Era mucho más de lo que había esperado.
Si su situación económica no fuera tan desesperada…
– Lo pensaré -contestó.
– Estoy segura de que lo hará -replicó lady Carling, que procedió a darle la dirección de su casa en Curzon Street-. Me ha encantado poder disfrutar de este descanso entre baile y baile. No me gusta reconocer mi edad, pero si bailo más de dos piezas seguidas o paso más de una hora jugando con mis nietos, y me refiero a los que saben andar y no al que sigue todavía en la cuna, siento el peso de los años.
El conde de Merton estaba bailando con una jovencita muy guapa, que lo miraba con expresión arrobada y las mejillas sonrosadas. El conde le sonreía mientras le hablaba, dedicándole toda su atención.
Iba a acostarse con ella esa noche, pensó, y después hablarían de negocios. Las cosas habían salido bien, decidió. Sabía que físicamente se sentía atraído por ella. Y también había logrado granjearse su compasión con mucha sutileza. El conde se compadecía de su soledad. Lo mismo daba que eso fuera verdad en parte. Claro que jamás lo confesaría.
Sin embargo, lograría enredarlo aún más en su red, lo quisiera o no. Porque lo necesitaba.
No a él como persona.
Necesitaba su dinero.
Alice lo necesitaba. Como también lo necesitaban Mary y Belinda. Y el pobre Roger.
Debía tenerlos muy presentes. Solo así sería capaz de soportar el desprecio que sentía por sí misma y que en esos momentos notaba como una pesada losa sobre los hombros.
El conde de Merton era un caballero afable y cortés.
Y también era un hombre. Y los hombres tenían necesidades. Ella se encargaría de satisfacer las necesidades de lord Merton. No le estaría robando el dinero. Se lo ganaría con creces.
No se sentía culpable.
– Yo también he disfrutado mucho del descanso -le dijo a lady Carling.
CAPÍTULO 05
– Lady Paget -dijo la duquesa de Moreland cuando el baile acabó, mientras los invitados se arremolinaban en busca de esposos, hijos, chales y abanicos, y se deseaban buenas noches antes de encaminarse hacia la escalinata que conducía a la planta baja donde esperarían a que les llegara el turno a sus carruajes de acercarse a la puerta principal-, ¿ha venido en su carruaje?
– No -contestó Cassandra-, pero lord Merton ha tenido la gran amabilidad de ofrecerse a acompañarme a casa en el suyo.
– ¡Ah, muy bien! -Exclamó la duquesa con una sonrisa-. Elliott y yo estaríamos encantados de llevarla hasta su casa, pero con Stephen estará a salvo.
«Stephen», repitió en silencio. Se llamaba Stephen. El nombre le sentaba bien.
La duquesa la tomó del brazo.
– Vamos a buscarlo -se ofreció-. Esta aglomeración del final es la peor parte de un baile, pero me encanta comprobar que ha venido tanta gente. A Meg le aterraba la idea de que nadie viniera.
Cassandra vio que el conde de Merton se acercaba a ellas antes de que hubieran dado siquiera un par de pasos.
– Nessie -dijo con una sonrisa que dirigió a ambas-, veo que has encontrado a lady Paget.
– No creo que se hubiera perdido -replicó su hermana-. Pero te estaba esperando para que la llevaras a casa.
Le pareció que tardaban una eternidad en abandonar el salón de baile, bajar la escalinata y atravesar el vestíbulo hasta llegar a la puerta principal. Sin embargo, pronto fue evidente el motivo de la tardanza. La duquesa y lord Merton eran hermanos de la condesa de Sheringford, de modo que sus carruajes serían de los últimos en partir.
Al final solo quedaron los duques; los barones Montford, a los que la duquesa le presentó; el conde de Merton; sir Graham y lady Carling, y los condes de Sheringford, que habían acabado de despedir a sus invitados.
Y ella.
Después de haberse presentado en el baile sin invitación era imposible pasar por alto la ironía de su situación. Y la incomodidad de saberse la única persona presente ajena a la familia. ¡Mucho más dadas las circunstancias!
Tanto lady Carling como el barón Montford se habían ofrecido a llevarla a casa en sus carruajes. En ambos casos les había asegurado que lord Merton había tenido la amabilidad de ofrecérselo en primer lugar.
– Bueno, Meg -dijo lord Montford-, menos mal que no ha venido nadie a tu baile. Piensa en los empujones, en los codazos y en los pisotones que habríamos sufrido si hubieran decidido venir.
La condesa se echó a reír.
– Todo ha salido muy bien -dijo, pero de repente añadió con una repentina ansiedad-: Ha salido bien, ¿verdad?
– Margaret, de momento es el mayor éxito de la temporada -le aseguró lady Carling-. Las demás anfitrionas estarán desesperadas por igualarlo, pero fallarán miserablemente. He escuchado cómo la señora Bessmer le decía a lady Spearing que tenía que averiguar el nombre de tu cocinera para quitártela con la promesa de un salario más alto.
La condesa protestó con un fingido chillido.
– No temas, Margaret -terció el duque-. La señora Bessmer es famosa por su tacañería. Por mucho que asegure estar dispuesta a subirle el salario, la cantidad en la que piensa seguro que no es ni una quinta parte de lo que tú le pagas.
– Si quieres, retaré al señor Bessmer a un duelo al amanecer -se ofreció el conde de Sheringford.
La condesa meneó la cabeza con una sonrisa.
– En realidad, sería una quinta parte de lo que le paga el abuelo -puntualizó-, y en su lugar, yo no me atrevería a irritarlo. -En ese momento la miró con expresión de disculpa-. Lady Paget -dijo-, la estamos entreteniendo más de la cuenta. Perdónenos. Tengo entendido que Stephen va a llevarla a casa. Por favor, permítame llamar a una doncella para que la acompañe.
– No hace falta -rehusó ella-. Confío en que lord Merton se comporte como un verdadero caballero.
– Estoy encantada de que haya venido esta noche -afirmó la condesa con otra sonrisa-. ¿La veremos mañana en el té de mi suegra? Espero que asista. Me he enterado de que la ha invitado.
– Lo intentaré -contestó.
Y tal vez lo hiciera. Había ido esa noche al baile con la intención de encontrar un protector acaudalado, no para forzar su reentrada en la alta sociedad. Había supuesto que sería un imposible, que sufriría el ostracismo social toda la vida. Pero tal vez eso no fuera necesario. Si el conde de Sheringford lo había logrado, tal vez también ella pudiera hacerlo.
Hacía mucho, muchísimo tiempo que no tenía amigos. Salvo Alice, por supuesto. Y Mary.
El carruaje de lord Merton por fin llegó a la entrada principal, de modo que el conde la acompañó hasta la puerta y la ayudó a subir, tras lo cual se sentó a su lado. Una vez que el lacayo plegó los escalones del vehículo y cerró la portezuela, el conde se asomó por la ventanilla para despedirse de su familia agitando la mano.
– Un verdadero caballero -lo escuchó decir en voz baja, aunque no volvió la cabeza. El carruaje ya había dejado atrás la plaza-. He puesto todo mi empeño en llegar a serlo. Lady Paget, permítame actuar como tal esta noche. Permítame dejarla en su casa sana y salva, y continuar el trayecto hacia mi casa.
Cassandra sintió un nudo en el estómago provocado por la alarma. ¿Todos sus esfuerzos durante esa horrible noche habían caído en saco roto? ¿Todo había sido para nada? ¿Tendría que comenzar de nuevo al día siguiente? De repente, la invadió un intenso odio por «ese verdadero caballero».
– ¡Ay! -exclamó en voz baja y con una nota jocosa-. Me siento rechazada. Despreciada. Soy fea, indeseable y carezco de atractivo. Me iré a casa y lloraré amargamente sobre mi fría e insensible almohada. -Mientras hablaba, alargó un brazo y le colocó una mano en el muslo con los dedos extendidos. Sintió el calor de su cuerpo a través de las calzas de seda y la solidez de sus músculos.