No. Nada de ahorrillos. Unos ahorros como Dios manda. Nada de tiempos peores y de limitarse a subsistir a duras penas cuando le iba a costar tanto ganarse el dinero. Sus amigos y ella vivirían rodeados de lujos. Desde luego que sí. El hombre que la mantuviera pagaría sus servicios a precio de oro. O se iría con otro que le pagara más.
Lo mismo daba que tuviera veintiocho años. Estaba mucho mejor que cuando tenía dieciocho. Había cogido peso… en los lugares apropiados. Su cara, que a los dieciocho era bonita, había adquirido una belleza clásica con el paso de los años. Su pelo, de un brillante tono cobrizo, no se había oscurecido ni había perdido lustre. Y ya no era tan inocente. Todo lo contrario. Sabía muy bien cómo complacer a un hombre. En ese mismo momento había un caballero en algún lugar de Londres que pronto estaría dispuesto a gastarse una fortuna con tal de poseerla y asegurarse la exclusividad de sus servicios. En realidad, había más de un caballero, pero solo se decantaría por uno. Seguro que había uno en concreto ansioso por experimentar el placer de poseerla, aunque a esas alturas todavía lo ignorara.
Dicho caballero iba a desearla más de lo que había deseado nada en toda su vida.
¡Cómo aborrecía a los hombres!
– Cassie -dijo Alice para que la mirara, cosa que ella hizo con gesto interrogante-, no tenemos amistades en Londres. ¿Cómo esperas conocer a algún caballero?
Su dama de compañía había formulado la pregunta con tono triunfal, como si deseara el fracaso de su empresa… algo que sin duda deseaba de corazón.
– Sigo siendo lady Paget, ¿o no? -Replicó con una sonrisa-. Soy la viuda de un barón. Y todavía tengo la ropa elegante y los complementos que Nigel insistía en comprarme, aunque reconozco que están algo pasados de moda. Alice, estamos en plena temporada social. Todas las personas de relevancia están en Londres y todos los días se celebran fiestas, bailes, conciertos, veladas, almuerzos al aire libre y un sinfín de entretenimientos más. No será difícil enterarse de algunos de ellos. Y no será difícil descubrir el modo de asistir a los más importantes.
– ¿Sin invitación? -le preguntó Alice, que frunció el ceño.
– Se te olvida que todas las anfitrionas desean que sus fiestas sean lo más concurridas posible. No creo que vayan a negarme la entrada allí adonde decida ir. Me limitaré a traspasar las puertas con gran desparpajo. Con una vez será suficiente. Me bastará para lograr mi propósito. Alice, esta tarde tú y yo iremos a pasear a Hyde Park. A la hora apropiada, por supuesto. Hace buen tiempo y la alta sociedad estará deseando ver y dejarse ver. Me pondré el vestido negro y el bonete con el velo tupido. Estoy segura de que se me conoce más por mi reputación que por mi físico. Hace una eternidad que no pisaba Londres. Pero no quiero arriesgarme a que alguien me reconozca tan pronto.
Alice suspiró y se acomodó en el sillón mientras meneaba la cabeza.
– Déjame escribirle una carta sensata y conciliadora a lord Paget en tu nombre -sugirió-. Cassie, no tenía derecho a echarte de Carmel House cuando decidió mudarse a la propiedad un año después de la muerte de su padre. Los términos de tu contrato matrimonial no dejan lugar a dudas. En caso de que tu marido falleciera antes que tú, la residencia de la viuda se convertiría en tu hogar. Y te corresponde una suma importante de dinero. Además de una generosa pensión de viudedad procedente de las rentas de la propiedad. No has recibido ni la una ni la otra a pesar de haberle escrito unas cuantas veces reclamando aquello que te pertenece legalmente. Tal vez no lo haya entendido.
– Escribirle no servirá de nada -replicó Cassandra-. Bruce me dejó muy claro que consideraba mi libertad como un generoso estipendio a cambio de todo lo demás. Que no interpondría cargos en mi contra por la muerte de su padre porque no había pruebas concluyentes de que lo hubiera matado. Pero un juez o un jurado bien podrían considerarme culpable de todas formas pese a la falta de evidencias. Alice, si eso sucediera, podrían ahorcarme. Bruce me aseguró que no interpondría ninguna denuncia si me marchaba de Carmel House para no volver nunca… y dejaba todas mis joyas, además de renunciar a cualquier compensación económica.
Alice no rechistó. Porque estaba al tanto de todo eso. Sabía los riesgos que corría Cassandra si luchaba por sus derechos. Y ella había elegido no luchar. Bastante violencia había sufrido durante los pasados nueve años. Diez, a esas alturas. Había elegido marcharse sin más, con sus amigas y con su libertad.
– No voy a morirme de hambre, Alice -sentenció-. Ni tú, ni Mary, ni Belinda. Yo me encargaré de cuidaros a todas. Y a ti también, Roger -añadió mientras le acariciaba la barriga con la punta del zapato, gesto que hizo que el perro golpeara el suelo con el rabo al tiempo que agitaba las tres patas en el aire. La sonrisa de Cassandra se tiñó de amargura… y de algo mucho más tierno-. ¡Ay, Alice! -Exclamó mientras atravesaba la estancia para arrodillarse a los pies de su antigua institutriz-. No llores. Por favor. No puedo soportarlo.
– Jamás pensé que te vería… -dijo Alice entre sollozos-, que te vería convertida en… ¡cortesana! Porque eso es lo que serás. Una prost… una prost… de lujo -concluyó, aunque fue incapaz de decir la palabra completa.
Cassandra le dio unas palmaditas en una rodilla.
– Será mil veces mejor que el matrimonio -le aseguró-. ¿No te das cuenta? Esta vez seré yo quien tenga el poder. Entregaré mis favores o los negaré según me apetezca. Podré deshacerme del caballero en cuestión si no me gusta o si me desilusiona de alguna forma. Seré libre para salir y entrar cuando quiera, y para hacer lo que quiera, salvo cuando esté… en fin, trabajando. ¡Será diez mil veces mejor que el matrimonio!
– Lo único que siempre he deseado en la vida es verte feliz -dijo Alice mientras sorbía por la nariz y se limpiaba las lágrimas-. Eso es lo que quieren las institutrices y las damas de compañía. La vida pasa a nuestro lado, pero aprendemos a disfrutar con la vida de nuestras pupilas. Siempre he anhelado que conocieras lo que es el amor. Y que amaras.
– Conozco las dos cosas, tonta -replicó ella al tiempo que se sentaba sobre los talones-. Alice, tengo tu amor. Y el de Belinda. Y el de Mary, creo. Por no hablar del de Roger. -El perro se había acercado a ella y estaba golpeándole una de las manos con el hocico a fin de que siguiera acariciándolo-. Y yo os quiero a todas. De verdad.
Las lágrimas aún resbalaban por las mejillas de su antigua institutriz.
– Lo sé, Cassie -afirmó-. Pero tú sabes a lo que me refiero. No te hagas la tonta. Quiero verte enamorada de un hombre bueno que te corresponda. No pongas esa cara. Últimamente siempre te enfrentas con ella al mundo, así que cualquiera podría confundirla con tu verdadera personalidad. Conozco muy bien ese mohín despectivo y esa mirada cínica, que tienen muy poco de agradable. Existen hombres buenos. Mi padre fue uno de ellos, y estoy segura de que no es el único que ha creado el Señor.
– Bueno -replicó Cassandra mientras le daba unas cuantas palmaditas más en la rodilla-, tal vez elija sin saberlo a un hombre bueno como protector que acabe enamorándose locamente de mí. No, retiro eso, bastante locura ha habido ya en mi vida. Que acabe enamorándose profundamente de mí y de quien yo me enamore profundamente, tras lo cual nos casaremos y viviremos felices para siempre con nuestra docena de niños. Tú podrás encargarte de todos ellos y les enseñarás todo lo que quieras. No voy a negarte el puesto solo porque hayas pasado de los cuarenta y estés ya en la vejez. ¿Eso te haría feliz, Alice?