– Kate, es precioso, de verdad -comentó Stephen con una sonrisa.
– Pero no he venido para presumir del sombrero nuevo de mi esposa -protestó Monty-. He venido para presumir de esposa.
– Bueno, no diréis que no me he salido con la mía -dijo Katherine entre carcajadas-. He logrado un piropo de cada uno de vosotros. Constantine, ¿irás mañana al baile de Meg? Si vas, insisto en bailar una pieza contigo.
Stephen se olvidó por completo de la voluptuosa viuda de negro.
CAPÍTULO 02
A Cassandra le costó muy poco enterarse de que lady Sheringford iba á celebrar un baile. Echó una ojeada a la zona más concurrida de Hyde Park hasta localizar a un nutrido grupo de damas, cinco en total, que paseaban juntas por el sendero y mantenían una animada conversación entre ellas, e instó a Alice a acercarse a ellas y adelantarlas para escuchar lo que estaban diciendo.
Se enteró de más cosas de las que quería saber sobre la última moda en bonetes, como por ejemplo la identidad de aquellas que lucían de maravilla los nuevos modelos y la de aquellas que necesitaban que alguien reuniera el valor necesario para hacerles el favor de señalarles lo mal que les sentaban. Se enteró de las travesuras de sus hijos, que intentaban superarse entre sí. Las travesuras eran entrañables, o eso suponía ella, pero solo porque las víctimas eran las niñeras y las institutrices, no sus propias madres. Todos y cada uno de los niños descritos parecían unos consentidos sin remedio.
Sin embargo y a la postre, la tediosa conversación dio sus frutos. Tres de las damas planeaban asistir al baile de lady Sheringford que se celebraría la noche siguiente en la residencia del marqués de Claverbrook, en Grosvenor Square. Un hecho insólito, ya que según comentó una de las damas el anciano marqués había estado recluido en casa durante años y no salió hasta el día de la boda de su nieto, celebrada hacía ya tres años. No lo habían visto desde entonces. Pero parecía que iba a celebrarse un baile en su residencia.
No obstante, se rumoreaba que pasaba largas temporadas en el campo con su nieto y sus bisnietos, se enteró Cassandra a pesar de no tener ningún interés en las noticias. Y también se decía que su nieta política, la condesa, había encontrado la forma de acabar con su eterno mal humor.
El baile de lady Sheringford en Claverbrook House, en Grosvenor Square, se repitió Cassandra en silencio, memorizando los detalles más importantes de la conversación al tiempo que intentaba desentenderse de la irrelevante miríada de anécdotas.
Tres de las damas iban a asistir, aunque con gran renuencia, por supuesto. Era totalmente incomprensible que una dama tan respetable como lady Sheringford hubiera accedido a casarse con el conde después del gran escándalo que protagonizó unos años antes y que fue de tal magnitud que ninguna persona decente debería recibirlo. ¡Por Dios! Si hasta había tenido un hijo con esa espantosa mujer, que había abandonado a su legítimo esposo para huir con él, cosa que hicieron el día fijado para la boda del conde de Sheringford con su cuñada, la señorita Turner. Había sido un escándalo de los que hacían época.
Sin embargo, las tres irían al baile porque todo el mundo iba a asistir. Y además todo el mundo estaba intrigadísimo por saber cómo iba el matrimonio. No sería de extrañar que después de tres años estuviera haciendo aguas. Aunque no dudaban de que tanto el conde como su esposa se esforzarían por mostrar su mejor cara durante el baile.
Dos de las damas que conformaban el grupo no asistirían. Una porque tenía un compromiso previo, adujo con gran alivio a sus acompañantes. La otra porque se negaba a poner un pie en una casa donde estuviera el conde de Sheringford, aunque el resto del mundo se mostrara dispuesto a perdonar y a olvidar todo el asunto. No iría ni aunque le pagaran una fortuna. Acto seguido, señaló lo irritante que resultaba que su marido se negara en redondo a asistir a los bailes, sabiendo lo mucho que a ella le gustaba bailar.
La cosa cada vez pintaba mejor, pensó Cassandra. La reputación de la condesa estaba ensombrecida por la reputación de libertino y sinvergüenza de su esposo. Sería muy raro que le negaran la entrada a alguien, aun cuando no tuviera invitación. Era evidente que la reputación del conde atraería a un gran número de asistentes, pocos rechazarían la invitación, ya que la curiosidad era el pecado capital de la alta sociedad… y tal vez de la humanidad en su conjunto.
El baile de los Sheringford, pues. Sería la noche siguiente. El tiempo era oro. Le quedaba el dinero justo para pagar el alquiler de una semana y para comprar comida durante dos semanas más. Más allá de esa fecha se extendía un aterrador vacío en el que necesitaría dinero pero no tendría modo alguno de obtenerlo.
Y no estaba sola; de ella dependían otras personas que requerían un techo bajo el que cobijarse y pan que llevarse a la boca. Unas personas que no podían ganarse la vida por sí solas, por diversos motivos.
Alice paseaba en silencio y con gesto desabrido a su lado. Cassandra la había mandado callar en cuanto adelantaron a las cinco damas. Su silencio era ensordecedor y crítico. A Alice no le gustaba la idea en absoluto y su postura era comprensible. Si se volvieran las tornas, a ella tampoco le haría gracia quedarse de brazos cruzados mientras Alice o Mary planeaban prostituirse para que ella pudiera comer.
Por desgracia, no tenía alternativa. O en caso de tenerla, no la veía por ninguna parte, y eso que había pasado incontables noches en vela buscándola.
Echó un vistazo a su alrededor mientras caminaban, con la extraña sensación de encontrarse en una mascarada, oculta su identidad tras una máscara y un dominó. El velo negro era su máscara y el recatado vestido de viuda, su dominó. Podía ver el mundo exterior, aunque poco, pero nadie podía verla a ella.
Eso sí, se estaba asando por culpa de la ropa negra y del velo. Ojalá se nublara un poco, deseó en vano, ya que las nubes eran muy pocas y estaban dispersas.
Daba la impresión de que la alta sociedad en pleno se había congregado en ese reducidísimo tramo de Hyde Park. Se le había olvidado lo concurrido que estaba el parque durante la hora del paseo. Nunca había participado de la costumbre, sin embargo. Se había casado muy joven y no fue presentada en sociedad ni disfrutó de una temporada social. Su mirada pasó sobre las damas, reparando en sus coloridos atuendos, tan costosos y tan a la moda. Sin embargo, no les prestó la menor atención. Ellas no le importaban en absoluto.
Estaba estudiando a los caballeros con ojo crítico. Había muchos, de todas las edades y condiciones. Algunos le devolvieron la mirada pese a su disfraz, que debía de ser especialmente desagradable. No vio a ninguno en concreto que le gustara. Claro que tampoco era obligatorio que le gustara el caballero que se encargaría de llenar sus bolsillos vacíos.
De repente, se fijó en dos caballeros en particular, y no solo porque eran jóvenes y apuestos, que lo eran, sino porque había tal contraste entre ellos que creyó estar contemplando a un demonio y a un ángel.
El demonio era el mayor de los dos. Calculó que rondaría los treinta y cinco años. Era moreno de piel y de pelo, de rostro apuesto, aunque su gesto era adusto, y de ojos negros. Parecía un hombre peligroso, y se estremeció ligeramente pese al intenso calor que sentía.
El ángel era más joven, seguramente incluso más joven que ella. Tenía el pelo rubio y una belleza clásica, con facciones simétricas y gesto sincero y simpático. Tanto su boca como sus ojos, que estaba convencida de que eran azules, daban muestras de que sonreía a menudo.
Su mirada se demoró en el ángel. Era alto y estaba muy elegante sobre su montura, haciendo alarde de unas musculosas piernas, gracias a los ajustados pantalones de montar de color crema y las botas negras, que se abrazaban a los flancos del caballo. Era delgado, pero la chaqueta verde oscuro dejaba claro que tenía un cuerpo proporcionado. Se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel, y estaba segura de que a su ayuda de cámara le había costado la misma vida ponérsela.