya los hubieran visto hacía diez años. Era un lugar elegante pero deslucido, muy apropiado para las circunstancias que rodeaban la vida de lady Paget.

– ¿Para casarte? -precisó, asombrada, Alice Haytor, su dama de compañía.

Cassandra observó con desánimo y con una sonrisa burlona en los labios a una mujer que pasaba por la calle llevando a un niño de la mano que ni quería que lo llevaran de la mano ni quería ir a semejante trote. Los movimientos de la mujer ponían de manifiesto su irritación e impaciencia. ¿Sería la madre del niño o la niñera? Fuera lo que fuese, daba igual. La rebeldía de la criatura y su tristeza no eran de su incumbencia. Bastantes preocupaciones tenía ella.

– Desde luego que no -contestó-. Además, para eso tendría que encontrar a un tonto.

– ¿A un tonto?

Cassandra sonrió, aunque no fue una expresión alegre, y tampoco se volvió para mirar a Alice. La mujer y el niño habían desaparecido de su vista. Un caballero caminaba en dirección opuesta con la mirada clavada en el suelo y expresión ceñuda. Supuso que llegaba tarde a alguna cita y que, en opinión del caballero, su vida dependía de llegar a tiempo a dicho encuentro. Tal vez estuviera en lo cierto. O no.

– Solo un tonto se casaría conmigo -adujo-. No. La verdad es que no necesito un hombre para casarme, Alice.

– ¡Ay, Cassie! -exclamó la dama de compañía, muy preocupada-. Seguro que no te refieres a… -Dejó la frase en el aire porque no hacía falta que la completara.

Cassandra solo podía referirse a una cosa.

– Por supuesto que sí -afirmó, volviéndose para mirar a su dama de compañía con expresión jocosa, burlona y penetrante.

Alice se aferraba con fuerza a los brazos del sillón que ocupaba y se inclinaba hacia delante como si tuviera intención de ponerse en pie, aunque no lo hizo.

– ¿Te he escandalizado?

– Si hemos venido a Londres ha sido con el propósito de buscar empleo, Cassie. Las dos. Y Mary también -le recordó Alice.

– Sin embargo, no es un plan muy realista, ¿no te parece? -Replicó ella con una carcajada carente de buen humor-. Nadie querrá darle empleo a una criada convertida en cocinera que tiene una hija pequeña… sin estar casada y sin ser viuda. Y una carta de recomendación firmada por mí le hará un flaco favor a Mary, ¿verdad? Además y perdona que te lo diga, Alice, poca gente querrá contratar a una institutriz que pasa de los cuarenta cuando hay tantas jóvenes dispuestas a ocupar dicho puesto. Siento mucho tener que señalar esa cruda realidad, pero la juventud es un valor en alza hoy en día. Fuiste una maravillosa institutriz para mí, y desde que te convertiste en mi dama de compañía has sido una maravillosa amiga. Pero la edad juega en tu contra, reconócelo. En cuanto a mí, en fin… a menos que haga algo para ocultar mi identidad, cosa que será imposible porque necesitaré cartas de recomendación, tengo un futuro muy negro en el mercado laboral. Y en cualquier otro, ya puestos. Nadie querrá contratar a la asesina del hacha bajo ningún concepto. Digo yo.

– ¡Cassie! -Exclamó su antigua institutriz, que se llevó las manos a las mejillas-. No debes describirte de esa manera. Ni siquiera en broma.

Cassandra no era consciente de que estuvieran hablando en broma. De todas formas, soltó una carcajada.

– La gente suele exagerar, ¿no es cierto? -preguntó-. Incluso para inventarse cosas. Así es como me ve medio mundo, Alice. Precisamente porque le divierte creer semejante barbaridad. Supongo que muchos saldrán corriendo en cuanto ponga un pie en la calle. Así que tendré que buscarme un hombre intrépido.

– ¡Ay, Cassie! -Exclamó de nuevo Alice con los ojos llenos de lágrimas-. Ojalá no tuvieras que…

– He intentado ganar dinero en las mesas de juego -le recordó ella, alzando un dedo para llevar la cuenta como si hubiera más-. Habría acabado peor de lo que estoy, de no ser por el modesto golpe de suerte que tuve en la última mano. Cogí mis ganancias y huí tras descubrir que carezco del temple para apostar, por no hablar de la habilidad. Además, me estaba asando con el velo de luto, y me percaté de que varias personas estaban intentando adivinar mi identidad. -Alzó un segundo dedo, pero descubrió que no había nada más que añadir. No había intentado hacer nada más por la sencilla razón de que no había nada más que intentar. Salvo una cosa-. Si no puedo pagar el alquiler de la próxima semana, nos quedaremos en la calle, Alice. Cosa que me desagrada profundamente. -Rió de nuevo.

– Tal vez debieras volver a pedirle ayuda a tu hermano, Cassie. Seguro que…

– Ya le he pedido ayuda a Wesley, Alice -la interrumpió con sequedad-. Le pedí que me acogiera una temporada hasta que pudiera encontrar un modo de ganarme la vida. ¿Y cuál fue su respuesta? Que lo sentía mucho. Que le encantaría ayudarme, pero que estaba a punto de embarcarse en un extenso recorrido a pie por Escocia con un grupo de amigos… que se sentirían la mar de decepcionados si los abandona en el último momento. ¿A qué lugar de Escocia dirijo mi petición de ayuda exactamente? ¿Debería suplicarle de rodillas esta vez? ¿E incluirte a ti y a Mary y a Belinda en la petición? Ah, y también debería suplicar por ti, Roger. ¿Creías que te había olvidado?

Un perro grande y desgreñado de raza indeterminada que estaba tumbado frente al fuego acababa de acercarse a ella cojeando para que le rascara la oreja. Solo tenía una, de la otra quedaba apenas un trozo. El animal cojeaba porque también le faltaba una pata. Y solo veía por un ojo, con el cual la observaba mientras jadeaba de felicidad. Por mucho que lo bañaran y lo cepillaran todos los días, siempre parecía desgreñado. Cassandra lo acarició con las dos manos.

– No le pediría ayuda a Wesley ni aunque estuviera en Londres -añadió una vez que el perro se tumbó a sus pies y dejó la cabeza entre las patas con un suspiro de contento-. No, voy a encontrar un hombre -dijo después de volverse de nuevo hacia la ventana y mientras tamborileaba con los dedos sobre el alféizar-. Un hombre rico. Muy rico. Que nos mantendrá rodeadas de lujos. No será caridad, Alice. Será un empleo y sabré ganarme bien el dinero. -Su voz destilaba un claro desdén, que podría estar dirigido hacia el desconocido que iba a convertirse en su protector o hacia ella misma. Había sido una esposa durante nueve años, pero jamás había sido la amante de nadie.

Dentro de poco lo sería.

– ¡Por Dios! -exclamó Alice muy alterada-. ¿De verdad hemos llegado a esto? No pienso permitirlo. Debe de haber otra alternativa. No voy a permitirlo. Mucho menos cuando una de tus razones para hacerlo es porque te sientes obligada a mantenerme.

Cassandra siguió con la mirada el avance de un antiguo carruaje que se movía despacio por la calle, conducido por un cochero que parecía tener tantos años como el vehículo.

– ¿Que no vas a permitirlo? -replicó-. No puedes detenerme, Alice. Los días en los que yo era Cassandra y tú la señorita Haytor han quedado muy atrás. Tal vez quede muy poco de aquella Cassandra. No tengo dinero y mi reputación es pésima. No tengo amigos más allá de estas puertas y no tengo parientes dispuestos a sufrir las consecuencias de ayudarme. Pero tengo una cosa, una cualidad que me asegurará un empleo bien remunerado gracias al cual recuperaremos un nivel de vida acomodado y estable. Soy guapa. Y deseable.

En otras circunstancias, semejante afirmación podría parecer pretenciosa. Sin embargo, lo había dicho con un hiriente tono burlón. Porque, aunque la afirmación era muy cierta, Cassandra no se enorgullecía de ello. Más bien le parecía una maldición. Su belleza le sirvió para obtener un marido muy rico a los dieciocho años. Y también le había servido en el plazo de diez años para conocer la tristeza más absoluta que podía existir. Ya era hora de que la usara para su propio beneficio. Para conseguir dinero con el que pagar el alquiler de ese deslucido alojamiento, la comida que se llevaban a la boca, la ropa que necesitaban. Y también para guardar unos ahorrillos por si acaso llegaban tiempos peores.