La dama no hizo ademán alguno por apartarse. Estaba abanicándose muy despacio con un abanino de varillas de marfil talladas con una delicada filigrana.
¡Por Dios, sus ojos eran del mismo color que su vestido! Nunca había visto unos ojos tan verdes y efectivamente eran almendrados. Rodeados por todo ese pelo rojo, resultaban extraordinarios. Sus pestañas eran espesas y largas, un poco más oscuras que el pelo, al igual que sus cejas. Llevaba un perfume que no consiguió identificar, un aroma floral, ni demasiado fuerte ni demasiado dulzón.
– Lo perdono -replicó ella con una voz aterciopelada tan sensual que le provocó un escalofrío.
Ya se había dado cuenta del calor que reinaba en el salón a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Sin embargo, no había reparado hasta ese momento en el detalle de que la estancia se había quedado sin aire.
La dama esbozó el asomo de una sonrisa y siguió mirándolo.
En cualquier momento seguiría su camino, fuera el que fuese. No lo hizo. Tal vez porque… ¡ah! Tal vez porque seguía sujetándola por los brazos. La soltó con otra disculpa.
– Hace un momento lo he visto mirándome -dijo ella-. Yo lo miraba a usted, por supuesto, o no me habría dado cuenta. ¿Nos hemos visto antes?
Debía de saber que no se conocían ni de vista. A menos que…
– La vi en Hyde Park ayer por la tarde -contestó Stephen-. Tal vez le resulto familiar porque me vio allí pero no se acuerda. Llevaba luto.
– ¡Pero qué listo es usted! -exclamó ella-. Creí estar irreconocible con el velo. -En su mirada apareció un brillo risueño.
Sin embargo, Stephen no supo si estaba ocasionado por el buen humor o por un inexplicable desprecio.
– Me acuerdo muy bien -añadió lady Paget-. Me he acordado nada más verlo esta noche. ¿Cómo olvidarlo? Cuando lo vi en el parque me pareció usted un ángel, y lo he vuelto a pensar esta noche.
– ¡Caray! -Stephen se echó a reír con una mezcla de vergüenza y buen humor. Parecía que esa noche no estaba muy ágil para conversar-. Mucho me temo que las apariencias engañan, señora.
– Sí, puede ser -comentó ella-. Tal vez cuando nos conozcamos mejor, cambie mi opinión sobre usted… si acaso llegamos a conocernos mejor.
Ojalá su pecho no estuviera tan expuesto ni ella estuviera tan cerca. Sin embargo, se sentiría un poco tonto si daba un paso atrás en ese momento, ya que tendría que haberlo hecho en cuanto le soltó los brazos. Sabía que era imperativo mantener los ojos clavados en su cara.
Lady Paget tenía unos labios carnosos y una boca grande. Posiblemente fuera una de las bocas más apetecibles que había visto en la vida. No, estaba seguro de que no había visto nada igual. Un rasgo que añadir a una belleza ya de por sí perfecta.
– Le pido disculpas una vez más -dijo al tiempo que retrocedía por fin para hacer una ligera reverencia-. Soy Merton. A sus pies, señora.
– Ya lo sabía -contestó ella-. Cuando una ve a un ángel, tiene que averiguar su identidad enseguida. No hace falta que le diga quién soy yo.
– Es lady Paget -dijo-. Encantado de conocerla.
– ¿En serio? -Había entornado los párpados y lo miraba con los ojos entrecerrados. Su mirada seguía siendo risueña.
Por encima del hombro de lady Paget, Stephen vio que las parejas salían a la pista de baile. Los músicos preparaban sus instrumentos.
– Lady Paget, ¿le gustaría bailar el vals?
– Me encantaría… si tuviera pareja.
Y en ese momento la vio esbozar una sonrisa tan radiante que casi retrocedió otro paso.
– Déjeme que lo diga de otra manera. Lady Paget, ¿le gustaría bailar el vals conmigo?
– Me encantaría, lord Merton -contestó ella-. ¿Por qué cree que me he dado de bruces con usted?
Por Dios.
¡Por el amor de Dios! Le ofreció el brazo.
Y ella lo tomó con una mano de dedos largos enfundados en un guante blanco. Tal vez esa mano nunca hubiera blandido un hacha, pensó. Tal vez nunca hubiera sostenido un arma con intención letal. Pero era peligrosa de todas maneras.
Lady Paget era peligrosa.
El problema era que no entendía lo que quería decirle su mente con esa frase.
Iba a bailar el vals con la infame lady Paget… y a cenar con ella después.
Habría jurado que le hormigueaba la muñeca allí donde ella había posado la mano.
Por tonto que pareciera, se sentía demasiado joven, inocentón e ingenuo… y no era ninguna de esas cosas.
El conde de Merton era más alto de lo que Cassandra había creído en un principio. De hecho, le sacaba media cabeza por lo menos. Tenía hombros anchos y el torso y los brazos musculosos. No necesitaba rellenos para aderezar su figura. Era de cintura y caderas estrechas, y piernas largas y fuertes. Sus ojos eran de un azul intenso y parecían sonreír aunque el resto de su cara estuviera serena. Tenía una boca grande y de rictus afable. Siempre había pensado que los hombres morenos eran el epítome del atractivo masculino. Pero ese hombre en concreto era rubio y físicamente perfecto.
Tenía un aroma muy viril, con una nota almizcleña muy suave. Estaba segurísima de que era más joven que ella. También era muy popular entre las damas, cosa que no le extrañaba en absoluto. Había visto que las que no bailaban lo seguían con mirada anhelante durante las dos primeras piezas. Incluso lo miraban algunas que estaban bailando. A medida que se acercaba el momento de escoger pareja para el vals, vio que muchas lo observaban con creciente nerviosismo. No le cabía duda de que algunas jovencitas habían esperado hasta el último momento para aceptar otras parejas de baile menos deseadas.
Lo rodeaba un aura de sinceridad, casi de inocencia.
Le colocó una mano en el hombro y la otra en la mano cuando la tomó por la cintura con el brazo derecho y la música empezó a sonar.
No estaba obligada a proteger su inocencia. Había sido muy sincera con él. Le había dicho que lo recordaba del día anterior.
Había reconocido haber hecho averiguaciones sobre su identidad y había confesado que el encontronazo entre ellos había sido premeditado a fin de que la invitara a bailar. Era advertencia más que suficiente. Si era lo bastante tonto después de ese vals para seguir relacionándose con la infame lady Paget, la asesina del hacha, la matamaridos, él tendría la culpa de lo que sucediera a continuación.
Cerró los ojos un instante mientras lord Merton la hacía girar con los primeros compases de la música. Y cedió a una momentánea melancolía. Habría sido maravilloso relajarse durante media hora y disfrutar. Tenía la sensación de que su vida llevaba muchísimo tiempo desprovista de toda diversión.
Sin embargo, la relajación y la diversión eran lujos que no se podía permitir.
Lo miró a los ojos. Y él le devolvió la mirada con expresión risueña.
– Baila muy bien el vals -lo oyó decir.
«¿En serio?», se preguntó. Lo había bailado en una sola ocasión en Londres hacía muchos años y alguna que otra vez en las fiestas campestres. No se consideraba una experta en los pasos.
– Por supuesto que lo bailo bien… cuando tengo una pareja que lo baila todavía mejor.
– La menor de mis hermanas estará encantada de adjudicarse todo el mérito -comentó lord Merton-. Me enseñó a bailar hace años, cuando era un niño muy patoso que creía que el baile era cosa de niñas y que solo quería estar en el exterior, trepando a los árboles y nadando en el río.
– Su hermana fue muy lista -replicó ella-. Se dio cuenta de que los niños se convierten en hombres que acababan comprendiendo que el vals es un preludio necesario al cortejo.
Lo vio enarcar las cejas.
– O… -añadió-, a la seducción.
Esos ojos azules se clavaron en ella, pero el silencio se prolongó unos instantes.